Catorce relevantes escritores se han unido en Las luces de la memoria. Relatos de España en la historia de Europa, libro gratuito de Zenda patrocinado por Iberdrola. El aceite de Nicea, de Emilio Lara, es un relato que destaca la importancia del aceite bético como obsequio durante el primer concilio de la Iglesia Católica en Nicea, en el año 325.
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La ciudad despertaba con el sonido de la piedra tallada, de las ruedas de los carros atestados de mercancías y de los soldados que marcaban el paso. Eran los sonidos del imperio. Los escultores repetían el modelo de la cabeza de Constantino para encajarla en anteriores esculturas de mármol descabezadas. Los mercaderes blasfemaban si sus carros se quedaban atascados en las calles, y los centuriones, con los cascos sombreando sus ojos, daban secas órdenes a los legionarios que relevaban a sus compañeros tras haber montado guardia nocturna en las cien torres que recorrían las murallas de una ciudad donde todo era moderno.
—¿Tuviste buena travesía? —preguntó el obispo.
—Hubo buen tiempo salvo una fuerte tormenta que sorteamos… —iba a decir «gracias a los dioses», pero se contuvo para no irritar al mandamás cristiano y quizás dar al traste con el negocio—, gracias a los cielos. El cargamento, como veis, ha llegado intacto.
El comerciante señaló las vasijas panzudas y rematadas en punta que habían hecho la travesía clavadas en una gruesa capa de arena vertida en la bodega de la nave para evitar que el vaivén las destrozase entrechocando entre sí. Todas llevaban impreso en las asas el sello de la alfarería de Iliturgi donde se habían fabricado. Aquel alfarero, además, tenía cumplida fama de hacer una de la cerámica sigillata más bonita de la provincia de la Bética.
—¿Es aceite de calidad tal como exigí? —inquirió el religioso.
—¡De primera! De las mejores aceitunas de Aurgi y Corduba, tal y como dispusisteis por carta.
A una señal del obispo, el diácono que lo acompañaba partió un pan y le entregó la mitad a su superior. El joven religioso abrió una de las ánforas olearias, la inclinó y vertió un generoso chorro de aceite en el trozo de pan, y la miga se empapó de un líquido verde y fragante. El obispo saboreó el pan, cerró los ojos y asintió con la cabeza.
—Muy rico —el aroma lo llevó en volandas a su niñez, a los cantos de pan pringados en aceite que le preparaba su madre para desayunar, y tuvo un arrebato de emoción por los días en los que aún vivían sus familiares.
El mercader mostró una amplia sonrisa desdentada. Y mientras el diácono se disponía a pagar el precio estipulado, el obispo recordó un importante detalle.
—Por cierto, ¿te has acordado de mandar grabar en las ánforas las palabras de Pablo de Tarso? —preguntó con sumo interés.
El obispo de Corduba, al encargar el aceite de la Bética, había hecho hincapié en que el alfarero, durante el proceso de fabricación de las ánforas, inscribiese en el interior de sus paredes —mientras el barro estaba fresco— una serie de frases de las epístolas del apóstol Pablo de Tarso que el propio Osio había copiado de su puño y letra en la carta que los emisarios imperiales hicieron llegar al comerciante aceitero de Aurgi.
—Por supuesto que me acordé —inclinó la cabeza, respetuoso—. El hijo del alfarero es un muchacho al que le gusta leer y acogió con entusiasmo el encargo.
Osio esbozó una media sonrisa. Aquel aceite era el obsequio que iba a hacerles a todos los obispos que, tras ser convocados, acudían a la ciudad para participar en el concilio que iba a celebrarse de inmediato. El exquisito aceite lo emplearían los prelados como alimento durante los días que durase tan trascendental asamblea, y el sobrante lo usarían para administrar los santos óleos en la extremaunción.
El sabroso oleum serviría tanto para la vida como para la muerte.
***
Alrededor de doscientos cincuenta obispos llegados de todo el imperio se establecieron en Nicea durante aquel mes. La mayoría provenía de las sedes de Oriente, no sólo por la mayor cercanía de la provincia de Bitinia donde se enclavaba la ciudad, sino porque los prelados orientales eran los más proclives a la heterodoxia, a aceptar peligrosas doctrinas religiosas sólo por el gusto de la novedad. Les gustaba discutir, polemizar, pelearse por el significado de una palabra o de una frase evangélica. Era algo innato en ellos.
Numerosos obispos habían sido sometidos a tortura en los tiempos no tan lejanos de la persecución a los cristianos, de modo que el tormento había dejado huella en sus maltrechos cuerpos. Los más discretos ocultaban las cicatrices bajo la ropa no por vergüenza de mostrar la carne remendada o quemada, sino por no alardear de haberse mantenido firmes en la fe mientras los verdugos los laceraban entre risotadas y palabrotas. Sin embargo, otros exhibían sin pudor las mataduras en sus piernas y brazos, mostrándolas como si fuesen medallas ganadas tras un cruento combate, y al alzar la túnica para enseñar los tremendos costurones, daban voces diciendo que Cristo los sostuvo frente a los paganos, a quienes maldecían, relatando con detalles el sufrimiento al que fueron sometidos; y conforme más gritaban y recorrían con sus dedos el cuerpo martirizado, se congregaban a su alrededor grupos de personas que, conmovidas o excitadas por el morbo, lloraban o abrían la boca con desmesura, criticando a los paganos que seguían ofreciendo sacrificios de animales a los falsos dioses.
Y también montaban una escandalera los diáconos que con un cuchillo se habían cortado los testículos como muestra de rechazo del sexo, al considerar que la castración los hacía más santos al evitar tajantemente la tentación de la carne. Algunos de dichos religiosos capados se bajaban los calzones o se subían la túnica para mostrar su mutilación y, con voz meliflua, cantaban las bondades de la vida eterna mientras denostaban la fornicación. Y la muchedumbre se reía y hacía chistes sobre aquellos hombres sin huevos que echaban fuego por los ojos y palabras suavonas por la boca.
Osio, entre tanto, se mantenía ajeno a aquellas estrepitosas exhibiciones. Él se dedicaba a supervisar que todos los obispos y sus ayudantes —dos presbíteros y tres diáconos por barba— recibían digno alojamiento y manutención a costa del erario público. Y además de organizar los aspectos prácticos, meditaba cómo contrarrestar el creciente éxito que Arrio y sus seguidores tenían no sólo en ciertas iglesias africanas, sino también en la corte imperial.
Hasta el propio Constantino veía con simpatía las predicaciones de Arrio.
Cada día, Osio, en calidad de consejero religioso de Constantino, le informaba de los preparativos del concilio. Del obispo hispano había sido la idea de organizar aquella primera asamblea ecuménica. El pontífice romano manifestó su apoyo a la iniciativa —aunque él no se movería de Roma y envió a dos legados—, por lo que Osio era, a ojos de todos, quien estaba revestido de autoridad para poner orden doctrinal en el gallinero eclesial, revuelto por culpa de esa mezcla de gallo y zorro de Arrio, cuyas enseñanzas estaban a punto de provocar un cisma en la Iglesia, de partirla, y precisamente una Iglesia unida y poderosa era lo que exigía el emperador. Por ello, Osio tenía el doble objetivo de satisfacer a Constantino y desacreditar a Arrio. Así, por las mañanas despachaba con el emperador, por las tardes rezaba y por las noches, meditaba.
—¿Sueñas despierto, Osio? ¿Con qué? —le preguntaba el emperador cuando lo veía ensimismado.
—Con volver a Corduba, mi señor.
—¿No te colmo de atenciones? ¿Estás a disgusto conmigo?
—Al contrario, señor. Me distinguís con mucho más de lo que merezco. Acaso sea la nostalgia.
Al obispo de Corduba le gustaba pasear al anochecer por el perfumado jardín del palacio, bajo el cielo azul marino de la primavera, mirando a la luna.
Solía pensar en la noche en la que Jesucristo oró a la luz de la luna en el Monte de los Olivos, sudando sangre. ¿Qué pensamientos tendría el Hijo de Dios en aquellos momentos de aflicción? Estaba persuadido de que el demonio, apoyado en un olivo centenario, tendría que haber presenciado la escena de la oración, tentando sin palabras a Cristo, intentando persuadirlo de abandonar su misión de redención de la humanidad que, necesariamente, pasaba por la crucifixión.
La luz de plata pulida de la luna también le hacía a Osio echar de menos a sus seres queridos fallecidos, y al pensar con sosiego en ellos, tenía la sensación de que vivían, pero que se encontraban viajando por países lejanos o por imperios extinguidos, y que en algún momento volverían a reencontrarse y a abrazarse. La vida del más allá, la vida en el paraíso debía de ser algo así: un feliz reencuentro, una resurrección en cuerpo y alma y un estado de perenne felicidad junto a Dios. El cuerpo no era una mera carcasa, algo despreciable y fuente de pecado, sino el precioso recipiente del espíritu que, en el futuro, volvería a cobrar vida sin padecer dolores ni el deterioro de la edad.
El día anterior a la inauguración del concilio, mientras paseaba solo y despacio por los senderos de los jardines imperiales iluminados con lucernas, sintió un aguijonazo melancólico bajo la suave noche primaveral. Quería regresar a Hispania, pero antes, tenía importantes obligaciones que cumplir. Y complicadas.
Pero él no era de los hombres que se amilanaban.
***
Constantino, sentado en su trono, presidió el primer día del concilio, que se celebraba en la sala más grande y lujosa de su palacio. El emperador, revestido con manto púrpura, saludó cortésmente a los obispos, los conminó a unificar criterios teológicos que fortaleciesen la Iglesia, y por ende, el imperio, y con su habitual gravedad de gestos, estuvo toda la jornada siguiendo los enconados debates sin exteriorizar sus emociones. O quizá, porque se aburría de los matices y litigios teológicos, pues sólo aspiraba al robustecimiento imperial.
Desde esa misma mañana, dos secretarios palatinos tomarían nota de las vehementes discusiones sin apenas levantar la vista del rollo de pergamino donde escribían veloces. La tinta les dejaba manchas en los dedos, y permanecían concentrados para captar las intervenciones de los religiosos, pues mientras algunos de ellos se expresaban en latín vulgar, otros lo hacían en la variante culta de la lengua del Lacio, e incluso intercalaban helenismos deudores de una sólida formación filosófica.
Los orígenes familiares de los obispos y su forma de gastar el dinero se reflejaban en sus rasgos físicos y comportamiento, pero sobre todo, en su atuendo. Los había vestidos con tan extrema sencillez que podían ser confundidos con peregrinos, mientras que otros usaban atuendos propios de magnates y lucían sortijas de oro y piedras preciosas, como era el caso de los responsables de las sedes de Fenicia, Cilicia y Capadocia.
Osio los observaba y analizaba para saber, llegado el momento, cómo rebatir sus posturas. Más que el uso de ropas lujosas y manos enjoyadas, lo que a él le desagradaban eran los corrillos formados justo antes de la primera sesión, donde los prelados casados habían aprovechado para manifestar su deseo de que el concilio no se demorase en exceso, pues echaban de menos a sus mujeres, sus lechos en Nicea les resultaban fríos y, por encima de todo, aburridos, comentaban, salaces. Él, años antes, dada su autoridad moral, había conseguido que todos los sacerdotes hispanos asumiesen el celibato tras el concilio de Elvira, y pensaba conseguir lo mismo ahora, ya que estaba persuadido de que era imposible servir en exclusiva a Dios si existían cargas familiares.
La primera jornada no finalizó sin un primer choque entre Osio y Arrio. Se tenían ganas, dadas sus opiniones antagónicas. Al igual que existen los amores y amistades a primera vista también existen las enemistades. Tal fue el caso de ambos religiosos, que se aborrecían desde que se conocieron. El mutuo desdén borboteaba en sus miradas.
Los dos eran unos ancianos de aspecto y personalidad diferentes. Osio, alto y de pelo canoso, era de constitución atlética y mirada franca. Arrio, en cambio, era de tez oscura, pequeño, calvo y jamás miraba a su interlocutor directamente a los ojos; y además, para llevar la contraria, llevaba barba, contraviniendo la moda impuesta por el emperador, que siempre lucía afeitado.
El libio, ávido de protagonismo y deseoso de arrollar dialécticamente al hispano, tomó la palabra y, sin circunloquios, dijo:
—Ha llegado el momento de que admitamos la lógica en nuestras creencias, de pensar con la cabeza. Dios, que es uno solo, preexiste al tiempo y de Él surge todo lo creado. Por consiguiente, Jesucristo, su Hijo, tiene un principio, ya que fue creado por el Padre, lo que significa que el Hijo no tiene la misma naturaleza que el Padre.
Los contrarios a su doctrina se movieron inquietos en sus asientos y se generó un murmullo, pero nadie lo interrumpió. Arrio, tras mesarse la espesa barba, continuó hablando, progresivamente exaltado:
—Jesús no es Dios propiamente, su naturaleza no es divina, al no ser eterno.
Sus palabras indignaban a buena parte del episcopado presente, y unos cuantos obispos alzaban las manos al cielo, airados, mascullando «¡anatema, herejía!». El pequeño pero exaltado grupo que compartía las tesis arrianas cerraba los puños y animaba a su líder espiritual a proseguir. Osio, entre tanto, callaba, cauteloso.
—Dios, el Increado, es distinto de Cristo, que fue creado. El Hijo no es consustancial al Padre —sentenció, filosófico.
A continuación, dejó a un lado las abstracciones teológicas y puso un ejemplo concreto que solía incluir en sus homilías y que resultaba fácil de entender por el común de los creyentes:
—El padre engendra y crea al hijo, es así de sencillo en los seres humanos. Todos nosotros hemos nacido así. ¿No? Asimismo, los gemelos son iguales entre sí pero con vidas independientes. Son hermanos de la misma naturaleza. Ahora bien, una vez presencié el nacimiento de dos hermanos unidos por el tronco que sobrevivieron unas horas ante el llanto horrorizado de la madre —hizo una pausa dramática—. Dichas criaturas monstruosas, incapacitadas para la vida, eran un engendro de la naturaleza. Pues del mismo modo, es ilógico y antinatural creer que Dios y Jesucristo comparten una misma naturaleza —dijo el libio con creciente enfado.
Una vez expuestos sus argumentos, Arrio se sentó entre las felicitaciones de sus correligionarios, que veían una lógica aplastante en todo cuanto había dicho. La tensión del momento le provocaba al obispo barbudo un ligerísimo temblor de manos que dominaba entrecruzándolas sobre el pecho.
Aunque todas las miradas se dirigieron a Osio, éste se abstuvo de intervenir y dejó el turno de palabra a otros obispos para que desmontasen los argumentos arrianos, y así poder él sondear los apoyos de ambos bandos. De este modo, los ataques y contraataques dialécticos entre una y otra facción terminaron a gritos, sobre todo procedentes de los arrianos, que compensaban su minoría con la violencia verbal, puesto que ninguno de esos obispos tenía la inteligencia de quien los acaudillaba. Chillaban e insultaban para compensar sus carencias teológicas, y las voces bien timbradas se mezclaban con otras agudas, de pito.
El guirigay era tal que Osio se levantó, y fue como si pasase un ángel en vuelo rasante, porque se hizo el silencio. Se cogió los bordes de su manto blanco —como solían hacer los oradores— y dijo una sola palabra:
—Homoúsios.
Arrio dio un respingo. Al estar versado en filosofía griega, conocía el significado de aquella palabra. Un silencio expectante se prolongó en la vasta sala durante unos segundos más.
—Consustanciales. De la misma esencia. Padre e Hijo comparten su naturaleza divina —explicó Osio sin alterarse.
Aquella única palabra griega, homoúsios, había sido una piedra lanzada con catapulta contra las tesis arrianas.
Un impacto directo. Continuó hablando en un tono mesurado que sacaba de sus casillas a su oponente, que prefería desenvolverse en la dialéctica agresiva y gritona.
—Cristo fue engendrado, no creado. El Hijo no tiene principio alguno y existe, al igual que el Padre, desde antes de los tiempos. El Hijo es de la misma naturaleza que el Padre, y por tanto, es de naturaleza divina. Nuestro Señor Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre —expuso, paseando su mirada por todos los presentes—. Hermanos en Cristo, ésta es la esencia doctrinal de la Iglesia, mientras que las tesis de nuestro hermano Arrio constituyen una herejía condenable. Quien niega la divinidad de Cristo niega su obra y su mensaje, recogidos en los evangelios.
Aquella intervención entusiasmó al sector oficialista y desquició al heterodoxo, pues si al primero le quedaba clara la definición dogmática, al segundo le resultaba un jarabe amargo imposible de tragar. Pero además, los arrianos comprobaron la elocuencia, el aplomo y, sobre todo, la sintonía de Osio con la mayoría de los presentes, lo cual constituía un serio problema. El adversario, pensaban, era formidable.
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Constantino, al que le superaban las disquisiciones teológicas y exigía resultados prácticos, no asistió a las siguientes jornadas del concilio, que se estiraron todo un mes y concluyeron a las puertas del verano, cuando los esclavos, a la puesta del sol, regresaban de trabajar en el campo vestidos con taparrabos y sin sombrero de paja, lo que reblandecía su sesera por el calor.
Los obispos y su escaso séquito se aprestaban a regresar a sus respectivos lugares de procedencia, a sabiendas de que las cédulas imperiales que portaban les franqueaban el paso por todas las vías y caminos si elegían viajar por tierra, y asimismo, si optaban por embarcar, tenían facilidades para encontrar barcos que los devolviesen a sus diócesis.
La ciudad no dejaba de hervir de actividad. En las proximidades del palacio se montaban las piezas que componían una estatua colosal del emperador. Los escultores cincelaban los crismones, estrigilos y espigas de trigo de los sepulcros que encargaban los altos funcionarios y potentados convertidos al cristianismo para cuando les llegara la hora de la muerte. Y los comerciantes, tocados con el gorro frigio característico de Asia Menor, se mostraban quejumbrosos por los nuevos tiempos a pesar de que el volumen de sus negocios no paraba de aumentar.
Por su parte, Osio estaba razonablemente satisfecho de las conclusiones del concilio. Había conducido las sesiones según su criterio. Su visión ensoñadora de la luna sirvió como regla de cálculo, de modo que se fijó la celebración de la Pascua el primer domingo después del primer plenilunio de primavera. Además, consiguió la condena del arrianismo y su consideración como herejía. Eso era un triunfo, pero más aún lo era que los obispos hubiesen votado por amplia mayoría una poética profesión de fe cuya autoría intelectual era casi por entero suya: «Creo en un solo Señor Jesucristo, hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos. Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre por quien todo fue hecho…».
Constantino, satisfecho por la solidez que su consejero había proporcionado a la Iglesia, preguntó a Osio:
—Te felicito. Has cumplido con creces. ¿Cómo puedo recompensarte? ¿Qué dignidad deseas recibir?
—Sólo deseo volver a Hispania, ver la salida y la puesta del sol en la campiña de Corduba. Hace demasiado tiempo que no lo hago.
El emperador hizo un gesto con la mano, concediéndole la petición.
Entre tanto, al salir por una de las diez puertas de la muralla de Nicea, el carro donde viajaban el obispo de Antioquía y sus ayudantes sufrió la rotura de una rueda, lo que provocó que se cayeran al suelo un arcón con ropa y un ánfora obsequio de Osio con el rico aceite sobrante. El cacharro de cerámica se quebró y uno de los presbíteros, raudo, consiguió verter el aceite que no llegó a derramarse en otro recipiente. Entonces, el religioso observó extrañado algo. En el interior de uno de los grandes trozos del ánfora rota había una inscripción. Un breve texto erótico de Ovidio: «A mí me gusta oír sus palabras diciéndome su goce; y que me ruegue que me detenga, y que me contenga, y ver los ojos vencidos de mi amante fuera de sí».
El presbítero era un hombre comprensivo con las debilidades humanas, de modo que, en lugar de escandalizarse, sonrió y calló.
El picarón alfarero hispano que recibió el encargo de grabar en el barro —antes de cocerlo— frases de las epístolas de Pablo de Tarso, en lugar de ello, había escogido párrafos del Ars Amatoria del poeta Ovidio.
El aceite no había estado en contacto con palabras que exaltaban el amor divino, sino con palabras que ensalzaban el amor carnal.
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Autor: VV.AA. Título: Las luces de la memoria. Relatos de España en la historia de Europa. Editorial: Zenda. Disponible en: Kobo y Fnac
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