[Imagen: Inés Valencia]
LOS TRECE ESCALONES, XXXV: EL AFÁN DE LAS HORMIGAS
Lucrecia siempre tuvo la habilidad de saber cuándo iba a morir la gente. No habría podido explicar cómo lo sabía, qué clase de proceso mental, físico, químico o supraterreno le permitía adivinar si el fin de alguien estaba cerca. Pero, de un modo u otro, era capaz de pronosticarlo desde niña, sin el menor fallo, con exactitud aterradora.
—Es por la luz —respondía cuando la aturullaban a preguntas, consciente de que aquello era casi como no decir nada—. Cada persona tiene su luz, ¿sabéis? Y, cuando empezamos a irnos, se va apagando…
Estaba acostumbrada al espanto que causaban sus predicciones, a la mezcla de horror y morbosa fascinación que despertaba su don. Porque era eso, y no otra cosa. Un don. Uno con el que había sido bendecida desde que podía recordar, quizá incluso desde antes de nacer.
Con apenas cinco años anunció la muerte de su abuelo Nazario, pero nadie en la familia le prestó la menor atención. Cuando su profecía se cumplió, trece días más tarde, solo la tía Engracia recordaba las funestas palabras de la chiquilla, y empezó a repetirlas como una obsesa a todo el que quiso escucharla. La incredulidad inicial tornó en conmoción. Alguien murmuró “santa” por lo bajo, en medio del murmullo del rosario y del tintineo de cucharillas. Desde entonces, nadie dudó jamás de los augurios de Lucrecia, y aquella excéntrica capacidad suya se revistió con el manto apacible de lo cotidiano, hasta que a todo el mundo le pareció normal. En los años sucesivos, la pequeña de los Valdizán se adelantó a la partida del tío Miguel, de la bisabuela Palmira, de Ramiro el de Casa Grande, de Antonia la Chata, del Padre Bernardo y hasta de Sultán, el perro de la familia.
—Se va a quedar solterona —suspiraba la madre, resignada.
—¿Por qué dice eso? —protestaba Engracia—. Con lo guapa que es, y lo bien educada, y con la de libros que ha leído… ¿por qué no se iba a casar?
—Porque asusta a los hombres. Nosotros ya estamos acostumbrados a su rareza, pero, dime, ¿quién querría casarse con una mujer que lleva el mal fario con ella? Es como la misma parca, pobre mía. ¿O no te has dado cuenta de que todos bajan la cabeza cuando la ven pasar?
—Tienen miedo —mascullaba el padre, acariciando con torpeza al cachorro nuevo, como si quisiera acomodarlo a su mano—. De que ella les barrunte el velorio en los ojos.
Lucrecia se quedó soltera, rodeada de libros, gatos y hortensias azules. Nunca echó de menos nada, ni a nadie, sumergida como estaba en su propio mundo, uno en el que los muertos se mezclaban con los vivos, se presentaban a la hora del café asustando a las visitas, o se colaban sin pudor en los sueños para transmitirle mensajes y secretos. Nunca pudo entender por qué los del Más Allá la habían elegido a ella de entre tantas y tantas personas disponibles, sin duda más inteligentes, instruidas o espirituales. Lucrecia no creía poseer ninguna cualidad especial que la hiciera sobresalir en modo alguno.
—Creo que me eligieron únicamente porque no les tengo miedo —le confesó una tarde a Tita Ferrero, que bordaba pajaritos de colores a velocidades de vértigo—. Por eso y porque siempre me ha dado un poco igual lo que pase en este mundo.
—No lo dices en serio —aseguró su prima, sonriendo. Tita tenía la costumbre de contradecir por sistema cualquier frase que escuchara—. ¿Cómo va a darte igual el mundo, criatura? Si tú también estás en él…
Lucrecia le devolvió la sonrisa, decidida a no discutir. No mentía al expresar su indiferencia, que nada tenía que ver con desdén, frialdad de corazón o desesperanza. Había sabido desde la más tierna infancia que su estancia entre los vivos sería breve. Corta, tranquila, llena de solitarios momentos de plácida belleza, de hermosos silencios, del aroma de sus flores y el amado tacto de sus novelas. De puestas de sol encendidas sobre el cerro, de siestas perezosas en el diván de la galería, de fruta picada con almíbar para el postre y paseos por la playa.
No era cierto que le tuvieran miedo. No la rehuían por su don, por temor a que ella cometiera la indiscreción de contarles cuándo y cómo iban a morir. Era, sencillamente, que comprendían sin saberlo que, en aquel viaje, Lucrecia era una espectadora, alguien que quizá ya había recorrido la misma senda varias veces y que, por lo tanto, podía permitirse el lujo de observar sin implicarse. Con sus vestidos largos, sus ojos profundos, su melena de cuervo y su perfil de diosa griega, se asomaba de puntillas sobre la baranda del balcón y miraba de lejos la vida de los otros, con cierto interés ausente. Como quien contempla el afán de las hormigas.
Agradeció que ocurriera en plena primavera. El día resultó radiante, y eso hizo que canturreara, sintiéndose liviana y pletórica. Recorrió sus rincones favoritos, releyó los poemas que más la conmovían y visitó a sus seres queridos. La madre, las hermanas, Tita y Ricardo Macri, el librero, que la recibió con sus manos blancas, su pañuelo de seda, su té negro, su tabaco rubio y los cuplés resonando por la trastienda. No dejó de parlotear, ni permitió que nada en su conducta o su semblante revelara la menor pista. Al fin y al cabo, la gente no comprendía las reglas del juego, ni las aceptaba con facilidad. Lo último que Lucrecia deseaba era causarles angustia, o lástima, o tener que consolarles. Lo último que habría querido oír en un día tan sublime y perfecto eran frases de conmiseración.
Volvió a casa por el camino de los nogales, justo a tiempo para ver atardecer desde la terraza. Se sirvió tequila y fumó un par de cigarrillos. Había planeado acostarse, pero se sintió tan cómoda entre los mullidos cojines del diván que cambió de idea. En realidad, no tenía ganas de moverse. El mar se mecía con calma, y las estrellas brotaron a puñados en el cielo. Había una brisa suave y cálida que le trajo como obsequio el olor de las hortensias. Sobre las viejas baldosas verdes una filita de hormigas zigzagueaba rumbo al jardín. Lucrecia cerró los ojos y dejó que los fantasmas la envolvieran.
(Para Lua).
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