Los colores brillan en la pantalla, bastante saturados. Los platos y los vasos desechables de la fiesta hacen juego con los globos de la pared y con el líquido del refresco. Alrededor de una gran mesa, un grupo de ancianos festeja. La imagen es curiosa, mezcla el kitsch con la ternura, y en ella se dan la mano la elaboración artesanal y los productos de usar y tirar. Todo parece milimétricamente calculado, como el escenario de una obra de teatro cuidadosamente dispuesto para los actores. Y sin embargo, hay algo de profundamente real en la escena, algo que se percibe en los rostros de alegría de los ancianos, en sus rasgos sonrientes y frágiles, bajo los que puede leerse, apenas escondida, la soledad de otros momentos cotidianos, la dureza de la vida en la residencia.
Ese estilo inconfundible no solo procede de una fotografía donde los tonos naranjas, rojos, amarillos y rosas adquieren una viveza que parecería querer explotar en la pantalla. Radica, también, en su capacidad para producir relatos cinematográficos que conjugan la dulzura, la inocencia y el humor, sobre un fondo triste y, ciertamente, nostálgico. El estilo proviene, sobre todo, de su predilección por las historias de personas que han sido excluidas por la sociedad, a pesar de encontrarse en una situación de dependencia y fragilidad. Son esos elementos los que llevan a que las ancianas de la cuarta edad de El agente topo encuentren reminiscencias en los personajes de sus otros filmes, como el grupo de jóvenes con síndrome de Down de Los niños (2016) y las amigas de la tercera edad que se juntan a merendar en La once (2014). Quizás por ello, hoy por hoy, no parezca descabellado ver esos tres largometrajes como una trilogía de la exclusión, en la que no se aprecia ni una gota de miserabilismo.
El agente topo es también la película donde Alberdi lleva al extremo una de sus principales premisas cinematográficas, presente ya en sus primeros filmes, como el cortometraje Las peluqueras (2008): jugar con las fronteras entre el documental y la ficción. La historia de El agente topo parte de una premisa disparatada: una agencia de detectives privados busca un anciano para que se infiltre en una residencia y espíe las condiciones en las que vive una de las internas. Por medio de las fotografías, vídeos e informes que el agente realice, informarán a la hija de la anciana sobre las anomalías y maltratos que descubran. Sergio Chamy, un viudo de 83 años, es contratado para cumplir la misión, que lleva adelante con una dedicación que es inversamente proporcional a su capacidad para dominar las nuevas tecnologías y usar los cacharros de espías que le fornecen. Una larga serie de situaciones cómicas, gags y algún chascarrillo jalonan sus andanzas de topo. El tono humorístico, casi satírico, se ve reforzados, además, por una música que le confiere un tono de falso misterio.
El principio sobre el que se basa la propuesta de El agente topo es la fabulación. La directora pareciera decirle a Sergio: «Imagina que eres un detective y actúa como tal; realiza grabaciones ocultas; escribe informes secretos; obtén información de las ancianas internas». En otras palabras, el documental busca constantemente poner a una persona común y corriente en una situación totalmente fuera de lo normal. Lo mismo sucede con las ancianas de la residencia a la que llega Sergio. El carácter lúdico de ese artificio es continuamente explicitado, el propio documental se encarga de recordarle al público, a cada cierto tiempo, que todo lo que está viendo es una fabulación. Así, la directora interviene algunas veces desde detrás de la cámara, para explicar o aclarar alguna cosa; más frecuentemente vemos el equipo de filmación, el micrófono y la cámara. El resultado es un filme abiertamente antirrealista y bastante juguetón. Maite Alberdi se divierte jugueteando con los límites difusos de la ficción y de la no ficción, recreándose en una inteligente ambigüedad, dándole la bienvenida a la hibridez.
Quizás la mayor virtud de El agente topo sea que consigue desplegar ese carácter artificioso y lúdico sin alejarse en ningún momento del fuerte compromiso con lo real que constituye la esencia del cine documental, desde sus inicios. Porque el dispositivo de la fabulación, que se sitúa en la capa más epidérmica de este largometraje, esconde solo a medias el verdadero propósito de la película: adentrarse en la soledad de un grupo de ancianos que pasan los últimos años de sus vidas lejos de sus hogares, muchas veces olvidados por sus familiares o, en el mejor de los casos, a la espera que una visita que solo se produce muy de tarde en tarde.
La verja del recinto se erige como un obstáculo insalvable, que separa de la calle y del mundo a los ancianos. Filmada desde la acera, la entrada enrejada del asilo recuerda una cárcel, aunque no se ofrezca una visión negativa de la institución donde se filmó la película ni tampoco de sus funcionarios. Tras la reja, una anciana con la imaginación febril y confundida pide que se la lleven de allí y que llamen a su madre. La solicitación de la anciana se repite en diferentes escenas, que se intercalan cada cierto tiempo, haciendo del encierro un motivo recurrente.
La verja que separa el mundo exterior de la realidad de los ancianos divide también el tiempo en dos, porque la temporalidad de los que están dentro parece regirse por una lógica en la que impera también cierto abandono. El tiempo de fuera está sometido al cumplimiento de objetivos y plazos, siguiendo una cronología laboral: es el tiempo del director de la agencia de detectives, que presiona constantemente a Sergio para que avance en la investigación. El tiempo de dentro, el tiempo de los internos, se estira en una monotonía de la que nace el tedio, la ausencia de perspectivas y, en último término, una cruel sensación de vacío y de falta de utilidad. No es una coincidencia que la búsqueda de una ocupación sea el motor inicial del personaje protagónico. Tampoco lo es que su llegada al asilo despierte el entusiasmo de las internas, no solo porque se trata del único hombre, sino también y, sobre todo, porque su irrupción quiebra la monotonía y porque sus preguntas de agente encubierto contribuyen a disipar esa sensación de vacío existencial. En ese tiempo marcado por el olvido, la compañía que el anciano les pródiga aparece como el principal refugio frente a la indiferencia con que las trata el mundo que se extiende más allá de las verjas. El agente topo enfatiza esta última idea constantemente, al mostrar las conversaciones cotidianas de los internos, así como sus encuentros festivos. Al respecto, no puede pasarse por alto que el propio dispositivo del documental, por medio de la fabulación, tiene como objetivo resquebrajar ese tiempo monótono, romper la espiral de abulia y melancolía.
Aunque el proyecto de El agente topo sea anterior a la pandemia de Covid-19, la contingencia mundial le ha conferido al filme una actualidad mayor a la que probablemente habría tenido en otras circunstancias. Resulta imposible ver el documental de Maite Alberdi sin pararse a pensar en los miles y miles de ancianos que viven en residencias en Chile, en España y tantas otras sociedades y que han sido una de las principales víctimas del nuevo coronavirus. Se hace difícil ver el documental sin preguntarse por el presente de esos personajes con una sombra de ansiedad. Pero El agente topo no es fruto de la contingencia sanitaria y la potencia de sus imágenes no depende de ella. Esas imágenes de colores vivos nos hablan con agudeza de algo tan perenne como la batalla de los ancianos contra el olvido, en una sociedad que condena a los seres humanos a la obsolescencia programada.
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