Seguramente nada en la vida merece la pena salvo jugar al ajedrez durante horas delante del ordenador. Para participar de este deleite hacen falta dos cosas: saber jugar al ajedrez y ser bastante bueno. Mantengo la hipótesis (si acaso no es una teoría) de que a los niños no les gusta algo (el fútbol, el baile, la maldad), sino que se les da bien algo y entonces se gustan a sí mismos haciendo bien ese algo, viéndose triunfales. No existe la atracción por la actividad, normalmente competitiva, sino la presunción de que a uno se le va a dar bien esa actividad. Cuando tu hijo se pasa las horas jugando al fútbol, no es porque pierda diez cero todos los partidillos. Es porque gana. Saber que vas a ganar a algo que no tienes ni idea todavía de cómo se hace es lo que llamamos vocación. La vocación consiste en anticipar una pericia que, en el momento justo del despertar vocacional, estás lejísimos de acreditar. No tienes ni puta idea, pero sabes que se te da bien. Eso es la vocación, un rasgo aleteante de la locura.
El caso es que el ajedrez ha muerto y es más divertido que nunca. El ajedrez, al que yo he jugado muchísimo en todo tipo de condiciones (rápido, lento, en ordenador, en bar, en competiciones, sistema suizo, contra mí mismo, durante ocho horas seguidas, de día y de noche), el ajedrez, digo, parece hoy el videojuego de la gente que está muy por encima de los videojuegos (si el desprecio apenas disimulado por los videojuegos es pertinente), el ocio de la juventud que sí sabe perder el tiempo. Esta transformación del ajedrez tiene un único motivo, y es Internet y que puedes jugar a toda prisa. Se acabó pensar. Lo fascinante del ajedrez de nuestro tiempo es que no va de pensar, sino de arrebatarse.
Es la expresión de la corazonada, del ímpetu, la pujanza de la intuición.
Durante siglos, o milenios, el ajedrez era reposo, coñazo, media hora para mover el caballo. Señores torturados y asociales que sabían lo que el otro iba a mover dos horas después, y estaban preparando ya el peón de dama. El ajedrez tenía que aburrirte, y el aburrimiento tenía que solazarte. Lo que hemos descubierto ahora es que millones de horas pensando qué mover nunca tuvieron ningún sentido. Se acierta igual moviendo tu pieza en 3 segundos.
Cuando descubrí la belleza del ajedrez rápido, me acordé de todas las horas en las que estudiaba, en bachillerato, para sacar sobresaliente. Repasaba los temas de Historia o Filosofía una y otra vez, absurdamente, cuando habría sacado el mismo sobresaliente con la décima parte de dedicación.
El ajedrez ahora va de emociones fuertes, de gritar ante el ordenador, de mostrarle a los demás lo que has hecho, el ridículo incluso. Hay todo un mundo de ajedrecistas divirtiéndose con el ajedrez como se divertían los romanos con las orgías.
Una imagen icónica de esta feliz decadencia la ofrece sin cesar Magnus Carlsen. Hay vídeos suyos jugando borracho, rodeado de amigos y de amigas, con gafas de sol, con música a todo trapo. Viéndole, cualquiera diría que está en un concierto de Taylor Swift, sala VIP. Y no, está en su casa, en una habitación con lucecitas y amistades, mirando la pantalla de un ordenador y transmitiendo a todo el mundo cómo gana en veinte segundos con cuatro copas de más.
Desde que la inteligencia artificial gana a cualquier humano al ajedrez (lo primero que hizo la Inteligencia Artificial fue ganarnos al ajedrez, para que supiéramos que venía en serio), este deporte ha desplazado su core del concepto de tiempo al concepto de riesgo. Pensar lo hace cualquiera, el movimiento correcto lo descubre una persona inteligente si le das varias horas: es cuestión de ir uno a uno calibrando cada trebejo y todo lo que puede pasar si mueves arriba o abajo. Como el ordenador siempre acierta y lo hace en menos de un segundo, la competición tradicional consiste en dejar a los ordenadores pensando jugadas toda la noche y luego, a la mañana siguiente, memorizar lo que han descubierto los ordenadores. Esto llega a provocar que en algún campeonato mundial los dos finalistas empaten todo el tiempo, porque han estudiado lo mismo con los mismos ordenadores y, más que competir al ajedrez, están opositando. Entonces, lógicamente, el desempate se produce en partidas rápidas, que es donde se refugia el ajedrez humano, creativo, pasional y emocionante.
Es el ajedrez rápido y online el que ha creado el mito del ajedrecista moderno, su fama y su popularidad. Hiraku Nakamura es conocido por su humor, sus camisas de piñas y su devoción por Magnus Carlsen. Alexandra Botez es conocida por su mal temperamento, y por representar a todas esas chicas jóvenes y hermosas que este ajedrez festivo está cautivando. Su hermana Andrea también se ha puesto a jugar. El tipo más famoso en esto del ajedrez vertiginoso y publicitado en Instagram es Levy Rozman. Es este ya un ajedrez con memes, música, chistes, deslumbramiento y comunidad. Si algo diferencia el nuevo ajedrez del ajedrez tradicional es que los ajedrecistas de hoy tienen muchos amigos, juegan para estar juntos. No son tipos raritos a los que persigue la CIA, son gente sana.
Es muy conocida una partida de Gary Kasparov donde el maestro ruso “sacrifica todo”. El sacrificio, en ajedrez, es el mayor espectáculo: regalar la dama o una torre es como un gol desde la mitad del campo. Pues bien, ahora mismo se juega sacrificando la dama casi a diario, lo hace cualquiera, todos somos Kasparov en Chess.com. Aguijoneado por la velocidad del juego, el cálculo no importa, sólo la pasión, el riesgo, ya decimos, la pura intuición o la fe.
Si antes el ajedrez era como un baile de salón, ahora es como salir de fiesta.
En mi opinión, la tecnología conduce a la perfección, o mejor dicho: a la artificialidad de una contienda puramente humana, como lo es el ajedrez. Y el hecho de eliminar ese componente humano, lo jode todo. ¿Son más buenos los ajedrecistas de hoy en día? Absolutamente. ¿Tiene mérito? Por supuesto. Ahora bien, me parece antiestético, poco natural, superficial, de mal gusto una jugada no-humana o de ordenador. Señores, ¡y lo hermoso que es un error en ajedrez!
Aprovecho para reconocer el brillante artículo de Alberto, el firmante y autor del mismo.
Me ha encantado el artículo, pero ¿Cuál es la partida en la que Kaspárov sacrifica todo?