Al componer una canción, uno expresa una visión del mundo, aunque a veces hay pocas probabilidades de que esa visión sea acertada. Y otras veces uno dice cosas que nada tienen que ver con la verdad de lo que se quiere expresar, o dice cosas que todos saben que son verdad. Por otro lado, al mismo tiempo uno piensa que la única verdad sobre la tierra es que no hay ninguna. Todo lo que uno dice, lo dice a voleo. Nunca hay tiempo para reflexionar. Uno echa un remiendo, plancha, hace las maletas y se larga a toda prisa.
Bob Dylan en Crónicas I (Malpaso, 2017)
Al explicar cómo compone sus letras, Bob Dylan deja caer de fondo que tampoco hay que tomárselas muy en serio en cuanto a su intencionalidad. Las palabras cobran vida propia y no tienen por qué ajustarse a la realidad que vivimos ni a lo que el creador quiere contar exactamente.
Quizá esto no sea más que una manifestación de lo defectuosos que somos. Como humanos estamos muy lejos de poder describir perfectamente todo lo que nos rodea, pero es precisamente esa limitación la que otorga riqueza a nuestro modo de comunicarnos, la que hace que surja el diálogo y se desarrolle la imaginación.
A veces, fruto de ese diálogo, emergen mensajes trasgresores que llevan a los creadores al estrellato. Sus mensajes conectan con una generación, escandalizan a la anterior y se disparan las ventas. El sistema se encarga de digerir y convertir en comercial la divergencia. Hasta hace no mucho, esto sucedía de un modo más o menos aleatorio, sin una metodología clara ni una receta del éxito garantizada, pero…¿qué sucede cuando el que escribe canciones no es exactamente un humano peleando contra una página en blanco? Que el modelo se perfecciona.
Podemos comprobarlo todos los días en las letras de la música más comercial, esa que surge de fábricas situadas en Miami, Los Ángeles o Estocolmo, donde el factor humano se entrega al análisis de datos y al algoritmo. No hay dobleces en el reguetón ni en el resto de versos que copan las listas de lo más escuchado, su única intencionalidad es la venta, la llamada de atención a las masas. Y lo consiguen, sin duda. Lo que Dylan hacía a voleo lo alcanzan las fábricas de canciones con relativa facilidad de un modo estudiado.
El nivel de provocación que alcanzan estas letras en un mercado saturado es difícil de superar, deja al punk de los 70 en mal lugar. Nada mejor para destacar en un ambiente políticamente correcto que jugar con los extremos para que las nuevas generaciones se revelen contra el mundo aséptico que han heredado de sus mayores. Esto lo saben quienes se apoyan en datos y algoritmos para desarrollar nuevos éxitos, y sus herramientas son mejores que las que utilizaron sus predecesores, con lo que la provocación ya no está limitada por la mente de Lennon y McCartney, Richards y Jagger, el propio Dylan o Johnny Rotten.
Escribo esto a menos de 100 metros de una clase de zumba playera en la que han sido censuradas, a petición del público asistente, una lista de canciones de reguetón que, como veterano rockero, odio profundamente. Sin embargo, en esa censura reside su éxito, es lo que hará que se perpetúen esos ritmos insoportables para gente como yo, apalancada en el blues de 12 compases.
Los algoritmos han entendido que la provocación funciona, hace avanzar su negocio, como sucedió anteriormente con cientos de grupos formados por humanos al surgir estilos como el rock and roll o el punk. Es fácil interpretar ese big data. No nos engañemos, la música de fábrica utiliza el machismo o la violencia como elemento provocador, no tiene por qué creérselo, y consigue su objetivo cada vez que entramos al trapo. Si no te gusta, no la escuches. Ahórrate la indignación. Y punto. Si te gusta, despacito.
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