Charles Dickens (1812-1870) es un fantasma que nos acompaña cada vez que visitamos Londres. Vemos la ciudad como una actualización de aquello que él nos relató en sus ficciones, que agarraban el humus de las calles que él estaba viviendo para mostrarnos la necesidad imperiosa de ser unas personas morales. En realidad, tal y como comprobamos en esta recopilación de textos periodísticos, la moralidad que él defendía era bastante ortodoxa, si entendemos la ortodoxia moral como la obligación de ser generosos y solidarios. Es muy posible que jamás debiéramos haber salido de esa ingenuidad, de ese espíritu naíf que por momentos recorre los cuadros que nos hace ver Dickens. Era un momento en el que no se había extendido el estilo de la crónica que actualmente identificamos como la sacudida de la realidad, y tanto su lenguaje como su estructura nos resultarán muy coloquiales: salgo a la calle y observo, entro en un lugar y me doy cuenta, he oído esto y esto es lo que me han respondido. Dickens resulta ser algo semejante a un flâneur, pero a diferencia de estos paseantes lo que se impone no es una cierta languidez, un tono de malestar o una mirada empañada: Dickens es un observador nítido, directo, un tipo que experimenta en carne viva lo que sucede a su alrededor. El insomnio resultó serle de una utilidad creativa increíble a este clásico inglés.
El mundo funciona como algo muy práctico, como la consecuencia de sucesos y acciones concretas, y existe un grupo de personas que deciden. A partir de ahí, la única salida que le queda a la mirada de quien intenta dar fe de cómo funciona el mundo es atenerse al sarcasmo, al esperpento, a la caricatura, cuando lo feo está demasiado presente. Esta fealdad podría ser el resultado de la miseria que estas decisiones han producido, o las costumbres bastante inexplicables que se han impuesto, los paradigmas que aceptamos por el simple motivo de que las cosas siempre se han hecho así. Junto a ese humor, Dickens se muestra siempre compasivo, idealista, pero sin reclamar la revolución, la revuelta o la toma de armas. Convencido de que la sociedad civil se puede organizar para modificar la política, leemos a un hombre que confía en que lo importante es la bondad, y que a esa conclusión le lleva la indignación consecuente de lo que va denunciando.
La lectura de estos textos resulta de lo más instructivo en la actualidad, pues nos lleva a preguntarnos qué ha sucedido a lo largo de estas décadas para que no sintamos como siente Dickens, con eso que es innegablemente humanidad, y nos lleva a una nostalgia que hasta ahora no conocíamos: la de echar de menos la bonhomía. «Magnificencia, miseria, belleza y carroña», es la enumeración que Dolores Payás indica, en el prólogo, como núcleo que condensa estos escritos. Payás hace una labor estupenda, añadiendo pequeñas introducciones a cada uno de los bloques en los que divide la edición, que son bloques temáticos: la descripción del país, la descripción de la pobreza, la justicia, la corrupción política, los paseos al inicio o al final del día, etc. En cada uno de ellos Dickens nos demuestra que observar es reflexionar, porque de todo lo que configura la realidad va prestando atención a las cosas que de verdad deberían importarnos, que son aquellas que nos hacen cuestionarnos nuestra humanidad, es decir, todo lo que se supone que nos sirve para hacernos mejores personas.
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Autor: Charles Dickens. Título: Pasiones públicas, emociones privadas. Traducción: Dolores Payás. Editorial: Gatopardo. Venta: Todos tus libros.
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