Una editora muy perspicaz me pidió que intentara narrar, durante un verano entero, historias de amor y pasiones ocultas de personas comunes y corrientes. Esto sucedió hace catorce años en el diario La Nación de Buenos Aires. Con mi libreta de apuntes y mi experiencia de reportero salí a la calle en busca de esos relatos que iban a ser ilustrados por Liniers y que intentarían capturar tramos secretos e intensos de la vida privada. El periodismo no tiene las herramientas para narrar los sentimientos, y salvo excepciones, tampoco el permiso para exhibir en carne y hueso —más allá de una visión panorámica y sociológica— lo que todos y cada uno ocultan. Muchos argentinos se mostraban deseosos por contarme sus peripecias, sus deleites y sufrimientos amorosos, y sus increíbles vueltas de tuerca. Pero a poco de conversar, me pedían que cambiara los nombres y las circunstancias, las profesiones y los lugares, y que desdibujara sus identidades mezclando su historia con otras, porque el temor a ser reconocidos era paralizante. Fue así que debí recurrir a la ficción para contar la verdad. Tuve que literaturizar las historias ciertas para poder relatarlas de un modo acabado. Utilicé deliberadamente el tono de comedia, porque no otra cosa es a veces el enamoramiento, si uno es capaz de verlo desde fuera. La serie se llamó “Corazones desatados” y se publicaba en la revista dominical, con un éxito estremecedor: llegaban 1500 cartas y correos por semana a mi despacho, donde a la vez yo escribía mis columnas políticas. Al final de esa experiencia, publiqué todo el material en un libro de Alfaguara, en el que se agregaron textos más largos como “El amor es muy puto”, “La teoría de los mamíferos” y “Un mal día lo tiene cualquiera”. A lo largo de los años, muchísimos lectores me han escrito sobre esta serie, que se transformó también en lectura nocturna por Radio Mitre. Llega por primera vez a Zenda Libros una comedia narrativa por capítulos, donde se prueba que el amor crece en las incertidumbres y que te puede dar muchas sorpresas.
***
Hacía rato que Helena García sorteaba la depresión del domingo por la tarde comprándose un libro usado en la feria artesanal de Plaza Italia. Tenía cincuenta y cuatro años y hacía tres que estaba sola. Los sábados salía con amigas y se acostaba al amanecer, y arrancaba después del mediodía caminando al sol por los bosques de Palermo, se detenía un buen rato en los puestos de Santa Fe y revisaba con deleite las ofertas. Era una lectora voraz y utilizaba el resto del día para liquidar una novela o un libro de cuentos. No se iba a dormir si no lo acababa. Normalmente, la maratón comenzaba en el café Martínez y seguía en el departamento de la calle Godoy Cruz. Trabajaba en una editorial y había ocasiones en las que, empecinada por terminar la lectura, se quedaba en vela toda la noche y llegaba somnolienta a la oficina. Es mi vacuna, decía como excusa. Se vacunaba contra la implacable soledad de los domingos, cuando los hombres y las mujeres impares son más solitarios y desdichados que nunca. Un helado domingo de junio Helena encontró, entre los polvorientos libros usados, una compilación algo silvestre de “los mejores cuentos” de Scott Fitzgerald, en una edición pirata que comentaba un antologista francés. Su articulación, decía el antologista, no era caprichosa: todos los relatos merodeaban romances contrariados o mal habidos. Helena se relamió por dentro, eligió una mesa sobre Uriarte y pidió una lágrima. Se enfrascó enseguida en las piruetas sentimentales que el autor le proponía y, cada vez más intrigada, en las anotaciones manuscritas que un anterior lector dejaba en los márgenes. Con evidente letra masculina, pero con delicados trazos, el anterior dueño de aquel libro había subrayado párrafos enteros, frases determinadas y algunas palabras significativas. En ocasiones, utilizaba corchetes y signos de admiración, y en otras, dibujaba un gancho interrogativo o escribía consideraciones al margen. Lo curioso es que, lejos de molestarle, a Helena comenzó a fascinarle esa relectura. No sólo porque se sentía usurpando un libro ajeno, haciendo de voyeur involuntaria de un lector desconocido y enigmático, sino porque los subrayados y las acotaciones eran de una inteligencia muy sutil. Promediando la compilación, la García pidió otra lágrima y se espantó al descubrir que leía impacientemente las páginas que no habían sido marcadas y que esperaba con ansiedad las que venían con las huellas de lectura de su anterior inquilino. Pasando la mitad, leyó en un margen una línea vertical en estilográfica que decía: El amor es muy puto. Helena García se quedó entonces muy quieta. Un parroquiano que la mirara en esos momentos de perplejidad podría suponer que aquella mujer que leía había recordado de pronto una puñalada de la vida. Estaba petrificada, con los ojos pardos en blanco, traslúcida y rubiona, atractiva con sus pechos importantes, con esas caderas rebeldes y con ese cuerpo sensual de ex regordeta puesta a trabajos forzados. El amor es muy puto, leyó una y otra vez, tratando de asimilar cada palabra y de comprenderla cabalmente. Claro, se dijo, muy puto. No le gustaban las malas palabras, pero tenía que admitir que no existía sinónimo en el castellano moderno para esa expresión soez. Podía decirse que el amor era resbaladizo, egoísta, maldito, cambiante, caprichoso y hasta perverso. Pero aun así nada describía tanto el hondo carácter del amor como la palabra “puto”, que no aludía a la prostitución ni a la homosexualidad sino al filo inestable de un sentimiento que no aceptaba reglas, chantajes ni definiciones. Tres veces más encontró esa frase a lo largo de los quince cuentos, y cuando cerró el libro ya era de noche y llovían piedras sobre la avenida Santa Fe. No podía recordar los argumentos ni los diálogos porque todo estaba teñido de aquella letra azul manuscrita, y de aquella sentencia repetida y temeraria. Caminó bajo la lluvia sin mojarse, se tomó dos whiskies con hielo y se quedó dormida al amanecer, presa de sus viejas escenas de metejones, desencantos y despedidas. Antes de desayunar avisó a la editorial que ese día llegaría tarde y esperó hasta las diez de la mañana, hasta que el puestero de la feria de Palermo abriera y comenzara a ordenar sus libros sobados a mitad de precio. Era un hombre de corta estatura y pequeña barbita, un Quijote diminuto con unos anteojos que podían pasar por quevedos. Buen día, ¿recuerda por casualidad quién le vendió este libro?, lo asaltó Helena. El puestero la miró con desconfianza, presumiendo quizás que venía con algún reclamo. Tomó el libro entre las manos, lo abrió en varias páginas y se acarició por un momento la barbita. Helena, para sacarlo de dudas, le dijo: Me interesan mucho sus anotaciones, quiero conocerlo. El pequeño Quijote alzó la vista y la miró mejor, como calibrándola. Después sonrió levemente, se encogió de hombros y le devolvió el libro de Scott Fitzgerald.
Pidió la ubicación, dio las gracias y se subió a un colectivo. Estaba excitada. No quedaban restos siquiera del insomnio. El amor es muy puto. Tenía que encontrar a ese tipo. Aunque más no fuera para tomar un café con él, y escuchar sus múltiples y coloridas experiencias. Ese hombre conocía más que nadie sobre el amor, y parecía conocerla en profundidad a ella misma. Era como si ese hombre sabio hubiera intuido su aguerrida historia, y como si entendiera las íntimas razones de su desdicha. Estoy loca, se dijo, y se echó a reír. Pero se bajó en Plaza Lavalle y fue directo a su objetivo. La esposa del Quijote diminuto era una gorda homérica, y Helena no pudo menos que imaginárselos en la cama. Al hacerlo escuchó un imaginario y escalofriante crujir de huesos.
—Mire, acá viene mucha gente, pero si mal no recuerdo esta antología me la trajo un cliente que tengo desde hace muchos años —dijo la gorda de corrido, mientras tomaba mate con tortas fritas—. Es un periodista gráfico y las editoriales le mandan todas las novedades. Él me las trae y canjeamos veinte por uno. Pero sabe elegir. Se lleva los clásicos. Y hacemos negocio. Como también anda canjeando por otros lados, resulta que a veces me trae libros usados como éste. Me lo trajo el mes pasado, entre bazofias de autoayuda y obras maestras de Bucay. Se había comprado los Cuentos completos de Scott Fitzgerald de Alfaguara y ya no necesitaba esta compilación. Se llevó una primera edición de Bioy y algo de Henry James. Ningún tonto.
—¿Cómo se llama, dónde trabaja?
—Se llama Fernández —dijo la gorda—. Y es un berreta. Escribe historias de amor.
Estuvo tres días trabajando y pensando en Fernández. Y hasta soñó que lo desnudaba en su dormitorio. Se lo imaginaba alto y sereno, un Clint Eastwood lleno de arrugas sensuales. Alguien que, como decía Hemingway, había vivido con los ojos, que había amado y sufrido, y que escribía sobre el drama de los hombres y las mujeres que luchaban contra el destino y la soledad. El miércoles entró en Google y en Yahoo y estuvo leyendo sus artículos, reportajes y relatos. El jueves consiguió su teléfono. Y el viernes juntó coraje y lo llamó a su directo. La atendió su secretaria, le dijo que estaba muy ocupado y le sugirió que le escribiera un e-mail. Se lo escribió el sábado y lo estuvo depurando toda la tarde. Por la noche salió con sus amigas y les contó que había dado con el hombre de su vida. Lo dijo en broma, y lo aclaró. Pero ellas le recordaron los gruesos tratados de Freud sobre el chiste. El domingo compró Cuentos de amor de Bioy, y estuvo leyendo y mirando el reloj, inquieta por volver a casa y revisar el correo. No tuvo ni noticias hasta el martes siguiente, cuando Fernández le devolvió el e-mail y le dio cita en el diario para esa misma tarde. Helena lo había capturado con el misterio de aquel libro. Ningún periodista, ningún escritor de raza resiste encontrarse con alguien que le escribe sobre su sapiencia de lector, lo azuza con el enigma de un libro viajero y le promete una historia de amor inolvidable. La señorita García salió más temprano de la editorial, se dio un baño de inmersión, se depiló, fue a la peluquería y se puso sus mejores trapos. A las dieciocho en punto lo esperaba en la planta baja. Fernández apareció en el pasillo y Helena sintió el pinchazo de la decepción. Fernández no era Clint Eastwood. No era alto pero tampoco era flaco, siendo casi calvo tenía unos pelos impúdicos y vergonzantes que pretendían algo más, vestía como un muchacho bien intencionado de la década del 80 y, aunque estaba en el top ten de los más guapos de la redacción, tenía menos sex appeal que Roger Moore después de Unicef. La saludó con simpatía y la invitó a tomar un café en el Plaza Roma. A pesar de la decepción, Helena se sintió a gusto cruzando a su lado la calle y sentándose frente a un capuchino. Fernández le hacía preguntas sobre quién era y a qué se dedicaba, y dónde había encontrado aquella botella lanzada al mar. Hablaron un rato de la feria de Palermo y de los tesoros de las librerías antiguas, y a Helena le pareció de repente que Fernández ganaba apostura cuando hablaba y la perdía cuando se quedaba callado. Si sigue hablando me lleva a la cama, se dijo, algo sofocada.
—Bueno, a ver, contame: ¿qué pasa con esto? —dijo de pronto Fernández palmeando el libro de tapas duras. Fue como si hubieran llegado a un rellano de la escalera.
—Lo leí con tus ojos —le respondió bajando la vista.
—El amor es muy puto —asintió Fernández. Parecía como si estuviera sonriendo.
—Tal cual.
—Me dedico a escuchar historias, a transfigurarlas y a escribirlas de nuevo —dijo Fernández de corrido, e hizo un silencio de parpadeos y uñas comidas. Luego se tiró hacia atrás y se cruzó de brazos. Le duraba la sonrisa en la mirada—. Dale. Te escucho.
Pedro no era agraciado ni brillante, pero noviaba con la chica más codiciada de Ramos Mejía. El abismo estético que los separaba era notable. Y en los bailes de Pinar de Rocha todos decían que representaban la perfecta ley del embudo: la mejor mina con el más boludo. Pedro había tenido que despellejarse los nudillos en varias ocasiones defendiéndose de las cargadas y de las patotas nocturnas. Y por las buenas, tampoco había podido evitar explicarles a sus amigos una y otra vez cómo era que un adefesio como él se había levantado a semejante hembra. Fue así como se le hizo carne a Pedro que por más que ella lo quisiera y todo eso, tarde o temprano la perdería. Su derrotismo fue minando la confianza de aquella pequeña beldad de barrio y al final se produjo lo tan temido, la profecía autocumplida: Pedro la descubrió con un pibe de Haedo y la ilusión del primer amor se cayó a pedazos. Tremendamente escaldado, Pedro se dijo que sus infortunios tenían que ver con el hecho de no haber sabido reconocer a tiempo su lugar y sus limitaciones. Sin confesárselo a sus amigos, sin siquiera admitírselo a sí mismo, Pedro buscó entonces una novia fea para que no lo abandonara. Para que él no tuviese que competir con cientos, para asegurarse de una vez y para siempre la paz y la fidelidad, para evitarse a cualquier costo el mayor de los dolores. El dolor que provoca la traición. La chica más fea del grupo se llamaba Helena García. Tampoco carecía de encantos: los ojos, las facciones y la pechera. Pero el conjunto resultaba muy pobre: estaba veinticinco kilos por encima de su peso, tenía pelo corto y pajoso, y vestía ropas sueltas, amorfas y anticuadas. Nadie se fijaba en ella hasta que Pedro se fijó. La transformó rápidamente en su mejor amiga y luego en su prometida oficial. Noviaron cuatro años y cuando Pedro consiguió una parte en una agencia de lotería, se casaron en Ramos, vacacionaron en Miramar y vivieron en Mataderos. Fueron felices, a pesar de que Pedro ponía toda su libido en el progreso. Y cuando progresaron Helena buscó un embarazo. La plata llegó pero la prole se resistía. Después de muchos esfuerzos, de tratamientos y consultas, Helena se encontró frente a una encrucijada: adoptaba un chico o terminaba la facultad. Se recibió de contadora pública nacional e ingresó en una multinacional a prueba.
—Entrar en el mundo laboral fue un hito en mi vida —dijo, sorbiendo la espuma del segundo capuchino que le servían en el Plaza Roma. Fernández la observaba atentamente—. Yo estaba recluida, dedicada día y noche a la casa, consagrada a mi marido, y cuando logré terminar mis estudios y conseguir un laburo, la cosa tomó un giro inesperado. Pedro nunca quiso que trabajara. Saboteó todo lo que pudo mi período de estudiante y se volvió completamente loco cuando me dieron el cargo.
No era para menos. Helena se encontró de repente con otro mundo. Un espacio donde hombres y mujeres mundanos vestían, actuaban, negociaban y se movían con otro estilo y con otras lógicas. Se sintió, de inmediato, anacrónica y burda, además de sentirse, como siempre, simplemente fea. Pero hizo amigas rápido, y lo primero que le sugirieron fue que cambiara de look, se arreglara el pelo y modernizara su vestuario. En pocos meses Helena parecía otra. Ahora era, al menos, una gordita elegante y afable. Y empezó a sentirse muy a gusto. Tanto que, con el tiempo, no pudo eludir a un nutricionista. Empezó una dieta y a caminar en jogging una hora y media todas las tardecitas. Atravesaba los barrios porteños emponchada, y volvía a casa sudorosa justo para la hora de la cena. Bajó así quince kilos bien bajados, cambiando completamente el metabolismo y consolidando con lentitud la tendencia. Se le hicieron un hábito adictivo las caminatas aeróbicas, y después la gimnasia localizada. Bajó diez kilos más antes de comunicarle a Pedro que había visitado a una cirujana plástica. La nariz distorsionaba seriamente su cara, y Helena se sentía cebada por la metamorfosis. Quería más y más, y no aceptaba negativas. Le modificaron la nariz y le inyectaron colágeno. Al final, tres años más tarde, Pedro estaba demudado y sus compañeros de oficina, decididamente calientes. No era que Helena se hubiese convertido en una diosa, pero su autoestima se había duplicado, los hombres le decían cosas por la calle y varios ejecutivos la acosaban. Fue un cambio sin prisa pero sin pausas y Pedro no acusó recibo hasta que el asunto se volvió irreversible. Entonces empezó a desesperarse y a boicotear el régimen y las ocurrencias gimnásticas y estéticas de su mujer. Había buscado una mujer fea para no ser abandonado, para vivir tranquilo, y ahora Helena García había decidido transformarse en lo contrario que prometía. Lleno de miedos y de celos, aterido por una inseguridad creciente, plagado de antiquísimos fantasmas, Pedro empezó a torturarse y a torturarla, a perseguirla y a espiar sus movimientos, a ponerle todo tipo de palos en la rueda y a presagiar de nuevo el apocalipsis. Aquella afable calma matrimonial, que tanto se parecía a la paz de los cementerios, había volado por los aires. Pedro sospechaba de todo y de todos, y razones no le faltaban. Hernán era una buena razón. Ejecutivo de cuenta, casado con una mujer agria y fría, bordeando la crisis de los cuarenta, se hizo compinche de Helena, y luego se tiró varios lances con ella. Hernán era buen mozo, pero cándido. Un chico bonachón, un antihéroe de escritorio que se ganó el corazón de García antes de que ella pudiese pensar en él como en un amante ardiente. La pasaban muy bien juntos y, espalda con espalda, daban guerra al trabajo y compartían gustos, confidencias y solidaridades. Una noche, después de una fiesta empresaria, algo pasado de copas y a punto de subirse a su auto, Hernán le dio un beso en la boca. Helena se quedó atónita, parada en la playa de estacionamiento del subsuelo, y él arrancó como si lo persiguiera la policía. En esos días, Helena se sentía halagada y confundida y por supuesto también agobiada por temores íntimos. Nunca había sentido esa electricidad ni ese deseo, ni siquiera cuando Pedro le metía mano en un cine de Ramos Mejía. A pesar de los empeños de su esposo, nunca se había sentido linda como ahora. Y esa sensación hacía toda la diferencia. De repente había cambiado su relación con el cuerpo y cuando alguien se siente atractivo termina convenciendo a los demás de que lo es. Hernán estaba convencido, la miraba como nadie: Helena García jamás había sido mirada de esa manera. Y eso le resultaba tan delicioso y gratificante que los cimientos de su propia conciencia comenzaban a trastabillar. Sin ceder a los esfuerzos de Hernán, pero sabiendo que si le daba una uña se tomaría el brazo, trató de bajar su propia fiebre y de evaluar lo más fríamente los pros y contras de probar suerte. Se dio cuenta de inmediato que deseaba probar, pero también de que si lo hacía el temblor sería tan grande que probablemente arrasaría con su matrimonio. Trató de negociar con sus deseos y se llenó de terrores para disuadirse, y luego comenzó a inventarse coartadas para rehuir el combate. La coartada definitiva fue la coartada del agradecimiento. Las mujeres somos agradecidas —les dijo a sus compañeras, que no podían creerlo—. ¿Qué gracia tiene que te quieran cuando sos linda? Cuando estás fuerte todos te buscan. Pero el verdadero amor se prueba cuando te eligen a pesar de que sos un escracho. Pedro lo hizo y eso tiene mucho valor. No puedo ser ciega ni desagradecida. Fue la sentencia de muerte para Hernán, con quien empezó a poner sutiles distancias. El antihéroe era hipersensible y se dio cuenta de todo sin que tuvieran que avisarle. Pidió un cambio de sección y al tiempo aceptó un puesto en una empresa aérea. Interiormente, Helena estaba apenada, pero sabía que era lo mejor para todos, ocultó el cadáver de Hernán en el baúl y le puso garra a la reconciliación con Pedro. El rey de las loterías también percibió que su esposa le daba una oportunidad, y desplegó todos sus encantos: ponderaba su ropa, organizaba salidas nocturnas, la llevaba en viajes relámpago a la Costa, la mantenía abrazada en las reuniones y le traía rosas y jazmines día por medio. Para su cumpleaños le hizo siete regalos, que le fueron llegando a lo largo del día en sobres, paquetes y encomiendas. El último regalo de la noche fue una gargantilla de oro y diamantes. Helena estaba conmovida pero incómoda. Nada de lo que Pedro hacía le movía un pelo. La emocionaba su esfuerzo titánico, pero se trataba de una emoción humanitaria que no reavivaba en su interior ningún fuego y que encima la hacía sentir culpable. Era como ver desde adentro a un pajarito confundido y desenfrenado golpear una y otra vez contra el vidrio de una ventana, tratando de entrar y destrozándose en cada intento. Ella hubiera querido abrir la ventana, pero sencillamente no podía. La ventana estaba cerrada. Y cuando en el amor una mujer cierra la ventana no hay fuerza humana que pueda abrirla. Hubo un año de amesetamiento en el que Pedro pasó de la reconquista directamente a la retención. Si no podía reconquistarla al menos la retendría para sí al calor de su protección paternal. Pedro se conformaba con poco: un gran compañerismo hasta el crepúsculo de la vida. Helena, un poco decepcionada de sí misma, flotó río abajo sin destino, acatando los deseos de su esposo resignado. Hasta que Guillermo, el nuevo gerente de ventas, la invitó a tomar una copa y la meseta se volvió una peligrosa pendiente. Helena cayó por ella hasta el fondo del barranco, y aprendió muchas cosas. Guillermo se estaba quedando pelado así que se afeitó la cabeza. Ahora era un pelado integral, perfumado y carismático, muy dueño de sí mismo y de su sonrisa, un hombre moderno que intimidaba a sus enemigos y hechizaba a sus subordinados. Valoró de inmediato el talento de la García y la ascendió para que trabajara directamente a sus órdenes. Guille la consideraba tanto que comenzó a consultarle todo, y ella a demostrar agudeza y sentido común. Tuvieron muchas batallas y muchos triunfos, y sobre todo demasiadas horas extras, agotadoras jornadas de trabajo nocturno donde aprendieron a conocerse a fondo. Guillermo era tan apasionado por su oficio que desplegaba una seducción animal. Para ciertas mujeres, un hombre que ama tanto lo que hace emite sin querer un erotismo demoledor. Como si dijera sin decir: Si puedo amar mi oficio de esta manera, imaginate lo que puedo amarte a vos. Helena, que era de esa clase de mujeres, hizo esa clase de cuentas. Hernán era un tierno, Guillermo un audaz, y cuando no hay ternura debe haber aventura: un sentimiento bajo y rebelde la empujaba a no dejar pasar este nuevo tren después de haber perdido el anterior. Luchó de nuevo con ese sentimiento, pero haciendo trampa, como quien ante un espectáculo morboso se tapa los ojos con las manos mientras espía la realidad por entre los dedos. Al final pasó lo que ella quería que pasara. El pelado la avanzó en un bar y terminaron en la cama de un hotel. Fue un sacudón en la conciencia: Helena no tenía idea de que podía disfrutar tanto de su propio cuerpo. Ni que un hombre podía estar cinco horas haciéndole el amor sin acabar, atento únicamente a que ella gozara, gozando con los orgasmos de ella y sin la mínima necesidad de acometer los suyos. Sólo cuando estaban por irse, cuando estaba seguro de no necesitar ningún vigor más, Guillermo eyaculaba y Helena lo sentía venir con una felicidad desconocida.
Se enamoraron. Qué otro remedio. Aunque cada uno a su manera. Ella lo hizo de un modo torrencial, sin economías; él, de una forma más prudente, como sopesando los miedos y las consecuencias. El caballero, en calzoncillos, era vulnerable como un ciervo. La dama, en ropa interior, era más decidida que un jabalí herido. Esos descalces se tradujeron, como casi siempre, en repliegue masculino e histeria femenina, pero el fenómeno no hizo más que unirlos, pegotearlos, involucrarlos en una escalada de callada pasión y de clandestinidad atrevida, en una ruleta rusa que jugaban por las calles como si quisieran desafiar al destino y ser finalmente descubiertos. No lo fueron porque Dios es grande y porque Guillermo separaba con esquizofrénica pulcritud la vida social de su vida íntima. En el plano social, el pelado incluía su propio matrimonio: lucía a su propia mujer en las innumerables reuniones que organizaba o asistía, y procuraba con tanta fiesta y tanto ruido, y tantas horas de trabajo y tantos compromisos y tantas relaciones, tapar el vacío, el tedio amargo de su convivencia. Al no haberse atrevido a romper ese vínculo enfermo, Guille agregaba distracciones a su coexistencia y construía, mientras tanto, mundos paralelos, habitaciones ocultas, pasadizos secretos donde amar y ser amado a los gritos. Helena habitaba ahora esos aposentos, pero se quedaba en ellos. Guillermo siempre apretaba un botón, la falsa pared se cerraba y él seguía con su vida oficial, mientras la amante encerrada se quedaba despierta, pidiendo con alaridos y golpes de puño que él volviera. ¿Cómo puede olvidarme tan rápidamente, cómo logra sacarme del medio después de lo que vivimos, cómo puede seguir con esa farsa como si nada, cómo puede dormir con esa muerta?, se preguntaba Helena García, al borde de la obsesión y también de la ira. Esa rabiosa obsesión la convirtió precisamente en insomne, y en distraída, y Pedro percibió que después de haberla recobrado estaba de nuevo a punto de perderla. Una tarde la llevó a navegar por el Tigre, a comprar canastos al mercado de frutos y a comer una parrillada junto al río, y cuando volvían, seis horas después, el rey de las loterías le preguntó por qué no había pronunciado una sola palabra en todo el paseo. Ella lo miró un instante y siguió mirando la nada, y Pedro asintió en silencio, y dijo con voz tenue: Vas a dejarme, ¿no? Hacelo rápido. Hacelo rápido, linda. Porque lento duele más. Helena le tocó la mejilla, y al llegar armó las valijas y los bolsos. El amor no es agradecido, el amor es muy puto. Recaló diez días en la casa de una compañera, pidió licencia sin goce de sueldo y luego alquiló dos ambientes en el barrio de Flores. En esos primeros diez días de su nueva vida, Guillermo se las arregló para no llamarla ni por telé- fono. Primero estaba enfermo, después de viaje y, al final, estaba desaparecido. Como gerente de ventas, el pelado resultaba valiente e incisivo y nadie hubiera creído ni por un momento que, en realidad, también fuese lo que era: un cobarde. Caída su armadura de gladiador profesional, y de regreso a casa, el terror de los competidores, el negociador omnipotente e implacable no resistía las órdenes ni los caprichos de su esposa. Dependía de ella hasta para las mínimas decisiones de la vida doméstica, y tenía un enganche psicológico que rayaba con la patología. Le había ido cediendo, a lo largo de dos décadas, el control total de la familia y del hogar y, salvo en la oficina, en todos los demás sitios de la vida se hacía lo que ella dictaminaba. Porque lo que ella dictaminaba era “por el bien de todos”. Ella encarnaba el bien y los buenos sentimientos, actuaba como una segunda madre y se desvivía por hacer su propia voluntad mientras le hacía creer que estaba haciendo la suya. Como la araña, la esposa había tejido durante años alrededor de Guillermo una tela sutil pero irrompible donde la mosca era alimentada para ser deglutida. Esa red invisible era vasta y confortable, el pelado podía ser rey mientras era prisionero, y entonces se dejaba reducir a servidumbre. Era un soberano cómodo y apoltronado, un ser incapaz de concebir una ruptura ni de nadar contra la corriente, alguien que se inventaba amores ocultos para reemplazar al amor impuesto. Casi dos semanas después de la separación de Pedro y Helena, el gerente de ventas tocó timbre, pidió perdón por el portero eléctrico, la abrazó en el palier, lloró en el umbral y dijo en la cocina, ya con los pantalones bajos: Me cagué en las patas, Helena. Perdoname, perdoname, por favor. Helena lo perdonó, pero no se hizo ilusiones: Guillermo no podría cortar nunca el cordón umbilical. Consciente de eso, fatalista como nunca y tratando de hacerse amiga de la soledad, la García empezó a sentir vértigo. Como si el ancla se hubiera zafado allá en el fondo y como si ahora ella estuviera a la deriva en una tempestad. Pensó sinceramente que se estaba volviendo loca. Empezó a sospechar que tenía cáncer, sida y diabetes, se persiguió con decenas de estudios médicos, adelgazó seis kilos más, desarrolló herpes y divertículos, estuvo deprimida y al final fue medicada. Tomaba una pastilla llamada Zoloft y practicaba tai chi. Pedro no la llamaba y Guillermo la eludía. Volvió despacio al trabajo, y le pidió al gerente que la cambiara de sección. Le dieron un lugar en compras, y en los meses que siguieron no hizo otra cosa que recuperarse. Guille le mandaba, de vez en cuando, clavelinas y cartas muy cariñosas, y caía imprevistamente en su casa para hacerle el amor a horas insólitas. Pero no hablaban en todo ese tiempo de sentimientos ni de porvenires: Helena presentía que si lo presionaba el ave se asustaría y volvería a levantar vuelo. Una Semana Santa, y casi por azar, el pelado logró desembarazarse de su familia y vivió cuatro días con Helena, jugando a la casita como marido y mujer. El domingo de resurrección, en la cama, apoyado en un codo y en un extraño arrebato, le dijo que la amaba, que ella le enseñaba a ser verdaderamente feliz y que quizás había llegado la hora de afrontar los hechos. Intentó afrontarlos. Helena le recomendó un psicólogo y se dedicó a asesorarlo en las sombras. Guillermo juntó coraje en octubre y le planteó a su mujer que las cosas entre ellos no andaban bien. La mujer llamó a Helena a su oficina y, sin mediar explicación ni presentaciones, le dijo que si no dejaba a su marido iba a matarla. Extrañamente esa amenaza de muerte la puso de muy buen humor. Es que durante todo aquel trayecto Helena se veía a sí misma como “la mujer invisible”. Tengo un problema existencial, Guille —le decía—. No existo. Después de haber sido todo para Pedro era casi nada para Guillermo. No la tocaba ni le hablaba en público, no le había contado ni la más mínima cosa de su romance secreto a sus familiares o amigos, y la tenía confinada al ostracismo de los amantes, que a veces es el lugar más solitario del planeta. La llamada fatal de la esposa abría la puerta y dejaba entrar un poco de luz. Ahora Helena García, enamorada de Guillermo, cobraba existencia, aunque más no fuera como blanco seguro de una potencial asesina. El pelado se agarró también de esa amenaza inaudita para extremar los argumentos: Tenemos que tomar distancia, aunque sea por un tiempo —le dijo a su mujer—. Vamos a terminar odiándonos y yo no quiero odiarte. No le resultó, por supuesto, tan sencillo. Las conversaciones dolorosas duraron dos meses más, y la araña hacía retroceder y confundir muchas veces a la mosca. Pero para Navidad el asunto estaba prácticamente saldado: Guillermo se mudó con su hermano y en febrero se fue de vacaciones con Helena a Puerto Madryn. La García se sentía reconfortada, aunque una superstición personal le indicaba que no debía cantar victoria. Que a una buena seguiría una mala, y que la araña no se entregaría. Y efectivamente no se entregó: siguió arreglándose para tenderle trampas a su ex marido y para mantenerlo unido al cordón umbilical, que muchas veces se estira pero no se corta. Helena se sentía insegura frente a las conspiraciones permanentes de la ex esposa, y ya no le causaban tanta gracia aquellos mensajes sucesivos donde le narraba con lujo escatológico cómo y dónde le clavaría veinte puñaladas. Guillermo se sobrepuso a la culpa y a las dificultades operativas y psicológicas de esa nueva orfandad, y a los pocos meses tuvo la necesidad de ratificar el camino: inició los trámites de divorcio y le pidió a Helena que alquilaran juntos en Palermo una casa chorizo. Alquilaron después de una larga búsqueda y vivieron dos o tres años de dicha en común; personas nuevas con una nueva utopía y una nueva oportunidad. La García no podía creerlo, miraba en retrospectiva el largo sendero que había entre Ramos Mejía y las luces del centro, y entre aquella feúcha que planchaba en Pinar de Rocha y esta mujer desenvuelta que había conquistado al hombre inconquistable.
—Yo no podía creérmela —repetía Helena jugando con la azucarera. Fernández jugaba con una cucharita, mientras las calles oscurecían y se despoblaban—. De chica había sido el patito feo, la chaperona de mis amigas, la confidente, a lo sumo la simpática. Mientras ellas vivían una vida plena, llena de misterio y de seducción, yo me quedaba atrás leyendo a Jane Austen. Era una chica fantasiosa y romántica, pero me consideraba un aparato y me agredía comiendo y tirándome la moral al piso. Te imaginás: me agarré de Pedro como de un fierro caliente. ¿Cómo no enamorarse de alguien capaz de enamorarse de un esperpento? Yo en aquella época pensaba: Nadie se da cuenta de que por dentro soy una persona bella, pero alguien vendrá alguna vez, me mirará bien y me descubrirá, y entonces la vida va a brillarnos a los dos, para siempre. Te aseguro que Pedro me parecía ese príncipe azul. Y lo fue, lo fue. Fue el príncipe hasta que la rana se transformó en princesa. Entonces todo se cayó a pedazos. Me avivé de que yo era condescendiente con él y conmigo, y que ahora era otra, que quería subir otro escalón y entregarme a otro hombre. Con el amor pasa como con el río del tiempo de Heráclito. Nunca somos la misma persona que entra al agua, y nunca es el mismo río. Dos personas firman hasta que la muerte los separe, pero eso no es muy sensato, ¿no? El tiempo nos cambia, las aguas bajan turbias, y el orden de los factores altera el producto. A ya no es A, ni B es B. ¿Me entendés?
—Manipulás con gran impunidad las fábulas y las matemáticas —se rió Fernández—. Pero sí, creo entender.
—¡Son licencias literarias! —se escandalizó ella poniéndose toda colorada. Era como si él la hubiese pescado en un pecado de ignorancia—. Perdoname, me olvido con quién estoy hablando.
—Olvidate. Estás hablando con un boludo.
—¿Te interesa todo esto o te parece un plomo? Decime la verdad.
—Me interesa —dijo Fernández, mirando su reloj—. Y tengo tiempo. Pidamos un whisky. Helena García se levantó para ir al baño del subsuelo. Se miró en el espejo y descubrió que había estado lagrimeando. Buscó el delineador, el rimel y la sombra, y estuvo trabajando un rato para recuperar cierto estado de decencia civil. Al regresar a la mesa se encontró con el whisky cargado de hielo. Fernández cerró su celular y le propuso un brindis. Brindaron por las cursilerías de la vida real. Ella se mojó los labios, suspiró ruidosamente y dijo: —Hablando de cursilerías, ahí van dos o tres que a Fitzgerald y a Bioy les pondrían los pelos de punta. —A ver. —Yo no estaba enamorada de Guillermo sino de la idea de amar sin frenos a un igual. Y no estaba enamorada de un hombre en particular sino de estar enamorada. ¿Qué hay más glorioso que estar enamorada? —Los que se enamoran del amor son proclives a la entrega absoluta y por lo tanto a la decepción —le previno Fernández, como si supiera. —Claro, nunca la realidad resulta tan extraordinaria como la imaginamos, y la pasión sin límites termina por asustar siempre al otro, ¿no? —Le pasaba a Borges, que se entregaba tanto. —Estar contigo o no estar contigo es la medida de mi tiempo.
—El Amenazado —asintió Fernández con una sonrisa melancólica—. Me duele una mujer en todo el cuerpo.
—Las mujeres lo hacían sufrir.
—Tremendamente. Y Bioy le recomendaba que no se entregara tanto y que tuviera amantes. Decía que las amantes ayudan a equilibrar las cosas, quitan la obsesión por una sola y las mujeres se sienten así menos seguras, por lo tanto más interesadas.
—Me suena a darse un martillazo en un dedo para que no te duela tanto la muela.
—¿Qué pasó con Guillermo?
—Sufrí lo indecible por tenerlo. Te lo aseguro. Y porque me sacara del placard. Y cuando por fin pudimos irnos a vivir juntos, sentí que la vida era benigna conmigo y que todo lo que había padecido de chica y de grande estaba de alguna manera justificado: era un camino de espinas que yo había tenido que andar para aprender. Y había aprendido.
—¿Qué pasó con la esposa de Guillermo?
—Primero lo amenazó con un suicidio y después con un juicio. En el medio le quería seguir manejando la vida, le solucionaba problemas, le pagaba cuentas y le hacía trámites que nadie le pedía, le armaba encerronas donde se quedaban solos, lo trataba de seducir, le trabajaba la culpa, le provocaba lástima, le manipulaba a las hijas. De todo. Yo tenía los nervios crispados. Pensaba para mí misma: Guille no va a resistir, se va a entregar, un día va a dejar de pelear y yo me voy a quedar sola, reducida a lo que siempre fui, una gorda fea. Pero de repente la bruja frenó en seco y la guerra terminó. Fue cuando la bruja se puso de novia con un banquero. El banquero se la cogió bien cogida, y se la llevó a veranear a Villa La Angostura. Ahí recién se consumó la separación. Ahí todo bien, todo sonrisas y qué sé yo. Hasta pasamos año nuevo todos juntos, como una gran familia.
Helena cayó muy bien entre la multitud de amigos que el pelado cultivaba. En ese nutrido pelotón la ex esposa de Guille siempre había sido resistida. La García era más bien solitaria y tuvo que hacer ciertos esfuerzos para socializarse, pero el encanto de ser vista y de poder mostrar abiertamente el amor que durante tanto tiempo habían escondido convirtió su vida en una larga sucesión de asados. Guillermo parecía contento, pero Helena sentía una pequeña molestia. Al año se dio cuenta de que el peligro y el deslumbramiento del amor prohibido actuaban como acicates del deseo, y que sin esos ingredientes la pareja era ahora más tranquila pero también más opaca. Inevitablemente, todas las noches terminaban hablando de trabajo y de los jefes, compañeros, clientes y proveedores que compartían. De modo que, más por cambiar de aire que por convicción, Helena aceptó un puesto en una editorial y tomó un poco de distancia. Eran igualmente felices pero la convivencia los estaba percudiendo. Helena se encontró un día con Pedro en la calle y fue a tomar algo al Café de la Victoria. Pedro había encanecido bastante pero seguía teniendo los ojos jóvenes. Le contó, con aire tranquilo, que el negocio marchaba muy bien y que pensaba abrir otra agencia en Belgrano. También que se había reencontrado con los muchachos de Haedo, y que iba a bailar a un “local de jovatos” donde todavía pasaban canciones de Gloria Gaynor. Se estuvieron riendo un poco con esos anacronismos de época y recordaron minuto a minuto aquel remoto baile de 1978 cuando un flaco de la barra había dado la nota: tenías tres novias y tuvo esa noche la mala suerte de que se encontraran en el mismo boliche y a la misma hora. Hubo insultos, forcejeos, puñetazos, tarascones, tirada de mechas y rodadas patéticas. Pedro y el flaco se habían alejado por esas cosas de la vida y ahora se estaban frecuentando de nuevo. El flaco no se había casado, tenía siempre tres o cuatro amantes rotativas, y sólo había estado cerca del altar en los noventa con una chica amorosa. Amorosa y todo no soportó las infidelidades y lo dejó de repente, y él se puso una Bersa en la boca y apretó el gatillo. El tiro del final le falló, se tomó una ginebra y después kilos de prozac, y estuvo varios años tratando en terapia el pánico al abandono. Ese pánico, heredado de su madre abandónica, había producido un mecanismo de defensa: Cuando tenés muchas no te importa que te deje una —decía el flaco—. Nunca pongas todos los huevos en la misma canasta. Pedro le contó a Helena que esa anécdota los había acercado, y ella sintió un puntazo en el alma. Su ex marido no había dejado de amarla, y lo que era mucho peor: nunca volvería a enamorarse de nadie. Trabajar separados, en barrios lejanos y empresas diferentes, distanció mucho a Helena García y su carismático concubino. Lejos de calentar la relación la fue entibiando, pero lo hizo lenta y progresivamente, mes a mes y año a año, sin que ella pudiera capitalizar la felicidad de vivir juntos después de tanto anhelo. Como si faltara siempre una zanahoria para seguir tirando, como si Guillermo fuera un externauta que no pudiera conectarse con sus sentimientos profundos y sólo viviera en los contornos sociales con cierta inimputabilidad y cierta lejanía. Helena no podía entender qué le pasaba, y mirándolo en detalle creyó percibir que ocultaba algo. Al principio era nada más que una sospecha. Y la señorita García se planteó seriamente si esa sospecha no era producto de haber vivido tanto tiempo en el otro lado del espejo. Cuando un amante presencia la actuación mentirosa que adopta su pareja clandestina para encubrir el asunto ante su mujer o marido, y ante terceros, luego inevitablemente piensa que alguna vez le harán probar de su propia medicina. ¿Cómo confiar plenamente en un hombre a quien se ha visto tantas veces mentir sin que se le moviera un músculo? ¿Quién me dice que ahora no me estará mintiendo a mí? Los desganos de la relación, el misterio de aquel pelado esquivo y esa visión pesimista de quien ha perdido la confianza fueron corrompiendo la paz de Helena. Cada día que pasaba la señorita García se iba encontrando con indicios de infidelidades, pero eran tan sutiles que no resistían la luz del día, no tenían el menor sustento cuando ella los ponía a consideración de sus amigos. Estaba paranoica y tenía que parar con tanto espionaje y tanta obsesión. La actitud de Helena era típica: olía sus ropas, revisaba sus bolsillos, husmeaba su agenda, lo controlaba por teléfono todo el día, llamaba a restaurantes para confirmar una comida de negocios, y le tendía trampas: le decía que se iba hasta la noche y volvía de improviso; o se escapaba de la oficina para un almuerzo sorpresivo con Guillermo, que se las veía en figurillas para dejar los compromisos y cumplir con ella. Una ansiedad creciente, un deseo horrible y autodestructivo la empujaba a buscar con avidez las pruebas de un adulterio y Guillermo se dio cuenta de que se trataba de una persecución. Al principio intentó hacer buena letra, pero cuanto mejor la hacía más era hostigado. Se vio entonces empujado, por oposición, a buscar mayor autonomía, y ella a torturarlo con su morbosa presión. En su loca carrera, Helena pasó por los usos y costumbres del celoso patológico: le reprochaba todo, lo interrogaba, le hacía escenas ridículas, atacaba a sus amigas, subestimaba su inteligencia y sobreinterpretaba sus deseos. Un mediodía lo siguió en su auto a toda velocidad por la Panamericana y se llevó puesto a un motoquero. Guillermo no percibió lo que había ocurrido y se enteró recién por la noche, cuando la policía le avisó que su mujer estaba prestando declaración en una seccional de Acassuso. El motoquero se recuperó bastante bien del desvanecimiento, pero Helena estuvo varios días muda y con ataques de llanto. —A veces hay que darse un palo para entender —dijo la García revolviendo sonoramente los últimos hielos. Fernández se había tomado todo su whisky y tenía los ojos brillosos, como si estuviera a punto de llorar o de dormirse. Se notaba que a ella todavía le dolía en la garganta toda aquella decepción—. Ahora mismo, mientras te lo cuento, pienso que tuve toda la culpa. Que produje todas las calamidades que me arrasaron. Que algunos no estamos preparados para triunfar. Que nos da miedo alcanzar la zanahoria y que por eso nos la arreglamos para destruir lo que construimos. Me sentía una gordita fláccida y espantosa que se había ganado la quiniela, y que se creía culpable de haberse quedado con un premio que no le correspondía.
—Vos también tenías pánico al abandono.
—Efectivamente.
—¿Qué hiciste después de ese palo?
—Me convencí de que no podía estar todo el día pensando en Guille.
—No podías poner todos los huevos en la misma canasta.
—Iba contra mi naturaleza —dijo encogiéndose de hombros—. Y luché mucho contra esa idea.
—¿Pero?
—Pero apareció Hernán.
Coincidieron de casualidad en una fiesta de comunión y se quedaron hablando solos hasta las cuatro de la mañana, sin decirse una indecencia ni tocarse un pelo. Guillermo dormía como si no fuera a despertar nunca cuando ella entró en puntas de pie a la casa chorizo de Palermo y se acomodó cuidadosamente entre las sábanas. Se quedó así cinco o seis minutos y después volvió a levantarse. Caminó hasta el living y marcó un número en el teléfono. Dijo en voz muy baja: Quiero coger con vos, Hernán. ¿Qué tengo que hacer? Hernán se quedó helado. Después lanzó una carcajada y le dijo: Venir esta noche a las diez. Y no traer nada. No va a haber tiempo ni para cenar. Hernán tenía razón: tomaron por asalto su departamento de soltero y rompieron el somier. El antihéroe se acababa de divorciar de aquella mujer fría y agria, y llevaba dos años de soltería rampante. No se dieron tregua durante toda una semana. Pedían permisos especiales para salir del trabajo antes y hacían el amor hasta el anochecer. El viernes, al desperdirse, mientras Helena se secaba frente al espejo del baño, le dijo lo que pensaba: Somos amigos con derecho a roce. Nada más. Hernán parpadeó tratando de entender qué era exactamente lo que se le estaba ordenando, luego sonrió con fatigada alegría y asintió con la cabeza. No se habían dicho te quiero, te necesito, ni siquiera se habían dicho te deseo. Era un acuerdo de mutua conveniencia. Se encontrarían para amarse físicamente, se tratarían con el cariño de siempre, pero ninguno de los dos abrigaría la más mínima esperanza de nada. Helena estaba contenta, era como si la locura de todos aquellos meses de celos y enfermedad se hubieran de pronto aventado. La polémica teoría de Bioy, que en ese momento ella desconocía, se verificaba en los hechos. El vicio de posesión que había desarrollado por Guillermo y la baja autoestima que le corroía el corazón quedaron relativizados de repente: un nuevo actor había entrado en el escenario, y a veces hay que pegarse un martillazo en un dedo para que no duela tanto una muela. Los amigos se abocaron entonces a rozarse con frenética insistencia, y lograron durante semanas que el roce no encendiera más que los cuerpos. ¿Pero quién dijo que los seres humanos no somos únicamente eso: cuerpos elementales recubiertos por teorías y razones acomodadas? ¿Quién dijo que cuando jugamos con el cuerpo no estamos, en realidad, jugando con el alma? Después de hacer tanto el amor comenzaron a compartir pensamientos en voz alta y largos suspiros, y a crear una cierta adicción física y psicológica. No hablaban jamás de los sentimientos, pero ese silencio resultaba ruidoso. Había, cómo no, sentimientos y cables cruzados, y los dos hacían esfuerzos callados para no pisar el terreno del amor, ese arenal movedizo en el que estaban metidos hasta la cintura. Pero Helena conocía la sensación. La conocía perfectamente. Hernán estaba haciendo con ella lo que Guillermo había hecho alguna vez: conquistarla sin treguas, de manera hipnótica y absorbente, produciéndole sueños con los ojos abiertos y peligrosas fantasías de futuro que apartaba como si fueran jejenes. El alivio de ser otra una vez más, de haber recuperado la cabeza y el dominio sobre sí misma, de no estar ya pendiente de las llegadas tardes y de las sospechas de infidelidad del pelado, la gratitud por haber dejado en el pasado a aquella mujer odiosa, se confundían ahora con esta marea tibia y romántica que su amante le proporcionaba. Un domingo la señorita García rompió el acuerdo tácito, salió a comprar facturas y llamó desde la calle a su antihéroe. Tuvo la mala idea de decirle “te extraño”. Hablaron un ratito y cortaron, pero casi enseguida Hernán llamó para pedirle que al día siguiente desayunaran antes de entrar al trabajo. Helena tomó aquel apuro como impaciencia sexual y eligió ropa íntima color bordó. Esa misma mañana había hecho el amor con Guillermo, que seguía siendo un maestro en la materia, pero ella no había podido evitar pensar en Hernán mientras le aguantaba las embestidas. Hernán la estaba esperando tempranísimo en el Café de la Victoria. Ella llegó sonriente; él permanecía serio e incómodo. Helena preguntó qué pasaba. Fueron rápido al punto. Pasaba que Hernán se daba cuenta de que ya no eran amigos con derecho a roce y que Helena claramente se estaba enamorando. Y no podés enamorarte de mí, ¿sabés? —le explicó—. No podés enamorarte porque yo no estoy preparado. Me separé porque me enganché con otra mujer. Fue un amor brutal, y aunque luego no se consumó, la verdad es que no me puedo desenganchar. Helena, no podemos seguir por este camino porque yo no puedo corresponderte, y porque no quiero romperte el corazón. La García reaccionó con violencia. Quién se creía él. Estaban cogiendo y nada más. Era amistad con derecho a roce, por favor. Helena no se hacía ninguna ilusión, Hernán estaba muy equivocado, y si él tenía el corazón ocupado ella también lo tenía. Y nadie entraba en ese corazón. Esto es cama y nada más, pura diversión, le dijo. Y el antihéroe se vio en la necesidad de alzarse de hombros, y ella de cambiar de tema. ¿Estás bien?, le preguntó luego, algo mosqueado. Perfectamente, le respondió ella: se le hacía tarde. Se despidieron en la vereda y Helena García caminó hasta la editorial, pero pasó de largo y para cuando se dio cuenta estaba en el Parque Lezama, sentada en un banquito, cagada por las palomas. No devolvió los llamados de Hernán hasta dos días más tarde y cuando lo hizo fue para decirle que podían seguir siendo amigos, pero que nunca más podrían tener roces. Hernán le respondió que se alegraba de esa decisión, y que le iba a costar mucho ser su amigo después de haberle tocado las tetas, pero que podía intentarlo. Lo intentaron: almorzaron un par de veces y cruzaron e-mails, pero cada vez con más pereza y vacío. Tres meses después Helena García descubrió que el pelado le metía los cuernos con la moza de un bar. Hay algo reparador, una cierta tristeza amigable cada vez que la realidad le da la razón a un paranoico. Helena se sentía reivindicada: eso y las enredadas escaramuzas en las que había perdido a Hernán, amortiguaron bastante el dolor. El que a hierro mata a hierro muere, se dijo. Últimamente se habían mezclado mucho los piolines y ella se había visto muy tironeada en una madeja que nadie había tejido, pero esta bomba oxigenaba el ambiente y ponía a las blancas con las blancas y a las negras con las negras. Helena ya no tenía esposo, novio ni amante. Los había perdido a los tres. Ya no era la prisionera adorada de Pedro, ni la celosa psicótica de Guillermo, ni la amiga sexual de Hernán. Ahora era la viuda de todos ellos, una mujer sola. Sucedió cuando ya no vigilaba. Una noche se fue a acostar temprano con un diario arrugado que el pelado había traído de la calle, y se puso a leer el suplemento de espectáculos mientras Guille veía televisión. En los bordes internos de la cartelera cinematográfica había una pregunta escrita con birome: ¿El jueves a las seis? Y un redondel alrededor de un cine de Mendoza y Obligado. Podía tratarse de uno de esos periódicos sobados que la gente deja al final de la jornada sobre la mesa de los bares, y de hecho lo era, pero Helena anotó mentalmente la cita, y ese día y a esa hora justa se sentó en el café de la esquina a mirar el paisaje. No tardaron demasiado. La rubiecita y el pelado se saludaron con un beso eléctrico y entraron en la sala. Helena pidió dos copas de anís, luego preguntó por el horario de salida, contrató un remise con vidrios polarizados y esperó a que salieran. Salieron de noche y no se avivaron que alguien los seguía. No fue una persecución de película. Apenas veinte cuadras por Cabildo hasta un barcito donde él se sentó junto a la ventana, y ella saludó con un beso al viejo de la caja del mostrador. Era una rubiecita bien proporcionada, desapareció un momento en el privado y cuando volvió llevaba falda corta y delantal. Guillermo leía un diario usado mientras ella atendía a los clientes. De tanto en tanto, los amantes secretos se cruzaban miradas de deseo y mohínes. Cuando el pelado volvió a casa, Helena le tiró una silla por la cabeza. Se pelearon a los gritos, con portazos y vajilla rota, y Guillermo le dijo que hacía rato no andaban bien y que la “rubiecita” no era una aventura. Helena se quedó pasmada un minuto entero, y luego se echó a reír. Se reía a carcajadas, mientras se agarraba la panza y tosía. Guille hizo las valijas durante ocho horas de discusión, donde hubo recriminaciones, amnistías, histerias, euforias, besos, revelaciones escandalosas, venganzas, amagues de sexo, rechazos, bofetones, whiskies, argumentos, mentiras, recuerdos, caricias y puteadas. Se fue de casa al amanecer. La García había imaginado tanto tiempo aquella probable escena que la vivió como una obra repetida y triunfal. Pero cuando le bajó la calentura, cuando los efectos del alcohol se desvanecieron, Helena se agarró de una almohada y estuvo llorando tres días. Durante un tiempo indefinido esperó el arrepentimiento del pelado, pero nunca se produjo, y los amigos de ambos no hicieron más que traerle malas nuevas. A Guille lo veían bien y decidido, y les parecía que en cualquier momento iba a presentarles a la noviecita. Como ese rapto de pasión juvenil de Guillermo les parecía producto del viejazo o la andropausia, los amigos se propusieron remar una reconciliación con Helena. Todo lo que lograron fue una serie de vergonzosos estropicios: llevaban y traían falsos deseos, organizaban reuniones donde dejarlos solos, trataban de persuadirlos con largas diatribas y probaban con los celos, la lástima y hasta el miedo. Zafarranchos que no conducían, obviamente, más que al oprobio y la enemistad. Para huir de todos, para huir básicamente de sí misma, Helena García dejó la casa chorizo, alquiló un departamento en la calle Godoy Cruz, sacó todos sus ahorros y emprendió un viaje por el norte que terminó en Machu Picchu. Hizo el camino del Inca y al llegar a las grandes ruinas acusó un golpe místico, luego estuvo sola varios días en Aguas Calientes, pensando y pensando, y regresó resignada y bastante compuesta.
—Sí, fue una montaña rusa —dijo Helena al ver que Fernández se había tirado hacia atrás, se había sostenido la nuca con las dos manos y resoplaba con gesto atosigado—. Pero una montaña rusa en cámara lenta. Todo esto no pasó en un instante. Pasó en quince o dieciséis años, desde los veinte hasta los treinta y cinco. La verdad es que cuando lo cuento todo junto parece que yo soy una loca inestable, y que no había nada que me viniera bien. Pero no es así. Y no soy una chica muy extravagante: mis amigas tienen un currículum amoroso tan o más intenso. Algunas incluso se casaron varias veces en la misma cantidad de tiempo.
—No te excuses, por favor —dijo Fernández volviendo a poner los codos en la mesa—. ¿Fue Wilde quien dijo que los dioses maldecían a los hombres cumpliéndoles los deseos?
—A los hombres y principalmente a las mujeres —se rió ella, y se acomodó el pelo detrás de las orejas, como preparándose para un discurso—. Aquella vez en Perú estuve en los festejos de la Pachamama. Había un campesino, completamente borracho, que se servía una y otra vez cerveza. Pero borracho y todo, lo primero que hacía era arrojar el primer vaso a la tierra. Tributaba al dios que le daba frutos y prosperidad. Estoy convencida de que es un deseo atávico: todos debemos tributar por nuestra buena fortuna. Cuando te va bien tenés que pagar de alguna manera, y a veces pensando en los tétricos futuros que te esperan. Es un mecanismo que te va limando la cabeza, y entonces resulta que al final vos misma creás esos futuros.
Fernández la miraba con desconfianza.
—Vinieron años de terapia —adivinó.
—Décadas —dijo ella desviando la vista—. Décadas de terapia para tratar de entender quién era yo y por qué me pasaba todo esto. —No querías ver a un hombre ni pintado. —Los mantenía lejos, hablaba mal de ellos, salía con amigas, veíamos strippers.
—¿Cuántos años de abstinencia?
—Uf, como cinco —sonrió—. Abstinencia y diván, y mucho laburo y lectura. No quería más quilombos.
—¿No lo viste nunca más a Guillermo?
—Nos cruzamos una noche en un restaurante. Estaba más gordo, y andaba del brazo con otra mina. Al día siguiente me llamó y nos encontramos a tomar una cerveza.
—¿Fueron a la cama?
—Una vez, pero sin consecuencias.
—¿Y Hernán?
—Callate que una vez cayó por casa a las tres de la madrugada y a los gritos —dijo, divertida. Buscó en su cartera unos chicles Beldent de menta. Ofreció—. Yo estaba con un novio nuevo, que ahora te voy a contar, y de repente se aparece Hernán borracho y me grita desde la calle que le abriera, que me seguía queriendo y no sé cuántas boludeces más. —No le abriste. —Nooooo. Fernández extendió los brazos y ladeó la cabeza como si no le creyera. Helena asintió:
—Al tiempo hubo algo. ¿Querés que te lo cuente ahora? Porque antes estuve enamorada de otro. —Contame ahora. —Bueno, mirá —dijo, envalentonada. Luego trató de recular—. No sé, es algo anecdótico. —¿Eso quiere decir que te avergüenza? —¡Sí, es bastante vergonzoso! —se rió como si fuera a hacerse pis. —Entonces no vas a tener más alternativa que contarme. La García respiró hondo, no había dejado de reír con los ojos. —Una noche de hace dos años dormí con Pedro.
—Ajá.
—No sólo dormí —rectificó con cautela—. Me quedé todo un fin de semana con Pedro, charlando de Ramos Mejía y de nuestra adolescencia. Me agradó mucho. Mucho, mucho. No era amor, eh. No vayas a confundirte. Era placer, nostalgia, mimos. Lo repetí cada tanto, siempre dejando en claro que no era almuerzo sino copetín. Nada más que copetín. Nos juntábamos en su casa y nos sacábamos la ropa, y después escuchábamos discos y veíamos fotos.
—No veo nada de vergonzoso.
—Pará y vas a ver —dijo, frenándolo con las manos. Luego entrelazó los dedos sobre la mesa y tragó saliva—. Era verano, y mis amigas no estaban, y yo andaba de acá para allá, un poco caprichosa y aburrida. Y entonces le toqué el timbre a Hernán.
—No me sorprende. ¿Te seguía queriendo?
—No sé, estuvo bueno —se le endulzaba ahora la mirada—. Con Hernán también teníamos afinidades y recuerdos, ¿sabés?
—Si me decís que hiciste lo mismo con Guillermo me levanto y me voy.—Fernández largó una carcajada. Los mozos comenzaron a levantar las sillas y a barrer el piso.
—Ay, hice lo mismo —le confirmó mordiéndose teatralmente los dedos—. Durante varios meses los veía alternativamente a los tres. ¿Estoy loca?
—Por completo.
—Me encamaba con ellos, pero lo que más me gustaba era hablar de aquellos mundos en los que yo había vivido.
—Mundos perdidos. ¿Tratás de excusarte?
—Todo eso fue a la salida del momento más triste que viví. —Había vuelto a ponerse sombría. Una grave arruga le quebraba la frente—. Estuve tres semanas internada en un neurosiquiátrico. No te estoy jodiendo.
Fernández recibió en su frente la misma arruga de preocupación. Se acarició la barba del mentón y esperó a que la mujer se explayara. Esa notable picaresca de dormir con sus ex amantes y de tratar en vano de recrear las distintas Helenas que había sido con ellos no tenía más espesor que el espesor del tiempo. Pero la historia de Juan no era leve ni pícara. Era una historia densa. La García lo conoció en la editorial. Era cobrador y estaba a su cargo. Un muchacho diez años más joven y veinte kilos más delgado, que tenía una introspección casi patológica destinada a hacerlo irrelevante e invisible, pero que lograba llamar la atención de las mujeres gracias a su lejano parecido con el primer Gregory Peck. Helena lo adoptó como si fuera un perro desvalido y lo ayudó a capacitarse. Tardó todo un año en sentir otra cosa que no fuera un afecto doméstico. A Juan no lo registraba el radar, pero Helena se encontró teniendo sentimientos perturbadores cuando la invitó a bailar en una fiesta de fin de año. Bailaron toda la noche. Primero salsa y merengue, luego canciones de Donald y Francis Smith, y al final boleros de Manzanero y Chico Novarro. Helena bailaba sin respiro, primero divertida, luego entusiasmada, y al final inquieta. Juan era callado pero tremendamente sexy. Tenía un cuerpo fibroso y lo movía como si supiera. Se fue a acostar sola, recriminándose las fantasías que le despertaba, y en los días siguientes recibió todo tipo de bromas: la leyenda interna decía que habían pasado una noche lujuriosa en un hotel de Puerto Madero. Se instaló con la fuerza de una presunta verdad y Helena no se ocupó en desmentir los hechos porque no tenía compromisos y porque le encantaba esa posibilidad aunque fuera una hermosa mentira. Lo único que le molestaba era que el cuento le llegara a Juan y que se sintiera incómodo. Un viernes, antes de dejar la oficina, el cobrador le envió un mail desde su escritorio. Conocía una milonga. Le preguntaba tímidamente si a ella le interesaría bailar tango. No llegaron a la milonga, Helena se le tiró encima en el interior del auto, le arrancó la corbata y le quitó la camisa, le abrió el cierre del pantalón y tuvo sexo con el cobrador en un estacionamiento cercano a la Plaza Dorrego. Luego de tanta abstinencia y soledad, de tanta amiga y tanto discurso feminista, la García se abrazó al más callado de todos y tuvo con él una larga relación de casas separadas y orgasmos conjuntos. Helena tenía devoción por aquel Gregory Peck del subdesarrollo, y una vez que lo agarró del cuello no lo dejó escapar. Juan no expresaba fríos ni calores, pero estaba siempre dispuesto para lo que la señora mandase. Y la señora mandaba amorrrrrrrrrr. Amor con subrayados. Amor y gloria después de tanta sed y tanta amargura. Como ella ejercía el poder, pasó lo habitual: le ordenó la vida, le redecoró la casa, le cambió la ropa y le explicó los deseos. Juan, que era introvertido más por mudez simple que por introspección analítica, aceptó todo, incluso que ella le explicara lo que él sentía y lo que tenía que hacer. Era muy simple lo que tenía que hacer. Después de dos años de romance volcánico, él tenía que mudarse con ella y dejarse adorar como si fuera un dios. No parecía una tarea demasiado pesada por lo que Juan, en oficio mudo, dio su aceptación y comenzaron los preparativos. Helena estaba, una vez más, enamoradísima de aquel chico, y no le importaban ni la diferencia de edad ni los comentarios adversos de sus amigas. Juan no discutía nunca nada. No tenía la estructura psicológica de quien puede hilvanar una argumentación y sostenerla. Era más bien un animalito sensible que esquivaba las balas y jamás las devolvía. Un osito cariñoso y tácito. Helena le hizo abandonar el departamento que alquilaba e instalarse en su casa de Godoy Cruz, y antes de comenzar una vida en común pagó por adelantado un crucero por el Caribe. Fue una luna de miel perfecta: se filmaron desnudos en una playa desierta, riéndose en la cubierta del barco y montados en una moto de agua. Al volver a casa, listos para afrontar una experiencia conjunta, preparados para vivir como marido y mujer aunque sin papeles, Juan salió a caminar un rato solo por Palermo. Helena se preocupó muchísimo cuando, diez horas más tarde, no volvía ni contestaba los llamados al celular. Empezó a llamar a compañeros, amigos y parientes, y después a los hospitales y a las comisarías. Le avisaron de madrugada que Juan se había suicidado arrojándose al paso del tren del Mitre. El maquinista no tenía dudas: vio de lejos que el muchacho se sentaba en las vías como si fuera un Buda y empezó a tocarle bocina. Le gritó desesperadamente que se corriera y trató de frenar a tiempo, pero todo fue en balde. Pasaba seguido, no le sorprendía nada. En un bolsillo del pantalón Juan llevaba una foto de Helena con dos palabras en el dorso: Perdón y Gracias. No había tenido argumentos para oponerse a lo que Helena García le planteaba. Estaba atrapado y no podía contradecirla.
—Me internaron con un ataque de locura —dijo Helena, y Fernández volvió a tomarse la cabeza, pero esta vez como si quisiera taparse de paso los oídos para no escuchar la realidad. Cuando abrió de nuevo los ojos vio a Helena atenta y lúcida—. Voy a ahorrarme toda aquella época, si no tenés problemas.
—No tengo —dijo Fernández como si boqueara—. Sí, por favor, ahorremos aquella época.
—El amor es muy puto. ¿Entendés ahora?
Fernández se pasó una mano por la cara, se quedó negando algo con la cabeza y luego pegó lentamente su chicle en el cenicero. No quería ni podía decir una palabra. Estuvieron en silencio casi diez minutos. Los mozos del Plaza Roma los veían tan dolidos que no se atrevían a interrumpirles el sufrimiento, pero la verdad es que ya estaban vestidos de civil, esperando que los últimos dos clientes se levantaran y salieran y que ellos pudiesen por fin apagar las luces del bar y marcharse de una buena vez a casa.
—¿Vamos? —propuso Fernández. Salieron a la vereda, hacía frío y estaba oscuro. Pero Fernández la miró de otra manera, bajo el resplandor de la luna. Pensó en la culpa, en el miedo y en la desdicha, y en cómo había sobrevivido a los traspiés y a las caídas. Ella le devolvía la mirada con las manos en los bolsillos del abrigo, sin saber cómo seguía este asunto. Fernández no pudo más:
—El libro de Scott Fitzgerald era mío, pero yo no escribí esas anotaciones. La García tuvo un estremecimiento y se dobló, como si un martillo gigante le hubiera empujado el pecho.
—¿Cómo? ¿Qué me estás diciendo?
El periodista la agarró del brazo y la obligó a cruzar la calle y a atravesar la plaza. Había piqueteros rezagados y mendigos, y algunos enamorados franeleando en los bancos. Los pasos hacían ruido sobre el pedregullo de ladrillo. Fernández le soltó el brazo y le dijo la verdad entera: —Yo también lo compré en una librería de usados. En Talcahuano y Corrientes. No tengo idea de quién es ese hombre sabio que vos buscás, Helena. Pero te prometo una cosa. Te prometo que vamos a encontrarlo.
A veces los periodistas se sienten unos miserables, y a veces directamente lo son. Personas capaces de hacer chistes negros en medio de una catástrofe, tipos propensos a reírse de una desgracia y saborearla por sus carnosas aristas narrativas, sujetos dados al vampirismo de historias luctuosas, orejas inocentes que traicionan para contar secretos: hasta los mejores y más honestos periodistas se sienten a veces unos miserables. Otros periodistas sin escrúpulos directamente lo son. Pero a Fernández, que tenía tantos defectos, curiosamente no le cabía ese último sayo. Lo que a Fernández lo mortificaba era el síndrome Capote, esperar lo trágico o lo frívolo para después narrarlo con pelos y señales, a traición plena, sin piedad. Como esos corresponsales de guerra para los que un conflicto armado siempre es una buena noticia, porque les permite correr la tremenda aventura de contarlo por dentro y de aspirar a la fama, a un aumento salarial o a un premio que les haga más fácil la subsistencia. Fernández sentía que se había aprovechado de Helena García, le había tirado de la lengua pensando que su derrotero servía para un relato, se había regocijado internamente pensando cómo escribiría todos esos reveses y penas, y ahora estaba en falta con ella, le debía mucho. Ayudarla a ubicar a ese agudo lector de Scott Fitzgerald, para empezar, y tratar de hacerle más fácil el camino. Lo primero que hizo fue regresar a Talcahuano y Corrientes, interrogar a los libreros y ofrecerles una recompensa monetaria a cambio de un dato fidedigno. Imaginó, en esos momentos, que podía escribir una nouvelle con las vicisitudes de Helena García, y que también podía relatar pormenorizadamente esa búsqueda por las librerías porteñas. Una investigación hilvanada al estilo Ross MacDonald, un thriller cultural con enigmas y vueltas de tuerca, y libreros que no eran lo que parecían. La realidad fue menos glamorosa. Un librero le dijo que si estaba dispuesto a gastar no se privara: que imprimiera cuatrocientos volantes, los pegara en todas las librerías y grandes cadenas, y ofreciera mil pesos por una pista. Un domingo Helena vio tres volantes pegados en los puestos de la feria artesanal de Palermo: se sintió tan conmovida que llamó a Fernández para invitarlo a cenar. Cenaron juntos dos o tres veces, y él tuvo que controlarse con el vino porque la conversación era por momentos tan íntima que Helena podía hacerle cometer un error. Ella lo envolvía y de un modo sutil lo buscaba, y él se hacía el distraído. La verdad es que le parecía atractiva, y que saber con detalle toda su experiencia lo erotizaba: los distintos hombres de Helena habían formado capas geológicas sobre su personalidad, y eso subjetivamente la embellecía. Para sacarla de tema, Fernández le hablaba de autores argentinos y le sembraba intrigas sobre aquel desconocido que había leído a Fitzgerald: ¿cómo sería, cuántos amores habría vivido para entender tan bien el carácter taimado del amor? —Cuanto más pienso en ese lector más creo que es un hombre de unos sesenta años —dijo Helena—. Es cierto el lugar común de que ya no hay hombres. Los hombres de cuarenta o están casados o quieren chicas más jóvenes. Sólo se interesan por nosotras los de sesenta para arriba, y ahora con el viagra la combinación no es tan disparatada.
Fuera del suicidio de Juan, que era un hecho extraordinario, nada original había en los sucesos amorosos de Helena. Como tantas otras mujeres había vivido y sufrido, había amado y había sido abandonada, había experimentado la ilusión de la felicidad y había probado la precariedad de los sentimientos y los tirabuzones del destino. A Fernández, sin embargo, no le interesaban los amores exóticos. Creía que en los amores de las personas comunes se escondía el ADN del género humano. Pero ya empezaba a hartarse de esas columnas dominicales y sabía de sobra que el diario no tardaría mucho en darse cuenta. ¿Se atreverían a publicar un cuento largo llamado “El amor es muy puto”? Lo dudaba. Se cuida mucho el buen gusto en las publicaciones profesionales. Fernández tendría que escribir la historia de Helena García para sí mismo, o para el trasnochado anhelo de su editor. Pero a esa altura ya estaba comprometido. En la literatura, como en el amor, hay calenturas, enamoramientos, enfriamientos y desilusiones. Para Fernández el periodismo era una esposa pasional, pero la literatura era una amante inevitable. La novela de Helena lo tenía agarrado de las pelotas. Hubo varias falsas alarmas a lo largo de dos meses de búsqueda. Personajes insólitos se presentaban diciendo que el libro les había pertenecido, pero lo cierto es que ninguno podía pasar una pericia caligráfica. No daban la talla y algunos no habían leído siquiera los relatos del gran cuentista. Otros directamente no pasaban una pericia siquiátrica: un ex rabino le confió a Fernández que era la reencarnación misma de Scott Fitzgerald. Y una anciana distinguida pero venida a menos adujo ser la anterior propietaria del libro. Cuando se la confrontó con la caligrafía masculina dijo, sin parpadear, que ese inconfundible rasgo de género se debía a que ella de joven había sido lesbiana. Luego se había “curado”. Cuando al cabo de sesenta días todo indicaba que jamás lograría ubicar a aquel maldito lector, un librero de Barrio Norte le avisó que tenía un candidato muy firme. Fernández hizo algunas averiguaciones y el caso le pareció lo bastante sólido como para convocar a Helena. Se citaron con el candidato en el café Havanna que abrieron sobre la Plaza San Martín. Para ser el hombre de tus sueños está bastante destruido, le dijo Fernández por lo bajo a Helena mientras avanzaban entre las mesas. Era, en efecto, un anciano bien vestido pero mal conservado. Se apellidaba Navia y había sido actor. Ahora vivía de la caridad ajena en la Casa del Teatro, y escribía monólogos que nadie quería representar. Helena lo observaba con entusiasmo y con devoción. Fernández extrajo el libro mágico y lo colocó sobre la mesa. Navia tardó en agarrarlo, perdido en relatos de su vida de trashumante. Los viejos tienen la necesidad de hablar. Porque los viejos siempre están solos. Fernández dejó que se fuera por las ramas un buen rato y la espera tuvo sus frutos. En un momento dado, cuando pedían la segunda ronda de cafés, Navia recogió el libro, lo sopesó sonriendo, le pasó una mano cariñosa por la portada, lo dio vuelta para leer la contratapa, lo abrió en la primera página, le siguió detalladamente las anotaciones manuscritas, jugó con las hojas, lo cerró después de una buena inspección y lo devolvió a la mesa. Su leve sonrisa no se había alterado. Tomó un sorbito de café humeante y le dio dos golpecitos al libro:
—Sí, es el mío —dijo—. Pero yo no escribí esas cosas.
Se tapó la boca con el pocillo, tomándose hasta el fondo el café, y dejó por unos segundos a sus interlocutores con el aliento cortado. Después bajó el pocillo y se limpió cuidadosamente la boca. Levantó la vista cansada y dijo sin hacerse esperar:
—Me lo regaló mi hermano hace mucho tiempo. Mi hermano es menor que yo y vive en Mar del Plata. Se llama Francisco, va por los sesenta, y tiene la mala costumbre de garabatear pensamientos en los libros que lee. Puedo darles su dirección: es en el bosque Peralta Ramos. Pero antes me tienen que contar por qué tantas molestias.
Se lo contaron. Navia se reía de todo, le parecía una buena obra de teatro. Estuvieron dos horas sondeándolo: Fernández estaba seguro de que no era un charlatán ni un estafador, pero quedó completamente convencido cuando Helena le preguntó si sabía a cuántas mujeres había amado Francisco.
—A una sola —respondió Navia—. Mi hermano no se casó nunca. Y se enamoró una sola vez en toda la vida. No hace falta amar a muchas para saber del amor, ¿no es cierto?
Trató Fernández de hacer un cheque a su nombre pero Navia insistió en que lo hiciera a cuenta de la Casa del Teatro. Luego les dio la dirección de Francisco y las buenas tardes. Se puso un sombrero de fieltro verde oscuro y salió a la calle con lentitud, apoyado en un bastón con cabeza de galgo. Se quedaron atontados, jugando con la servilleta donde habían apuntado la dirección de Francisco Navia, el irredento lector de Francis Scott Fitzgerald, el hombre que sabía más que nadie sobre el tema que interesaba a todos.
—¿Si me prestan un auto me acompañás? —quiso saber Helena. Salieron un sábado tempranísimo a bordo de un Fiat. Era un día ventoso y no había nadie en la ruta 2. Helena puso discos de Bill Evans y Keith Jarrett, y sobre el piano perpetuo superpuso durante todo el trayecto su propia voz entusiasmada que contaba libros y tramas y personajes ficticios que la habían subyugado. Mar del Plata recién se desperezaba cuando la cruzaron como un relámpago de norte a sur. Pasaron el faro y doblaron en una calle de asfalto hasta una tranquera abierta, entraron en el bosque y anduvieron a los tumbos por esas calles de tierra poceada hasta un camino transversal que terminaba en una vieja cabaña de piedra. Helena apagó el motor y tocó bocina. Había una camioneta estacionada bajo un alero, el viento movía los eucaliptos como si fueran plumas, y se oían chirridos de pájaros y zumbidos lejanos de una sierra eléctrica. ¿Será acá, che?, dudó ella, y miró de nuevo la dirección en su agenda. Fernández bajó y caminó hasta la entrada haciendo sonar las palmas. Es acá, dictaminó. Las ventanas estaban cerradas pero en el porche había una reproducción en madera de la fragata Uruguay. El trabajo, se veía, estaba a medio terminar, pero Navia les había dicho que su hermano había sido marino mercante y que tenía afición por la madera y por construir y vender réplicas en miniatura de grandes barcos, que varios artesanos ofrecían luego en el puerto por chirolas. ¡Fernández!, le gritó Helena. Se había apeado y señalaba un sendero por el que bajaba un hombre alto y delgado, con una barba blanca. Un John Houston en carpinteros y suéter, con un hacha al hombro y un galgo con correa y bozal. Fernández podía sentir, desde donde estaba, los latidos de emoción de Helena García y los gruñidos del perro. No estuvo tranquilo hasta que Francisco Navia sonrió. Cuando lo hizo se dio cuenta de que los esperaba y que tenía la misma buena leche que su hermano.
—Me avisaron de Buenos Aires —dijo dejando el hacha y estirando la mano—. Soy Francisco, encantado.
Fernández le estrechó la mano, Helena se acercó y le dio un beso en la mejilla. Fue un gesto natural y al viejo marino no le provocó sorpresa. Pasen, pasen, invitó con voz afable. Ató al galgo a una estaca y abrió el mosquitero y la puerta. La sala era grande y estaba tapizada con barcos antiguos, lupas, pinceles y herramientas. También con tres o cuatro óleos sobre los bautismos de fuego de Guillermo Brown y sobre las maniobras de Trafalgar. En esta casa y a esta hora, solamente se toma mate, dijo en broma. Se lo aceptaron gustosos y se sentaron en un sofá junto a la chimenea. Helena se vio obligada a contar una vez más dónde había comprado el libro y qué había sentido al leer las anotaciones. Navia la escuchaba como relamiéndose. Trajo mate y termo al living, se sentó en un sillón y empezó la ronda. Era un amargo hecho con delicadeza, y Fernández sintió que el agua caliente le acomodaba el cuerpo. Cuando Helena empezó a relatar el asunto de la recompensa y de los volantes, Francisco Navia miró a Fernández y la interrumpió: Si necesita mi verdadero nombre para esa novela, la entrevista terminó acá nomás, ¿de acuerdo? Su tono no era autoritario sino firme. Fernández percibió que no se trataba de un hombre bueno. Se trataba, como pedía Nietzsche, de un hombre justo. Le dio su palabra de honor. Pero, ¿cuánto vale la palabra de un periodista ambicioso? Cuando Helena reinició su soliloquio Fernández los observó a los dos con distancia y espíritu crítico. No hacían mala pareja. Navia, al revés que su hermano, parecía más joven de lo que realmente era. Tenía la piel curtida por el sol marino y huesos enormes, pero seguía siendo un niño lungo, un amante de la naturaleza, un ermitaño que no podía vivir sin el oxígeno de los mundos abiertos y silvestres. Helena, junto a ese espécimen, era distinta. Tenía la dignidad de los que se han caído y levantado más de una vez, pero también una notoria ansiedad por saber todo acerca de Francisco y por ver si existía una conexión posible entre dos personas tan opuestas. A lo largo de la mañana, ella pasó de la verborragia al silencio respetuoso, pasando por derretimientos varios: cruzaba y descruzaba las piernas, se comía las uñas, seguía con delectación las palabras de Francisco y miraba una y otra vez a Fernández para verificar el impacto que le producían. Lo más extraordinario era que Navia, el marino, no había navegado los siete mares por una mujer, ni tenía una novia en cada país, ni podía relatar un romance imposible. Su vida estaba llena de ausencias, de océanos y de prostitutas. Sólo tenía para contar un amor único y monogámico: su mejor amiga de la infancia, una chica llamada Elsa que había crecido con él y que había sido su novia intocada en la adolescencia. Luego Francisco se embarcó largo tiempo, dio la vuelta al mundo, y ella se casó con un empresario marplatense. Durante años Navia se lamentó de aquella decisión, pero no fue capaz de torcerla. Tampoco fue capaz de volver a enamorarse de otra mujer: todas le parecían un fiasco al lado del recuerdo mítico de su primer amor. El empresario le hizo a Elsa cuatro hijos, pero nunca la dejó salir de casa. El empresario era igual a su padre y representaba todo lo que una mujer como ella debía desear. Sostuvo todo lo que pudo la creencia de que lo amaba, y cuando no pudo más se dijo que ya era tarde para cambiar. Se sentía una inservible con cama adentro, atada a las supersticiones, caprichos y economías de su marido, rodeada de una familia carcelaria, reducida a la ineptitud de quien nunca ha tenido que caminar sola ni valerse por sí misma. Elsa parecía una cataléptica de historieta: estaba consciente y supuestamente muerta, pero no podía mover un dedo ni evitar que le cerraran el cajón y la bajaran a tierra. En esa claustrofobia amorosa la reencontró Francisco Navia, y vivieron una pasión oculta y prolongada. El marino quería que ella abandonara a su marido y se fuera a vivir con él, pero Elsa tenía pánico y siempre postergaba la decisión final. Navia hizo con ella una tarea fina: cuando alguien está verdaderamente enamorado es impaciente o tiene todas las paciencias. Navia la ató a su cinto, para darle apoyo y coraje, y la llevó a remolque, lentamente, año tras año, hasta que Elsa fue convenciéndose de que debía separarse y de que podía recuperar su vida y aprender a ser independiente de los deseos ajenos. Fue una larga terapia llena de lágrimas y retrocesos, pero al final cumplió su cometido. Elsa terminó con la esclavitud y Francisco siguió dándole asistencia personalizada, respaldo operativo y anímico, contención amorosa en medio de ese abismo que se abre cuando las viejas certezas desaparecen y uno queda pedaleando en el aire. Parecía, a esa altura, una fábula rosa. Y Fernández temió que, como en los melodramas, todo se fuera a la banquina por una enfermedad mortal de último momento. Pero no fue así. Elsa se dedicó a madurar y a levantar su propio negocio de pulóveres, y Francisco a esperar que ella se divorciara y se casara con él. Navia se imaginaba siempre una fiesta en alta mar, algo idílico para suturar tantas heridas de tantos años. Elsa efectivamente se divorció, pero rehusó volver al matrimonio. Se rehusó durante mucho tiempo, hasta que Francisco Navia entendió que no se casaría nunca y que incluso, ahora que era otra, podía enamorarse de otro.
—Así pasó —dijo Navia sorbiendo el último mate de la mañana. No le temblaba la voz ni le llovían los ojos. Lo decía con la seca serenidad de alguien que comprende el poder destructivo del océano y ya no le guarda rencor—. Elsa murió hace dos años. Estaba casada en segundas nupcias con un crupier. Murió de la manera más tonta: un pibe chorro entró de noche en su negocio de la calle Alem y le metió un tiro en la barriga.
Helena estaba horrorizada y aturdida; derramó lamentos sin que Navia se los respondiera. En un recreo de sentidos pésames, volvió del silencio con un pensamiento en voz alta:
—¿Cómo puede ser que, después de tanta lucha y tanta solidaridad entre dos, Elsa no haya querido construir algo con usted? La verdad es que no me entra en la cabeza. Navia se acarició la barba y achicó los ojos, como si estuviera a punto de revelar quién era el asesino. Amplió una sonrisa que ni él mismo se creía y bajó las piernas de la mesita ratona. Levantó la bandeja con el termo y el mate, y dijo:
—Hay hombres-puente y hombres-puerto, señorita.
Luego caminó hasta la mesada de la cocina, dejó todo y se acodó como si fuera un barman:
—Los hombres-puente sirven para que las mujeres pasen de una orilla a la otra. No quiere decir que ellas se separen necesariamente para construir algo con ese tercero en discordia que le pone alfombra roja y le alumbra el camino. No. Ellas lo hacen porque tienen que hacerlo, porque la relación matrimonial se ha muerto, y porque toca romper o resignarse y morir. Es muy feo resignarse. A veces, el hombre-puente se confunde y cree que es más importante de lo que es. A veces, también, el hombre-puente se transforma en hombre-puerto, en la dársena adonde la mujer va a parar para reiniciar una segunda vida. Deja de ser una muleta para ser una pierna. Yo era un puente, pero creía que era un puerto. Me equivoqué fiero.
No parecía resentido, ni siquiera apenado. Las lágrimas también se acaban. Las personas no tienen una cantidad ilimitada de lágrimas. Cuando las producen todas, siguen llorando sin lágrimas, sin contracciones y sin gemidos. Van por la vida llorando, sólo que nadie lo nota. Almorzaron en un restaurante del Alfar, y dejaron a Fernández en una posada de Cabo Corrientes. Los vio marcharse de paseo en la camioneta del marino. Se hizo a la idea de que dormirían juntos. Fernández dejó el bolso en el piso y se tiró un rato a pensar. Más tarde se levantó y anduvo caminando descalzo por las playas. El mar estaba plateado y era ensordecedor. Compró en la peatonal los Cuentos completos de Henry James y estuvo leyendo hasta que se hizo de noche. Se quedó dormido pensando en Elsa y en Francisco Navia, y soñó con gaviotas, fragatas y naufragios. Cuando desayunaba leyendo La Capital, en el barcito con vista a la calle, vio que Helena García estacionaba el Fiat y entraba con aire resuelto a la posada. ¿Volvemos?, le dijo no bien lo encontró en el lobby. Volvamos, dijo Fernández alzándose de hombros. La vuelta fue rápida y únicamente musical. Helena no tenía ganas de hablar, y entonces Evans y Jarrett inundaban todo con sus pianos sugerentes.
—No funcionó —dijo Helena a la altura de Las Armas—. A veces pasa. A veces no funciona.
Fernández se mantuvo en silencio durante diez kilómetros más, esperando que ella volviera a abrir las compuertas. El viento se había ido, y quedaba un sol rajante que los enceguecía.
—¿Y por qué no podés enamorarte de mí, Fernández? —preguntó ella sin apartar la vista de la ruta. El periodista pensó un rato la respuesta.
—Porque el amor es muy puto —dijo al fin.
Hicieron el amor en un hotel de Dolores, llegaron por la noche a Buenos Aires y no se vieron nunca más.
Excelso Jorge Fernández Díaz!!!!
Qué rica lectura!! Fernández Díaz logra sacarme de mi lectura obligada (derecho, debido a mi profesión), logrando que mi sábado termine de la mejor manera!!! Nos vemos el lunes en #PensandoloBien
El amor es una ilógica, no obedece a razonamientos sosegados. Cuando el desenfreno, la obseción, los impulsos y, por qué no, hasta el sinsentido se llevan las victorias, eso es el amor. Este llega, sin avisar, primero disfrazado de pasión y se metamorfosea más tarde en esa cosa sin definición que es el amor.
Solos en la madrugada…
He tardado más de una hora en leerlo, y he repetido. me veo en dos historias, y siempre en el mismo lado. Soy como la García, no soy puerto, y nunca lo seré. Gracias por hacermelo ver claro.