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El amor es una payasada

«Nos asamos vivos en el fondo de este agujero como en un horno de cal»
Arthur Rimbaud

Cuando Henry Miller vivía en un sótano de Brooklyn junto a June Mansfield, su segunda esposa, la mujer que le trepanó las arterias, y Jean Kronski (que nunca sabremos si en realidad se llamó así o Mara o Martha Andrews, o Thelma, como la nombró el propio Miller), amante de June, reptó las simas del dolor atravesando su propia temporada en el infierno. Jean era una mujer compleja, seductora y dominante, sumisa cuando así se requería, sibilina y reptante que estaba obsesionada con Rimbaud. Con su obra y su persona. Miller, obvio, odiaba, sin siquiera haberlo leído, al poeta de Charleville.

Aquel destructivo triángulo amoroso lo desmenuzó impúdicamente en La crucifixión rosada, trilogía literaria en la que quien se decida internar quedará, por siempre, atrapado. Tiempo después, ya en París, Miller conoció a Anaïs Nin, conoció el verdadero amor, decidió que sólo había llegado a este mundo para escribir y atravesó su período de iluminaciones. No lo narra en la citada trilogía, ni en sus brutales trópicos, pero fue en París donde, gracias a Anaïs, dejó de lado los prejuicios y decidió leer a Rimbaud. El flechazo fue instantáneo. Y de una intensidad a prueba de salario medio. Años después, publicó El tiempo de los asesinos, que supuso el análisis más vigorosamente certero alrededor del poeta adolescente.

"Arthur Rimbaud cambió para siempre el rumbo de la poesía con tan sólo 17 años de edad. A los 18 dio por concluida su tarea lírica"

Arthur Rimbaud cambió para siempre el rumbo de la poesía con tan sólo 17 años de edad. A los 18 dio por concluida su tarea lírica y emprendió una serie de periplos vitales en las antípodas, aparentemente, del sentir poético, llegando a traficar con armas y esclavos (algunos dicen) en Abisinia, preocupado únicamente por acumular el capital suficiente para asegurarle el futuro inminente. En El tiempo de los asesinos, Miller utilizó la figura, obra y vida de Rimbaud para exhibir su propio periplo vital, estableciendo un paralelismo atípico entre su persona y la de aquel jovenzuelo rebelde e inadaptado. Miller se enamoró de Rimbaud: se dejó alienar por él para mejor reencarnar en su verdadero yo.

En su libro alrededor de Rimbaud, destaca el frenesí que exacerbaba a este cada vez que exhibía sus vísceras ante los demás para ser tildado de payaso. El propio Miller finaliza uno de los volúmenes de La crucifixión rosada ladrando como un perro a los pies de su amada, en un acto más propio de una carpa circense que de un sótano neoyorquino anclado a lo cotidiano.

Y es que el poeta será payaso o no será. Sus versos serán payasada o ni siquiera serán versos, ni prosa, ni letra que sangre al escuchar afilarse la cuchilla o relamerse al caníbal. El poeta se desmiembra. Se cisura las vértebras y la base occipital con el único ánimo de seguir soñándose enmienda al juicio domado de la historia. Historia o histeria, lo mismo da cuando sólo el poeta sabe deambular un cable que parte a partes iguales eso que llamamos vida y que sin su finiquito no puede ser comprendida. El poeta quiere llegar pronto, le va la vida en ello, sabe amar y sabe que el tiempo pasa. Lo que a él le ocurre debe apurarlo porque escucha en sueños recurrentes cómo se afila la guadaña. El poeta necesita, urgentemente, amar.

"Amar como verbo contaminado cuando es deseo de posesión o necesidad de arraigo, como verbo diseñado a medida del paso indolente del tiempo"

Amar, ese verbo tan llevado y traído y casi siempre vilipendiado. Amar en presente de indicativo al que se añade otra persona como quien a los fogones del domingo otro caldo. Amar como verbo contaminado cuando es deseo de posesión o necesidad de arraigo, como verbo diseñado a medida del paso indolente del tiempo, como ascua aún resplandeciente en la hoguera de lo cotidiano. Que amar es o debiera ser otra cosa. Algo así como asumir la alienación, para nada marxista, que te provoca alguien ajeno para descubrirte a ti mismo y comprender que tu nariz está tiznada de rojo payaso.

Arthur Rimbaud fue el primer poeta payaso. Aún nos regocijamos con sus salidas de tono, sus huidas de verso y su intromisión en el verbo cuando se comprende carne cruda que otros deben masticar. Tras Rimbaud, quizás ningún literato haya sido tan payaso como Henry Miller, tachado de pornógrafo por las huestes ciegas del exabrupto, las mismas que poco interés tienen en leer antes de opinar. Que todos y todas aprendimos a leer, parece, pero qué poca gana a día de hoy de rebanarse las pupilas y el cerebelo con todo aquello que es tildado, de antemano, de ofensivo. Pero resulta que Miller fue, ante todo, un incisivo explorador de las relaciones humanas que, frente al conformismo, opuso a mandíbula batiente y con falanges descarnadas la libertad. Como Rimbaud, que lejos de conformarse con haber dinamitado para siempre el concepto de poesía, con tan sólo 17 años, prefirió no recluirse en su celda de versos y dedicó el resto de su vida a incinerar sus instintos más primordiales en el altar de lo vacuo. Ambos fueron tildados de vulgares.

"Henry Miller llegó a París en 1930, huyendo de unos Estados Unidos grotescos y del asfalto acribillado por los tacones de la mujer a la que hubiese gozado lamiendo cada centímetro de piel y de zapatos"

Federico Fellini, ese poeta del cine enamorado de los bufones, declaró que «la vulgaridad es una liberación, una victoria sobre el miedo al mal gusto». El mismo Fellini que obtuvo la Palma de Oro, en Cannes, en 1960, con La Dolce Vita, gracias al empeño que en ello pusieron dos miembros del jurado: Georges Simenon y Henry Miller. Entre payasos anda el juego.

Miller dejó escrito que «el payaso es un poeta en acción», que «es la historia lo que está representando», y que «siempre se trata de la misma sempiterna historia: adoración, oblación, crucifixión». Amor, ya lo advertimos.

Los payasos, en el circo, podríamos decir cada vez que deambulamos los pasillos del suburbano o nos desorientamos en los luminescentes senderos anémicos del aeropuerto como quien repta el intestino grueso de la urbe o lo global asequible de los cielos, por ejemplo. Los payasos, en el circo. Y hoy, que no hay más circo que esta sociedad del espectáculo que tan confortablemente habitamos desde que nos lo advirtiese Guy Debord, más nos valdría levantar una carpa bajo la que cometan tropelías un tropel de payasos que regalen al público lágrimas de jolgorio como versos recién incendiados.

En 1948, un intrépido editor suizo, Louis Grosclaude, se embarcó en la tenaz empresa de realizar la más exquisita edición de Las Iluminaciones de Rimbaud. Para acompañar debidamente las fulgurantes visiones líricas del poeta payaso, propuso al pintor Fernand Léger que la ilustrase. Este realizó quince litografías con las que alcanzó un nuevo cénit en su producción artística y, para que aquella edición fuese verdaderamente irrepetible, encargó un prefacio a otro literato payaso, el norteamericano Henry Miller. «Tenemos fe en el veneno. Sabemos dar nuestra vida entera todos los días. He aquí el tiempo de los asesinos». De poetas que han pasado a la acción transformándose en payasos hablan estos párrafos que forman parte de Las Iluminaciones. Voici le temps des Assasines (no podía ser de otra forma) fue el título que dio Miller a su prefacio.

"Tan fascinado estaba Léger con la prosa de Miller que, poco tiempo después, cuando decidió expresar en nuevos lienzos su pasión por el circo, le propuso a este ilustrar sus trazos con un nuevo texto"

Henry Miller llegó a París en 1930, huyendo de unos Estados Unidos grotescos y del asfalto acribillado por los tacones de la mujer a la que hubiese gozado lamiendo cada centímetro de piel y de zapatos. Huyó a París eviscerado por la crueldad de un amor que le deseaba moribundo, soñando que allí podría comenzar a vivir. Y en París, su nariz de payaso tornó más granate. Por ebriedad, no de alcohol (que también) sino de latido. Ahuyentó chinches en lúgubres hostales y amaestró cucarachas en las callejas más oscuras de la «ciudad de la luz». Embarrancó su deseo en los puertos de lodazal en que naufragaba la prostitución. Comió, bebió y defecó sin dejar de expandir su sonrisa de payaso indolente pero dolorido ante el espectáculo de la vida en desarrollo. Su estómago hizo el pino puente bajo los puentes en que calcinaban pulgas los clochards, y sus dedos trocaron cartílagos de poética feroz de los que nació el escándalo. Narrar la vida, sin ambages ni medias tintas, siempre fue motivo de escándalo. París, años 30, inigualable carpa circense para acoger en su vientre las torpezas exacerbadas en pulso y tinta de un poeta en acción. Poesía, la de Miller, que Léger supo aprehender y machihembrar con la de Rimbaud, el poeta payaso que dio un paso adelante para dinamitar el verso poniendo en acción ese poema inaprehensible que es el amor a la vida.

Tan fascinado estaba Léger con la prosa de Miller que, poco tiempo después, cuando decidió expresar en nuevos lienzos su pasión por el circo, le propuso a este ilustrar sus trazos con un nuevo texto. «Id al circo. No hay nada más redondo que el circo. Dejáis vuestros rectángulos, vuestras ventanas geométricas y entráis en el país de los círculos en acción» fueron las palabras con que inauguró su nueva serie pictórica, Cirque, en 1950. Así, no sólo glosaba su pasión por el circulátero sin pugna que anidaba bajo la carpa sino que, también, certificaba su nueva manera de pintar, su evolución desde el cubismo más dócil a la compleja evanescencia de la geometría en movimiento, cuando ha perdido las aristas y engendra luz dentro del propio cuerpo. Léger evolucionó del impresionismo al cubismo y de ahí a una manera de manejar el pincel exquisitamente esquiva en que los labios se miraban de bies y los besos se comprendían infinitos en su propio revés.

"Dejemos al clown para otro momento y centrémonos en el Augusto, al menos en el de Miller, que escribió para la serie pictórica de Léger el relato más extraño que jamás fue escribió"

El norteamericano aceptó el reto y puso en escena al más inocente, soñador y tierno de los payasos que haya dado la literatura: Augusto. Ese fue el nombre que le regaló Miller a un poeta que no sabía escribir. Nombre bien meditado. En el mundo del circo hay dos tipos de payasos: el Cara blanca o clown, caracterizado por su elegancia e inteligencia, y el Augusto, torpe, rebelde y desfigurado su rostro por una voluminosa nariz tiznada en rojo vino: ebriedad del amor a la vida cuando esta se ríe hasta de su propia sombra.

Dejemos al clown para otro momento y centrémonos en el Augusto, al menos en el de Miller, que escribió para la serie pictórica de Léger el relato más extraño que jamás fue escribió. En La sonrisa al pie de la escala, el escritor puso a danzar bajo la carpa a Augusto y, de paso, sus más profundas disquisiciones filosóficas. El Augusto de Miller es El Inadaptado que intenta trepanar las carcajadas del público con la sola intención de tenderle una escalera que, si trepa, le permitirá alcanzar la luna. En el relato se explica que para el payaso Augusto era sencillo hacer reír y llorar al público, pero que «tenía otras aspiraciones: quería colmar a sus espectadores de un júbilo imperecedero».

A Léger no le agradó el cuento de su amigo norteamericano, y así se lo confesó. Miller lejos de ofuscarse, comprendió que necesitaba otro talento pictórico para ilustrar su obra. De inmediato, pensó en Joan Miró, a quien había conocido años antes y cuya obra, desde entonces, reverenciaba. No tardó en lograr la aceptación de este nuevo bufón del arte: Miró, de cuyas obras aún podemos escuchar opiniones tan necias como la de que «eso podría pintarlo un niño», y ante las que no queda más respuesta que la de inquirir a quien la profiere algo así como «¿qué hiciste tú durante tu niñez?».

"Porque amar es entregarse. Ahí quedan los versos. Amar es desprenderse del propio pellejo. Colgarlo en la primera escarpia del hogar"

Ilustrado por el artista catalán, La sonrisa al pie de la escala se publicó en 1959, y muchos comprendieron, tras su lectura, que el escritor norteamericano no se componía únicamente de lubricidad, verborrea y exceso. Bajo sus uñas habitaba un enjambre de larvas excavando túneles como poemas en los huecos que la piel afila para mejor hacer que luzcan los huesos del hombro, las arterias del hombre, la intemperie del hambre. Y, como su dolorosa temporada en Brooklyn, la escritura de La sonrisa al pie de la escala supuso para Miller una especie de breve temporada en el infierno â la Rimbaud. Augusto, el protagonista, representa a la perfección la identificación que Miller hacía del payaso como poeta en acción. Porque el relato nos permite seguir el doloroso periplo de Augusto para reencontrarse a sí mismo asesinando a su personaje y luchando contra el propio ego. La aspiración máxima de Augusto era, como debiera ser la de cualquier poeta, esa tan cruelmente retorcida de poder amar. Años después, a edad ya avanzada, con un estilo naif más cercano al niño interior, al bufón enamorado de la vida, al poeta en acción, el escritor probó también suerte con los pinceles ensuciando lienzos con un colorido vivaz y un trazo nervioso que pretendían diseccionar contra el lienzo sus ideas sobre la poesía y el amor. Payasadas de sexagenario.

En El tiempo de los asesinos, Miller asegura que al igual que «Rimbaud abandonó la literatura para vivir», él tomó «el camino inverso». Igualmente, recuerda cómo Verlaine reaccionó ante la partida de Rimbaud, a quien amó hasta el delirio, proclamando que este nunca se había entregado completamente a nadie, ni a dios ni al hombre. Y se permite responderle que nadie como Rimbaud deseó entregarse nunca con tamaña intensidad, que se entregó al mundo pero, al sentirse traicionado, decidió poner la poesía en acción ejerciendo de bufón ante la sociedad y la historia.

Porque amar es entregarse. Ahí quedan los versos. Amar es desprenderse del propio pellejo. Colgarlo en la primera escarpia del hogar. Entrar descalzo en la tráquea del abismo poco antes de desnudar las arritmias en cualquier lugar. Amar es desnudar pero, sobre todo, desnudarse, alienarse en el reflejo de la persona amada para mejor encontrarse y descifrar si hay algo más allá del propio ego en la ecuación. Amar es ver resplandecer granates las raíces de la propia nariz cuando infartada de ese ti mismo que aúlla bajo la piel de la persona amada. La poesía, igualmente, es pura entrega o no es. Quien ama no espera nada, y el poeta, que nada espera, sólo se convierte en tal cuando se pone en acción.

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Pablo75
Pablo75
3 ddís hace

«Arthur Rimbaud cambió para siempre el rumbo de la poesía con tan sólo 17 años de edad. A los 18 dio por concluida su tarea lírica.»

Rimbaud escribió su poesía desde los 15 a los 20 años.