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El animal deliberante, de Diego Gracia

El animal deliberante, de Diego Gracia

Este ensayo reflexiona sobre uno de los asuntos peor comprendidos en la actualidad: la deliberación, es decir, el arte de crear diálogos constructivos y enriquecedores. El autor más importante en el terreno de la bioética española reflexiona sobre un concepto que podría transformar nuestra forma de debatir. Ojalá.

En Zenda reproducimos el prólogo de El animal deliberante: Teoría y práctica de la deliberación moral (Triacastela).

***

Prólogo

¿Qué es lo específicamente humano? ¿En qué nos diferenciamos de los animales? ¿Por qué somos como somos? ¿Quién no se ha hecho mil veces estas preguntas? ¿Y quién no ha topado con inmensas dificultades al tratar de contestarlas?

La respuesta más clásica es que los seres humanos nos diferenciamos de los animales por la inteligencia. Pero esto cada vez topa con mayores dificultades. Hace unos días, al salir de casa, encontré a un amigo que iba en compañía de un espléndido perro. Lo llevaba, según me dijo, al veterinario. Hasta aquí, todo normal. El ser humano es quien se da cuenta de la necesidad de cuidar de la salud del perro y le lleva a revisión. A esto lo llamamos inteligencia. Pero mi amigo añadió que el perro sabía perfectamente a dónde iba, y que por eso parecía mustio y llevaba la cabeza agachada. Se había dado cuenta de ello cuando le vio coger la cartilla del veterinario.

Experiencias como esa hacen que cada vez seamos más cautos a la hora de responder que nos diferenciamos de los animales por la inteligencia, es decir, que ellos son brutos y nosotros inteligentes. No está claro ni que ellos sean tan brutos ni que nosotros seamos tan inteligentes. Y tras este primer fracaso, la cuestión surge de nuevo, pero ahora más agudizada: ¿en qué consiste nuestra identidad como seres humanos?

Este libro intenta dar una respuesta a tal pregunta. Esa respuesta, como se habrá podido colegir por el título, es que lo específicamente humano, aquello que nos diferencia de los animales, es la deliberación. Lo cual no es mucho si no se explica qué quiere decirse con esa palabra o cuál es su significado.

Deliberar es un proceso que parece natural. Todos deliberamos continuamente con nosotros mismos antes de tomar decisiones, y sin eso se tornaría imposible nuestra vida. Y es que deliberar es una necesidad biológica. Sin deliberación nuestras acciones pondrían en riesgo continuo nuestra estabilidad biológica, y la existencia de cada cual se vería gravemente comprometida. No seríamos capaces de sobrevivir ni como individuos ni como especie. Los biólogos tienen claro que para hacer posible y seguro el desplazamiento en el espacio los seres vivos han ido desarrollando a través de la evolución un órgano de interacción con el medio que recibe el nombre de sistema nervioso central. Lo que llamamos inteligencia es un mecanismo de previsión que nos permite ir por delante de nuestras acciones, evaluando las circunstancias y previendo las consecuencias; no todas, porque eso nos resulta imposible, pero sí las más importantes. El resultado es que hemos de tomar decisiones asumiendo siempre, en cuantía mayor o menor, un cierto coeficiente de incertidumbre. La mayor capacidad de previsión parece proporcional al volumen del encéfalo. La supervivencia biológica parece ser el objetivo primario no solo de la percepción, sino también de la memoria y de la imaginación. De acuerdo con la teoría darwiniana, no sobrevivirán más que los mejor dotados, quienes sean capaces de ajustarse mejor al medio en que les haya tocado vivir. Un ajustamiento que, en cualquier caso, nunca será total, de modo que hemos de asumir, mal que nos pese, el hecho desazonador de la incertidumbre de nuestras decisiones, esas en las que nos jugamos la vida.

La inteligencia no hace excepción a esto que decíamos a propósito de la percepción, la memoria y la imaginación. En pura lógica ha de tener el mismo origen y desempeñar pareja función. Por eso hoy tiende a llamarse inteligencia a eso, a la capacidad de previsión de un ser vivo. Tal es el sentido de la denominada inteligencia animal. La inteligencia específicamente humana sirve para lo mismo, si bien por una vía distinta a la de la llamada inteligencia animal. En esta el medio selecciona a los más aptos, condenando a los demás al exterminio. La inteligencia humana, por el contrario, adapta el individuo al medio transformando este en función de sus necesidades. Eso es lo que llamamos cultura, a diferencia de la pura naturaleza. El mundo propio del animal es la naturaleza, y el del ser humano, la cultura. Por eso cabe decir que este no vive en un medio natural sino en un mundo humano; o también, que su medio propio es el mundo.

La inteligencia humana hace esto por una vía que es no solo distinta sino opuesta a la animal. Lo hace seleccionando el medio y transformándolo en beneficio propio. Lo cual le lleva a prever más que el animal, adelantándose a los acontecimientos en mucha mayor medida. Cabe decir que el animal vive en el presente, en tanto que el tiempo propio del ser humano es el futuro. Su condición biológica le exige tomar decisiones sobre la transformación del medio. Y como esas decisiones tienen por objeto primario su propia subsistencia biológica, han de tener en cuenta todos los factores que puedan influir en su éxito o fracaso. Para lo cual necesita llevar a cabo un proceso mental que solemos conocer con el nombre de deliberación. Deliberar es una función que al ser humano le viene exigida biológicamente, inexcusable para su mera subsistencia. Cuando conducimos un automóvil, el éxito o el fracaso de nuestra acción depende de que seamos capaces de prever las situaciones concretas, ponderar los factores relevantes en la decisión que vayamos a tomar, mover el volante al tomar una curva o adelantar un camión, y dar con la decisión correcta. Para eso necesitamos deliberar. Todos deliberamos continuamente antes de tomar decisiones. Sin deliberar nuestras decisiones, la vida sería imposible, acabaría irremisiblemente en fracaso. Deliberando no está asegurado automáticamente el éxito, porque la deliberación tiene como término la toma de decisiones en condiciones de incertidumbre, no de certeza, pero sí resulta más difícil el fracaso.

Por más que la deliberación venga exigida por nuestra propia naturaleza, no es, sin embargo, un proceso que podamos llamar natural. Es algo bastante más complejo. Para llevarlo a cabo se necesita, en efecto, valorar. Además de percibir, recordar, imaginar o pensar, el ser humano se caracteriza por valorar. Es, de nuevo, una función biológica, pero que nos exige construir sobre el medio natural un mundo nuevo y distinto, absolutamente imprescindible para el ser humano, el mundo de la cultura. La cultura es el mundo de los valores. En la naturaleza hay hechos, y en la cultura valores. Decir que el ser humano es un animal cultural es tanto como afirmar que es constitutivamente evaluador o valorativo. Está evaluando o valorando todo y continuamente. El mundo humano es un mundo de valores.

Deliberar exige siempre y necesariamente valorar. Se delibera sobre los hechos que solemos llamar naturales. Es lo que ha llevado a pensar que hay una deliberación pura o exclusivamente natural. Es un error. Cuando alguien conduce un coche, no hay duda de que necesita tener en cuenta los accidentes de la carretera, que son hechos objetivos donde los haya. Pero eso no le basta. Con solo eso no hay deliberación. Por más que lo parezca. La deliberación exige perentoriamente valorar lo que uno percibe. Yo no quiero estrellarme, porque valoro mi vida, y por tanto decido torcer el volante cuando me aproximo a una curva. Las decisiones se toman a la vista de los hechos, pero impregnados de (o humanizados por) los valores. Solo delibera quien valora, y no hay deliberación sin valoración.

Los valores son muchos. Hay todo un mundo de valores. Más aún, el mundo es siempre de valores. Los hechos no constituyen un mundo sino un medio, el medio natural. Para el ser humano no hay un puro mundo de hechos. La teoría del hecho puro es hija del positivismo, hoy una antigualla, por más que siga imperando sin reservas entre científicos y gentes del común. Los hechos puros no existen, son solo una abstracción. En nuestro mundo hay datos de percepción, que llamamos hechos, pero hay también y necesariamente actos de estimación, que llamamos valores. Y no son posibles unos sin los otros. Más aún, los llamados hechos llevan ya implícita una valoración, por más que pueda ser negativa.

La deliberación incluye siempre y necesariamente ambos elementos, hechos y valores. Dicho de otro modo, no hay deliberación puramente natural, por más que en el ser humano el deliberar sea rigurosamente natural. La deliberación es el proceso intelectual que pondera la importancia de todos los factores implicados en la decisión, a fin de que esta sea razonable, prudente, sensata. Y entre esos factores están los hechos percibidos, pero también los valores estimados.

Queda por determinar qué debe considerarse una decisión razonable, prudente o sensata. Y la respuesta es, de nuevo, una valoración. Es prudente lo que promueve la realización de los valores positivos. Y valores no son solo los personales sino también los colectivos, sociales, comunitarios, etc. Aquí se ve que no se trata solo ni principalmente de la supervivencia propia ni incluso de la supervivencia del más apto. Es también un valor, y un valor importante, ayudar al menos apto, incluso, a veces, con riesgo de la propia vida. Los genetistas de poblaciones dirán que tales conductas buscan la supervivencia de la especie más que la del individuo. Pero esto tampoco parece del todo correcto. Evitar la desaparición del menos apto no puede verse más que como un fenómeno antievolutivo.

De esto se ha deducido a veces el carácter rigurosamente antievolutivo de la ética. Pero como tantas veces sucede, se trata de una verdad a medias, lo que quiere decir que no es verdad. Los valores, la cultura, la ética, tienen una función biológica evidente de adaptación no al medio, pero sí del medio. Ya lo hemos dicho. Lo que sí sucede es que en ellos la evolución sufre un importante cambio, adquiere una nueva dimensión. De ser adaptación al medio pasa a ser adaptación del medio. Y esto exige que, a diferencia de los animales, el ser humano proyecte sus acciones, las valore y decida prudente y sensatamente. Es una lógica evolutiva distinta a la puramente animal. Esa lógica puede llevar al ser humano a un callejón sin salida, de tal modo que desaparezca como especie de la faz de la tierra. La desaparición de especies es un fenómeno natural en la evolución biológica de los animales, y puede serlo también en el caso humano. Lo que sucede es que entonces habrá que concluir algo tan tremendo como que la inteligencia, la cultura, los valores y la ética no habrán sido capaces de cumplir su cometido primario. Habrán fracasado, y con ellos la propia especie humana.

¿Estamos lejos de que tal cosa suceda? No lo sé, pero hoy en día no hay nadie que no tenga fundada sospecha de que tal cosa puede suceder. ¿Y cómo evitarlo? Solo tenemos un medio, a través de la deliberación, es decir, intentando que nuestras decisiones sean ponderadas, razonables y prudentes. Esa es, por otra parte, nuestra obligación moral. Pudiera suceder que, a pesar de ello, actuando de modo sensato, lleguemos a un callejón sin salida. No está dicho que la mente humana pueda resolver todos los problemas o evitar todos los riesgos. Pero si sus decisiones se hubieran tomado tras amplia deliberación y fueran prudentes, podría consolarnos, al menos, el hecho de haberlo intentado, es decir, de haber hecho lo que debíamos. Pero tampoco parece que este sea el caso.

Valga un ejemplo. ¿Conseguirá el ser humano reducir la contaminación del medio ambiente, las emisiones de CO2, por ejemplo, a límites compatibles con la continuación de la vida, y de una vida de calidad no inferior a la nuestra? Hoy por hoy la respuesta no parece que pueda ser positiva. ¿Y si, tras un adecuado proceso de deliberación, tomara las decisiones razonables o prudentes, lo conseguiría? Tampoco está claro. Puede ser que aun así las cosas no consigan controlarse. Pero en este último caso, al menos, al ser humano le cabría el consuelo moral de haber hecho lo que le venía impuesto por su propia condición moral. La ética no es un certificado de supervivencia; es, simplemente, nuestra obligación. Que es de lo que se trata.

¿Qué deducir de todo esto? Que el ser humano es un animal deliberante, que la deliberación es un proceso que le viene exigido por su propia naturaleza, por más que sea muy poco natural. Y que, debido a su carácter no natural, precisa de un análisis cuidadoso, un conocimiento adecuado y la adquisición de ciertas habilidades y rasgos de carácter. De ahí que no pueda ser considerada un proceso puramente natural sino moral. Eso explica el subtítulo de este libro, Teoría y práctica de la deliberación moral. A deliberar se aprende. El buen deliberador no nace, se hace. Y he aquí que, sin embargo, es la gran desconocida en los procesos educativos, a cualquiera de los niveles de la formación humana. Diríase que entrenamos a nuestros jóvenes para la darwiniana lucha por la vida, como si de puros animales se tratara, pero no para el complejo proceso de la deliberación humana. ¿Es esto correcto? ¿Es lógico?

Una última advertencia. El título del libro es el que es por las razones que acabo de apuntar. El adjetivo moral no tiene aquí sentido determinativo sino calificativo. La deliberación, toda deliberación es siempre y necesariamente moral. No he escrito el libro para moralistas. No es un libro de ética, o solo para quienes se ocupan de ética. Trata de lo que todos y cada uno de los seres humanos hacemos necesaria y continuamente. Somos animales deliberantes. Y de que esto lo hagamos bien o mal, dependerá no solo nuestra felicidad sino probablemente también el éxito de la especie a la que pertenecemos e incluso de toda la vida.

Los prólogos tienen siempre algo o mucho de confesión. Escribiendo este yo he confesado al lector lo que pienso y cómo me siento. No obedece a un plan premeditado. He ido descubriendo todo esto poco a poco, a lo largo del complejo y dilatado proceso de composición de este libro. Él me ha puesto de frente a la condición humana. He sido el primero en sorprenderme y, a veces, asustarme de mis propios hallazgos, que han ido sucediéndose en un periodo no inferior a treinta años. ¿Cómo se explica que el tema de la deliberación haya permanecido ausente a lo largo de casi toda la historia de la humanidad? Esto resulta tan extraño, que me he visto obligado a reconstruir su historia, que, como podrá advertir pronto el lector, es la historia de una ausencia. La deliberación como procedimiento técnico nació en Grecia, para desaparecer al poco tiempo y no levantar cabeza más que en el último siglo, y ello muy lenta y trabajosamente. Diríase que siempre se le ha tenido miedo, y que ese mismo miedo es el que ha disparado uno de los primeros mecanismos de defensa descritos por Freud, la negación. Ha sido un tema negado, tachado. Siempre hemos preferido la imposición de los propios puntos de vista a la deliberación abierta y sensata. De nuevo el atavismo de la supervivencia del más apto como forma de adaptación al medio parece haberse sobrepuesto a la razonable y prudente adaptación del medio. ¿Será esto siempre así? ¿Deberá serlo?

No lo sé. Pero sí tengo claro que si hay algo por lo que merezca la pena luchar, es por esto. En cualquier caso, había que intentarlo. Por eso he escrito este libro. Que no sigue un desarrollo lineal, lo que explica que en él haya algunas repeticiones, si bien con matices muy distintos, por lo que he creído conveniente respetarlas. Los capítulos del texto siguen un desarrollo lineal. Pero tanto los textos que les preceden como los que les siguen son síntesis llevadas a cabo desde diferentes perspectivas y que pueden ayudar al lector tanto al inicio como al final de su lectura. De hecho, cada uno de estos textos goza de autonomía propia y puede ser leído con total independencia de los demás. De ahí que la lectura del libro pueda llevarse a cabo de dos modos muy distintos. Uno, el lineal, desde la primera a la última página. Y otro selectivo, comenzando por los extremos, el prólogo y el epílogo, la introducción y la conclusión, de modo que solo en una segunda fase se aborde el resto, que sin embargo ocupa el cuerpo del volumen. Espero que lo que con este proceder se pierda en estética se gane en claridad.

Este libro no cierra un tema, más bien lo abre. Tras él aparece un inmenso panorama, que yo ya no podré abarcar. Pero si lo escrito resulta útil para alguien y le incita a seguir adelante, me daré por inmensamente satisfecho. Los escolásticos solían acabar la defensa de sus tesis con una frase retórica: Quod erat demonstrandum. Yo no creo que pueda demostrarse nada en este campo en el que me muevo, y si algo quiere ser la deliberación es un procedimiento no demostrativo. Por eso tengo que terminar imaginándome a ese hipotético joven lector entusiasmado con el tema y dispuesto a continuar la tarea, y decir, al menos, para mis adentros «era de lo que se trataba».

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Autor: Diego Gracia. Título: El animal deliberante: Teoría y práctica de la deliberación moral. Editorial: Triacastela. Venta: Todos tus libros.

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