El Sexenio Revolucionario (1868-1874) es uno de los periodos más agitados de nuestro convulso siglo XIX. Desde el destronamiento de Isabel II en septiembre de 1868 hasta la restauración de la dinastía en la persona de Alfonso XII, en diciembre de 1874 se sucedieron con gran frecuencia los cambios de gobierno e incluso cambió el modelo de Estado: se proclamó la Primera República, tras la abdicación de Amadeo de Saboya —10 de febrero de 1873—, y su final se produjo a comienzos de enero de 1874.
No obstante, el principal problema al que tuvieron que enfrentarse aquellos gobernantes fue un movimiento cantonal que durante los meses de aquel verano se extendió por diferentes zonas del levante y el sur peninsular. El movimiento cantonal derivó en una guerra que venía a sumarse a la que en Cuba había estallado en 1868 y a la tercera guerra carlista. Los carlistas, muy asentados en zonas del norte peninsular —Navarra, las Vascongadas y amplias comarcas del interior de Cataluña—, se habían echado por tercera vez al monte en 1872.
El epicentro del movimiento cantonal estuvo en Cartagena y creó serias dificultades al gobierno, al apoderarse los cantonalistas de los barcos de la flota, surta en aquel puerto, permitiéndole disponer de las mejores unidades con que contaba la armada. El gobierno declaró aquellos barcos como piratas, por lo que podían ser atacados y apresados por barcos de otras naciones, incluso dentro de las aguas jurisdiccionales españolas. Esa guerra, por lo que se refiere al cantón de Cartagena, se prolongará más allá de la propia existencia de la república.
En ese marco de tensiones he situado mi novela El año de la República en la que los lectores conocerán, de la mano de Fernando Besora, ahora director de La Iberia —en la novela Sangre en la calle del Turco era un meritorio que buscaba hacerse un sitio en el periódico—, los entresijos de unos meses apasionantes y llenos de incertidumbres. Asistirán a los debates que se vivieron en el Congreso de los Diputados, donde dejaron muestras de su brillante oratoria personalidades como don Nicolás Salmerón o don Emilio Castelar. Algunas de sus intervenciones nos harán pensar que ciento cincuenta años después —en 2023 se cumplen 150 años de la proclamación de la Primera Republica— de pronunciados esos discursos, tienen vigencia en la sociedad actual. También comprobarán como algunos discursos, según quedaron recogidos en el Diario de Sesiones, hoy nos parecen piezas de alto valor literario.
Parte de El año de la República discurre en una tertulia —eran frecuentes en los cafés del Madrid de entonces— que hemos situado en el café Suizo, a la que son asiduos personalidades del mundo de la cultura y de la política como Pérez Galdós, que publicó aquel año nada menos que los cuatro primeros Episodios nacionales, don Juan Valera, que estaba escribiendo su Pepita Jiménez, que publicaría al año siguiente, o José Zorrilla, cuyo Don Juan Tenorio era ya de obligada representación en torno al día de los Difuntos. También aparecen por allí Cánovas del Castillo, a quien Isabel II, desterrada en París, había encomendado restaurar a los Borbones, o Miguel Morayta, catedrático de historia en la Universidad Central y uno de los prohombres del republicanismo, ligado a los planteamientos de Castelar.
El lector de El año de la República encontrará aspectos de la vida cotidiana de un tiempo en que el ferrocarril sustituía a las diligencias y los recién inaugurados tranvías en el Madrid de la época eran tirados por mulas, así como la preocupación por la subida de los precios del pan, del vino, de las velas de cebo o del aceite para alumbrarse. Conocerá la vida en los balnearios, puestos de moda entre las clases de mayor poder económico, los duelos o las corridas de toros, una de las grandes pasiones de la época donde rivalizaban Lagartijo y Frascuelo y cuyos partidarios discutían con la misma pasión con que hoy lo hacen los seguidores de determinados equipos de fútbol. Los bailes de sociedad, el juego en los casinos y cómo se dirimían los asuntos de honor con duelos, legalmente prohibidos, pero socialmente admitidos. También las celebraciones religiosas de entonces y las protestas callejeras de contenido político o social.
En El Año de la República hemos querido rendir tributo al libro y al deseo por poseer ejemplares raros, curiosos o únicos. La Biblioteca Nacional se encontraba entonces en el que fuera palacio del marqués de Alcañices, un lugar inapropiado para contener el creciente número de obras que albergaba. La desaparición de unos valiosos ejemplares llevará a una serie de situaciones comprometidas, asesinatos incluidos, que revelarán algunos de los aspectos más recónditos de ese mundo apasionante.
La historia y la ficción se entrelazan en una novela que permite conocer los entresijos de aquella república, proclamada por un puñado de hombres que tenían un concepto de ella muy diferente a la de unas masas de campesinos iletrados, cuyas condiciones de vida eran miserables. A ellos empezaba a sumarse un creciente proletariado cuyas condiciones de vida y trabajo eran penosas. Algunos desaprensivos presentaron la república como un edén que tomaría cuerpo con su simple proclamación. Esa circunstancia hizo que la impaciencia y las demandas sociales marcasen aquellos meses de agitación e inestabilidad a los que puso fin el general Pavía en la madrugada del 3 de enero de 1873, donde tropas a sus órdenes irrumpieron en el Congreso de los Diputados. Una leyenda señala que el general golpista entró a caballo.
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Autor: José Calvo Poyato. Título: El año de La República. Editorial: Harper Collins. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
Habiendo leído varias obras de este autor, con grato recuerdo de ellas, creo que habrá que leer este libro que remarca, a quienes se cierran a ello, que nuestra historia llega más allá de la guerra civil y que hubo otras guerras civiles y un convulso siglo XIX origen de todo lo que acaeció después y sigue acaeciendo ahora.
Y, está bien recordar los absurdos planteamientos cantonalistas y el despiporre que constituyó la primera república, para intentar aprender, si es que nos es posible, ya que estamos repitiendo, de nuevo, la anarquía, la división y las teorías supremacistas decimonónicas. Pero, claro, con las orejeras históricas que promueve la izquierda es imposible aprender nada de lo anterior para que no vuelva a repetirse.
Tiene bemoles que la República francesa, que los republicanos locales siempre han tomado como ejemplo y fuente de toda virtud, sea una monarquía sin rey, con más aparato que muchas monarquías más discretas y en la que el presidente tiene más poder que muchos monarcas. El pecado de los españoles no es la envidia, sino la superficialidad.
Espero que no todos, sr, Wales, que no sea un pecado general. Quizás la superficialidad es ideológica, también es moda, y se da dobre todo en ámbitos buenistas, progres y en esa izquierda cutre que nos diferencia de Europa. Espero. Porque haciendo un análisis un poco más detallado, hay gente que no se fija en que hay repúblicas hereditarias, dinásticas, como la de Corea del Norte y repúblicas de dinastías de amiguetes como la de Venezuela. Y podríamos seguir enumerando…
No es un pecado de todos, pero está muy extendido. Salvador de Madariaga era un republicano que se burlaba del irracionalismo de sus correligionarios, quienes creían que el ‘santo advenimiento’ (así le llamaba) de la República resolvería todos los problemas nacionales por arte de magia. Eso no ha cambiado en cien años.
¡Ah, Madariaga! Republicano, presidente de la república, académico, político, historiador insigne, español de pro… y olvidado por los progres que no quieren saber nada de él ni de su interpretación de la historia, buscadores permanentes de utópicas repúblicas existentes solo en sus enfermas e irracionales mentes. ¡Cuanto me alegra escuchar su olvidado nombre!
Ssludos.
Gran español, sin duda, pero con una extraña relación con la política exterior del Imperio Británico. Era muy superior al ‘influencer’ profesional Ortega y Gasset, que no podía ni verlo. Un saludo.