En 1816, tras una serie de importantes erupciones volcánicas —principalmente la del monte Tambora, en las Islas Orientales Neerlandesas, en abril de 1815; pero también la del Mayon, en Filipinas, en 1814—, la actividad solar conoció un descenso histórico y el clima mundial se resintió de tal forma que todo el planeta vio cómo su temperatura descendía hasta extremos desconocidos. La capa de polvo con que los volcanes tupieron la atmósfera impidió que el sol incidiera en la tierra con su solvencia acostumbrada, y en poco tiempo quedaron arrasados cultivos enteros, murieron de hambre millones de animales y se dieron fenómenos meteorológicos insólitos, como la tormenta de nieve que el 2 de junio causó una verdadera tragedia en el estado de Massachusetts. Fue, según el historiador John D. Post, la última gran crisis de supervivencia del mundo occidental. La posteridad ha querido registrarlo en su memoria señalando que el de 1816 fue, a todos los efectos, el año sin verano.
No todo fueron calamidades. Alentado por la falta de avena para alimentar a los caballos, el alemán Karl Drais dio los primeros pasos que conducirían a la invención del velocípedo y la catástrofe dotó a los atardeceres de una gama cromática que quedaría brillantemente inmortalizada en las pinturas de Turner. Tampoco hay que olvidar la anécdota más célebre de aquella fecha: en junio, un grupo de escritores e intelectuales se reunieron en Villa Diodati, una mansión suiza a orillas del lago Lemán donde descansaba Lord Byron. Allí escribió John William Polidori la novela El vampiro, que después le serviría a Bram Stoker de inspiración para para componer su Drácula, y en sus salones alumbró Mary Shelley la fundacional Frankenstein, con la que engendró un mito cuya vigencia permanece en nuestros días. Es justo señalar que no fue la de 1816 la única catástrofe que, pese a la negritud, arrojó algún que otro resultado benéfico. Isaac Newton desarrolló la ley de la gravedad durante un confinamiento obligado por la peste de 1665, Giovanni Boccaccio concibió su Decamerón tras una epidemia que sembró el caos en Florencia en 1348, y seguramente sea ocioso referirse al diario en el que Daniel Defoe expuso las vicisitudes de un personaje ficticio en el transcurso de la gran plaga que asoló la ciudad de Londres en 1665.
Pocas dudas hay de que, cuando el próximo mes de diciembre comience la búsqueda de la palabra que mejor pueda definir este año, pandemia o aislamiento o confinamiento estarán entre las elegidas, porque el 2020 empezó a definir su leit motiv fundamental casi en el mismo instante de su nacimiento, cuando corría aún el mes de enero y recibíamos, como con sordina, las primeras noticias de un raro virus que se había dado a conocer en un mercado de una lejana ciudad china. Por muchas novedades que deparen los meses que están por venir, y salvo declaración de guerra expresa, no parece que pueda haber nada capaz de competir con los efectos que la propagación del COVID-19 está teniendo en este orden mundial que se creyó a sí mismo indestructible y que se demuestra ahora tan vulnerable como las vidas de cada uno de nosotros, atrapados en una espiral de incertidumbres para las que no hay respuestas y en las que apenas alcanzamos a hallar intuiciones.
Un viejo adagio asegura que la vida es eso que va pasando mientras uno hace planes, y por eso quedamos estupefactos al comprobar que de repente se han suspendido ambas cosas, los planes y la vida, y nos vemos forzados a conjugar el futuro como un tiempo condicional e imperfecto. Encerrados a solas con el único juguete de nuestra misma mismedad, asistimos atónitos a una parálisis generalizada de la que somos a la vez testigos, protagonistas y víctimas; padecemos el temor ante la posibilidad de que enfermen o fallezcan personas que nos importan y que de pronto están intolerablemente lejos; echamos de menos a gente a la que queremos mucho sin saber cuándo podremos volver a darles un beso o un abrazo; y nos enfrentamos a la evidencia de nuestra propia indefensión a la par que se desmorona la trastienda de un sistema construido sobre esa falacia que consiste en dar prioridad a lo urgente frente a lo importante, en reivindicar lo eminentemente práctico por encima de lo realmente valioso, en orientar nuestros pasos en función de la quimera de lo que deberíamos aspirar a ser en vez de animarnos a tomar conciencia de lo que somos.
Podemos estar seguros de que este 2020 dejará sus cuatro dígitos bien grabados en los renglones torcidos de nuestra memoria colectiva. Lo que no sé es si lo hará reducido a mera anécdota o más bien como el origen de un replanteamiento profundo que terminará por hacernos un poco mejores. También puede ser que suceda todo lo contrario y el confinamiento y la soledad y el miedo acaben sacando a flote a los fantasmas que tradicionalmente se han servido de situaciones como ésta para amparar nuestras miserias, y que la vileza a la que ya se han entregado conspicuos opinantes, presuntos líderes políticos y anónimos agitadores en las redes acabe derivando en uno de esos todos contra todos con los que la humanidad acostumbra a agitar aún más los tiempos que ya son de por sí convulsos. Todo esto pasará, y mucho más que el virus me preocupa nuestra capacidad para salir no ya indemnes, sino fortalecidos, y conservar la lucidez necesaria para no enmarañarnos en la inútil y vacía tentación de un revanchismo que carece de cualquier razón de ser. Para lograr que prevalezca el aplauso de las ocho sobre la cacerolada de las nueve. Dentro de un tiempo, echaremos la vista atrás y recordaremos este 2020 en el que la cotidianidad ha quedado abolida y será difícil no pensar en él como el año que nunca existió. De nosotros dependerá que no acabemos recordándolo como el año que ojalá nunca hubiera existido.
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