El año que vivimos peligrosamente (The Year Living Dangerously, 1982) se degusta visual y emocionalmente por la calidad romántica de sus escenarios exóticos, cuidadosamente estilizados por una cámara que lo registra todo, la fuerza de la imaginería documentalista de otras secuencias que te sumergen en los peligros de vivir las noticias fronterizamente, la envolvente música de Vangelis y las fascinantes y comprometidas actuaciones, sinceras, químicamente impregnadas de pasión y dolor, de Mel Gibson, Sigourney Weaver y Linda Hunt. Pero a ese paladar estrictamente cinematográfico, dominado con maestría por Peter Weir, se le añade el perfume fatalmente romántico de su parentesco con Casablanca, otra película en la que se alían inextricablemente el desgarro personal con el compromiso político, la deriva moral y existencialmente pesimista del Graham Greene de Nuestro hombre en La Habana y el rastro vividor, desafiante, de cualquier relato de Ernest Hemingway en el que entren en juego amor, traiciones, nuevamente compromiso y fatalidad.
Guy Hamilton (Mel Gibson), un no muy baqueteado periodista australiano, aterriza en ese avispero indonesio. Billy Kwan (una prodigiosa Linda Hunt, que ganó el Oscar por ese personaje), un pequeño fotógrafo cuya cámara explora la vida, la miseria, mientras sus ideales de justicia y revolución quedan en su retaguardia, se convierte en el guía, físico y moral, de Hamilton. Kwan presenta a Hamilton a Jill Bryant (Sigourney Weawer), guapa, inteligente, independiente. La vida, el trabajo, la noticia, la pasión amorosa enredan ese triángulo forjado y entrelazado de amor, pasión, traición, compromiso, aventura y muerte. Nada queda al azar en ese tramo de vida y política, los pasos los dan las personas mucho más que las ideas. Hamilton descubrirá esos entresijos de la vida, una vida que quizás, el ingenuo, golpeado, idealista y comprometido Kwan, cree poder no dominar, pero al menos atrapar en ese instante en el que fotografía a alguien, a algo, un momento de vida que queda testimoniado, congelado, pero ya, ay, carente de vida. Hamilton nunca será ya el mismo tras esos días y noches de amistad, amor, peligro, confusión y muerte, porque también es una suerte de personaje conradiano, de esos abocados a traspasar tardíamente la línea de la sombra, de esos europeos atrapados en el crisol exigente del enigmático sudeste asiático, un pasajero de sus días y noches, como los seres humanos de Somerset Maugham, con un billete de regreso que se guarda no se sabe bien si como un talismán, un falso refugio, un pretexto para no comprometerse, disolverse en el universo de esos países que ignoran todo salvo de si mismos.
El magnífico, vibrante, doloroso tercio final de la película, que Peter Weir filma febrilmente, nos deja un poso de inquietud, de culpabilidad, como si ese avión que espera en una pista de aterrizaje no fuera solo una vía de escape, sino una razón para no olvidar esos días vividos peligrosamente. Nadie viaja para ser el mismo. Nadie viaja sin pagar peajes. Nadie, quizás, deba vivir sino peligrosamente.
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El año que vivimos peligrosamente (The Year Living Dangerously, 1982). Producida por McElroy & McElroy para Metro-Goldwyn-Mayer. Dirigida por Peter Weir. Guión de Peter Weir, C. J. Koch y David Williamson, y no acreditado, Alan Sharp, basado en una novela de C.J. Koch. Fotografía de Russell Boyd, John Seale y Jim Townley. Música de Maurice Jarre, Gethin Creagh, Sven Libaek y un tema de L’Enfant, de Vangelis. Montaje de Peter Erskine. Vestuario de Terry Ryan y Anthony Jones. Dirección artística, de Herbert Pinter, Anni Browning y Ramón Nicdao. Interpretada por Mel Gibson, Sigourney Weawer, Linda Hunt, Bill Kerr, Bembol Roco, Michael Murphy, Mark Egerton. Duración: 117 minutos.
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