¿Acaso no éramos felices, amor? ¿Acaso las flechas de Eros no habían penetrado en tu piel recién mudada, cuando, escondido tras la maleza, te dedicabas a hacer rodar manzanas muertas de pudor hasta mi regazo aún dormido y dejabas ante la desconfiada puerta de mi madre venusinas ofrendas de leche y miel? ¿ Acaso una puñalada de fuego no recorrió tus venas para revolotear en tus entrañas cuando por primera vez nuestras bocas colisionaron en plena floración? ¿Acaso no te diste cuenta cómo nos envidiaban los manantiales del Ida, al ser nuestro caudal más libre que el suyo? Parece que no, no sé qué fue: si tu juventud, tu inexperiencia o nuestra pasión consumida, pero ocurrió. Yo que, en nuestros votos, en aquella madrugada trasnochada de vino aguado y risas contundentes te prometí ser la responsable de tu vida, el amor de tus días, la juventud en tu vejez, yo que puse todas las artes que los dioses me otorgaron al servicio de un pelotón de traición, yo que quebré mi niñez a tu lado y te ofrecí el bien más preciado sin pedir nada a cambio. Yo. Yo, la que tuvo que soportar tu marcha aún a sabiendas de que tu muerte pendía de mi espada. ¡Ay!, dioses, ayudadme. Debo tomar una decisión. ¡Qué difícil es amar a quien no te ama! ¡Qué difícil aceptar que el amor es un sentimiento que debe ir en dos direcciones! y ¡qué doloroso aprender a convivir con el rechazo, el desamor y el abandono, conservando para ti ese amor como un tesoro infructuoso que guarda en la alcoba tus ilusiones rotas! ¡Qué difícil saber que el hombre que has amado, te traiciona! ¡Y qué difícil encontrarse en esta encrucijada!
Enone levantó el stylus de una tablilla de cera recién licuada y con el lomo aún en cueros. Acababa de vomitar todas aquellas palabras que le salían de algún lugar más allá de su propio entendimiento, estaban arraigadas en lo más profundo de su hígado, se habían alojado allí hacía años y ahora les había lanzado una soga para liberarlas. El mensajero se había marchado hacía apenas una hora.
Qué extraña es esta sucesión de acontecimientos que llamamos vida —pensó, con la mirada aún cansada por esfuerzo de la escritura—. Sus ojos ya no eran lo que un día fueron, se habían apagado las ilusiones en ellos y las lágrimas y la dificultad de una vida en solitario los habían llenado de estrías. Se levantó, acomodó la vieja túnica de lino que solía llevar en los días de verano, se dirigió a la puerta, la abrió y un alarido escaló desde las faldas de su túnica, se elevó hacia el infinito, dejando su estela sonora por el firmamento, hasta llegar al mismísimo seno del caos primigenio. Un grito que eclosionó la rabia contenida. De repente, sintió como aquel peso que, sin darse cuenta, había cargado durante años salía despedido detrás de aquel alarido. Cerró los ojos y su pie golpeó con fuerza el suelo.
—No, no lo haré. Cuando pudo elegir, eligió. Lo sabía. Él lo sabía. Yo se lo advertí. Se lo advertí, sí.
Enone rememoró aquel momento. Allí estaba ella, con la pureza fresca del amor sobre sus mejillas intentando digerir la noticia y a cada sorbo de traición la saliva lamiéndose más amarga. En aquel mismo momento le apareció la primera cana, que durante diez años había engendrado un mundo entero.
—Te dejo, le dijo. He de marchar, le dijo. Es lo que los dioses me deparan, le dijo. Es por nuestro bien, le dijo. No tengo alternativa, le mintió. Estarás bien, le vaticinó. Me olvidarás, le prometió.
Pero ella sabía algo que él ignoraba y entre tanta promesa rota su don para la profecía extendió sus alas.
—Has de saber que el camino más recto para la muerte es la vida y que llegar allí antes o después depende en gran medida de nuestras elecciones. Tú has elegido tu destino: te matarán, y la única que podrá salvarte seré yo. Has jugado tus dados y ahora, en corta estancia, te crees feliz con el resultado. Aquí me dejas con este petate lleno de dudas y mentiras, sabiendo que yo soy tu única salvación y tú no has querido ser la mía. Yo te maldigo, Paris, no vuelvas a buscarme el día que tu vida dependa de mis caricias —le auguró.
Paris le arrebató el manto en el que su madre, Hécuba, lo había envuelto cuando lo abandonaron. El día de su boda se lo había entregado a Enone como promesa de amor eterno, aquel acto rompía el contrato. Montó a su mujer y a su hijo en un carro uncido a un par de mulas y con la piedad de los despiadados asestó un manotazo a la bestia, que comenzó a arrastrarse por el camino trazado entre el Palacio y el monte Ida. Enone, cubierta de lágrimas, no miró atrás, quería olvidar el rostro desconocido del que una vez fue su marido, quería conservar intactos los recuerdos de la infancia en la que se amaron.
Hacía apenas una hora que el mensajero llegó.
Cuando la voz de Enone se quebró y el peso de los daños desapareció por completo de sus extremidades, se adentró en el bosque. Inhaló el aroma del pino, del ciprés, de la artemisia, del romero, del laurel, de la caléndula, de la madreselva, de la sábila, del moli, de los animales terrestres, de las aves del cielo, incluso del vapor de los riachuelos y manantiales, lo condensó en sus pulmones y expandió toda la naturaleza en sus entrañas. Entendió que el rencor que había acumulado durante aquellos diez años ya no estaba, se había extinguido igual que se extingue el fuego de un incendio acorralado por el agua. Hurgó en sus cicatrices y se dio cuenta de que solo existía amor, de que solo existía misericordia, de que, sí, los oráculos están para cumplirlos, de que ella tenía su misión de vida cosida a su existencia. Exhaló y comenzó a recoger las plantas con las que podría confeccionar una pócima para salvar a Paris de la flecha emponzoñada de Filoctetes.
El mensajero hacía apenas una hora que partió.
Llegó a casa, tomó el mortero. Sábila, romero, en una balanza tres partes de sangre de rana, en el caldero ya hierve el cráneo de un recién nacido, un poco más allá una tablilla, algunas palabras mágicas, aquellas letras que llaman efesias y que nadie conoce su significado. Un poco de moli machacado y tostado a fuego fuerte. Coge el cuchillo de sacrificio, se pincha el dedo, unas gotas de su inmortalidad caen sobre la mezcla, ahora endulza con leche y miel. Tamiza el sabor con vino aguado. Toma el manto y un caballo. Sale a toda prisa.
Paris hacía apenas una hora y media que había mandado un mensajero en busca de Enone. Sabía, desde la decisión que le cambió la vida, aquella que dio como resultado una guerra, la destrucción de su pueblo y la desgracia para su familia, que su suerte dependía del amor que quedara albergado en las entrañas de Enone. Confiaba con las fuerzas del que se agarra a la raíces de la vida. El veneno comenzaba a extender sus ramas y a crear sus propias conexiones en el cuerpo de Paris. Hacía apenas hora y media que había partido un mensajero en busca de Enone. Y las manos del desesperado comenzaban a soltar las raíces de la vida. Confiaba aún en que Amor y Compasión llamarían a las puertas de la que una vez fue su amada. Hacía casi dos horas que un mensajero había abandonado Palacio, cuando ya no hubo nada que hacer. El veneno había conquistado territorios, anexionado órganos, destruido materia y había plantado su bandera en el corazón de Paris. Habían pasado un poco más de dos horas, cuando un manto ondeando a lomos de un caballo escuálido llegaba. Enone descabalgó para ver a Paris blanquecino, con la nariz puntiaguda, los ojos casi fuera de sus órbitas y su rostro doloroso. Se arrodilló y con su mano izquierda, como tantas veces había hecho antes, corrió los párpados violáceos del que aún amaba. En ese momento se dio cuenta del dolor, la muerte del rencor, había resucitado el amor. Paris había muerto y con la varita de sus elecciones había tocado a muerte a todos cuantos le rodeaban. Ella había fracasado, ya no sería el antídoto de su muerte, y pensó que no quería ser vestigio vivo de aquella historia. Y en aquel momento prefirió la eternidad a la vida. Sin pensarlo, se lanzó a la pira, que ya ardía, esperando recubrir con la inmortalidad que solo la historia concede el cuerpo exánime del causante de la destrucción de Troya: Paris.
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