Mafalda es una niña de nueve años que adora ir a clase, jugar al fútbol y a su gato, Ottimo Turcaret. Está segura de que el espíritu de su abuela vive en el cerezo que hay en el patio de la escuela, junto a Cosimo, el protagonista de su libro favorito, El Barón Rampante. Mafalda siempre cuenta los pasos hasta la escuela y cada día son más los que necesita para ver el cerezo: la enfermedad de Stargardt que padece la está dejando ciega poco a poco…
Zenda publica las primeras páginas de El árbol de las cerezas (Seix Barral), de Paola Peretti (Mantova, 1986).
Setenta metros
1
LA OSCURIDAD
A todos los niños les da miedo la oscuridad.
La oscuridad es una habitación sin puertas ni ventanas, llena de monstruos que te atrapan y te comen en silencio.
Pero a mí no me da miedo: yo la oscuridad la tengo dentro de los ojos.
No me lo estoy inventando. Si me lo estuviera inventando, mamá no me compraría pastas en forma de melocotón rellenas de crema y licor, y no me dejaría comérmelas antes de cenar. Si todo estuviera bien, papá no se escondería en el baño como cuando llama la casera, porque cuando llama siempre es para darnos malas noticias.
—No te preocupes —me dice mamá mientras lava los platos de la cena—. Ve a jugar a tu cuarto y no pienses en nada.
Yo me quedo un momento en la puerta de la cocina, tratando de obligarla a volverse hacia mí con la fuerza del pensamiento, pero nunca funciona. Así es que ahora estoy aquí, en mi cuarto, acariciando a Óptimo Turcaret, mi gato marrón y gris con un nudo en la punta de la cola. A él no le importa que lo levante, lo ponga boca arriba en la alfombra o lo persiga con la escobilla del baño. Es un gato, dice papá, y los gatos son unos oportunistas. A lo mejor eso significa que le gustan los mimos. A mí me basta con que esté a mi lado cuando tengo un problema y siento la necesidad de abrazar algo caliente y blando. Como ahora.
Yo sé que algo no va bien. Aunque sólo tenga nueve años, me doy cuenta de todo. La novia de mi primo dice que tengo un tercer ojo. Es india y lleva un circulito pintado en mitad de la frente. Me gusta que piense eso, pero yo me conformaría con que me funcionaran los dos ojos que tengo de verdad.
De vez en cuando, como ahora, me entran ganas de llorar. Se me empañan las gafas cuando estoy a punto de hacerlo. Me las quito, y así al menos se secan y se me borra la marca roja de la nariz. Las llevo desde primero de primaria. Éstas, amarillas con brillantitos, las compramos en diciembre del año pasado y me encantan. Me las pongo de nuevo delante del espejo.
Sin las gafas lo veo todo como si hubiera niebla, como cuando me ducho con agua muy caliente. Mi niebla se llama niebla de Stargardt, o al menos eso me han dicho papá y mamá, que lo habrán oído en el hospital. En el móvil de papá, que tiene internet, pone que el señor Stargardt era un oculista alemán de hace un siglo: fue él quien descubrió lo que me pasa dentro de los ojos. Él también se dio cuenta de que los que tienen esta niebla empiezan a ver manchas negras delante de las cosas y de la gente, y esas manchas se van haciendo más y más grandes, hasta volverse gigantes, y por eso aquellos a los que les pasa esto tienen que acercarse cada vez más a las cosas para verlas mejor. Internet dice: «La enfermedad afecta aproximadamente a una de cada diez mil personas». Según mamá, Dios elige a las personas especiales, pero a mí no me parece que esto que me pasa sea una suerte.
2
COSAS MUY IMPORTANTES PARA MÍ (QUE YA NO PODRÉ HACER)
Me veo en el espejo a tres pasos de distancia.
Pero mi distancia se va reduciendo: el año pasado me veía a cinco pasos. Delante del espejo le acaricio la cabeza a Óptimo Turcaret, y ya de paso me aliso el pelo. Últimamente a mamá le gusta hacerme coletas, ¡y hay que ver cómo se pone si me despeino! Le gustan tanto que me las deja hasta para dormir. Papá asoma la cabeza y me dice que me empijame y que me lave los dientes. Yo le digo que sí, pero luego siempre me quedo mucho tiempo mirando por la ventana antes de obedecer. Por la ventana de mi cuarto se ve un buen trozo de cielo negro. Me gusta asomarme a mirar las noches de otoño como ésta porque no hace frío y se ven la luna y la Estrella Polar, que brillan con fuerza. Mamá dice que son el farol y la cerilla de Jesús. A mí lo que me interesa es asegurarme de que sigan ahí todas las noches.
Antes de dormir, papá viene a leerme un cuento. Vamos por la mitad de Robin Hood, que me hace soñar mucho con bosques y flechas. Después suele venir también mamá, que me coloca bien las coletas sobre la almohada, alrededor de la cara, y cuando me da las buenas noches le huele el aliento a polo de menta.
Pero esta noche entran los dos juntos y se sientan uno a cada lado de mi cama. Me dicen que se han dado cuenta de que veo algo peor y que por eso han decidido llevarme al médico la semana que viene a que me hagan unas pruebas muy especiales. No me gusta saltarme el cole porque me pierdo información importante (¿cuánto tiempo tardaron en construir las pirámides?) y cotilleos (¿es verdad que Chiara y Gianluca de cuarto C están saliendo otra vez?). Pero delante de papá y mamá me quedo callada. Espero a que salgan y apaguen la luz grande, y luego enciendo la lámpara de mi mesita de noche y paso los dedos por el borde de los libros que están en una repisa encima del cabecero de la cama. Cojo un cuaderno que tiene una esquina doblada.
Lo apoyo sobre la almohada. En la tapa hay una etiqueta en la que pone: LA LISTA DE MAFALDA.
Este cuaderno es mi agenda personal. En la primera página hay una fecha: 14 de septiembre. Esto era hace tres años y once días. Debajo pone:
Cosas muy importantes para mí
(que ya no podré hacer).
No es una lista muy larga. A decir verdad son sólo tres páginas, y al principio de la primera pone:
Contar todas las estrellas que hay por la noche.
Pilotar un submarino.Hacer señales de luz de buenas noches por la ventana.
Alerta roja. Gafas empañadas.
La abuela vivía justo delante de nosotros, en la casa roja con visillos de encaje en la que ahora vive una pareja que nunca saluda y que ha cambiado los visillos. La abuela era la madre de papá, tenía el pelo rizado como él y como yo, totalmente blanco, y siempre me hacía señales con la linterna antes de irse a la cama. Un instante de luz quería decir «Te estoy llamando»; dos, «Buenas noches»; tres, «Igualmente». Pero eso era antes, cuando todavía me veía en el espejo a nueve pasos de distancia.
La segunda página no se la enseño a nadie, ni siquiera a Óptimo Turcaret, porque es supersecreta.
En la tercera página pone:
Jugar al fútbol con los chicos.
Inventarme recorridos por el bordillo de la acera, y si te caes, vas a parar a la lava y te mueres.
Hacer competiciones de tirar a canasta con bolas de papel.
Trepar al cerezo del colegio.
Al cerezo del colegio he trepado un montón de veces, desde mi primer día en primero de primaria. Es mi árbol. Ningún otro niño consigue trepar a lo más alto como yo. De pequeña acariciaba el tronco y lo abrazaba… Era mi amigo.
A Óptimo Turcaret lo encontré en el cerezo del colegio. Estaba muy asustado, era marrón y gris como ahora pero más feo. Era tan pequeñito que me lo pude llevar a casa metido en el bolsillo, y papá y mamá no se dieron cuenta de que era un gatito pequeñísimo hasta que lo saqué y lo puse sobre la mesa de la cocina. Todavía no se llamaba Óptimo Turcaret, no tenía nombre, pero cuando llevaba ya un tiempo viviendo en nuestra casa y siguiéndome a todas partes, incluso al colegio, papá me regaló su libro preferido, El barón rampante. Me lo dio por la noche antes de dormir. Así conocí a Cosimo, un niño mayor que yo (pero poco), que vivía en una época en la que la gente llevaba peluca y querían obligarlo a hacer unos deberes aburridísimos y a comer unas cosas asquerosas, y su perro salchicha tenía dos nombres, y entonces coincidimos en que Óptimo Turcaret tenía una cara igualita a la de Óptimo Turcaret, aunque nuestro gato no tenga dos dueños pequeños como el perro salchicha, que se llamaba Óptimo Máximo cuando estaba con Cosimo, y Turcaret a secas cuando volvía con su dueña de verdad, Viola.
Mi personaje preferido del libro es Cosimo: me encanta que se vaya a vivir a los árboles, y que no vuelva a bajar porque quiere ser libre. Yo no sería tan valiente. Un día intenté construir una cabaña entre las ramas del cerezo, con papel higiénico, pero empezó a llover, y las paredes se deshicieron. Pero lo que más me gustaba era llevarme un tebeo y leerlo en una rama que estaba dividida en dos. Entonces todavía veía bastante bien.
Desde primero, cada año me hago pruebas en los ojos, y me ponen unas gotas que escuecen. Mis médicos lo llaman «una revisión de rutina». Las pruebas superespeciales de la semana que viene, en cambio, me parece que serán un poco distintas, porque mi llamita, la que tengo dentro de los ojos, se está apagando muy deprisa. Pero que muy muy deprisa. Me lo ha explicado la oculista, que no es alemana como el señor Stargardt y no ha descubierto nada pero me da siempre un lápiz con una gomita de colores en un extremo. Me ha dicho que a algunas personas la lucecita se les apaga ya de viejas, y a otras antes. A mí se me apagará del todo siendo aún una niña.
Me quedaré a oscuras, me ha dicho.
Pero ahora no quiero pensar en eso, ahora sólo quiero soñar con los bosques y las flechas de Robin Hood.
Cierro mi agenda personal y apago la luz.
Cosimo, ¿me ayudas?
Tú sí que eres capaz de hacerlo todo, y eres bueno. Lo sé porque en el libro le leías cuentos al bandido aunque él hubiera hecho un montón de fechorías, se los leías entre los barrotes de la cárcel hasta el día de la condena a muerte, pero ¿y a mí? ¿Quién me va a leer a mí? ¿Quién me va a leer cuentos a mí cuando me quede a oscuras y papá y mamá estén trabajando?
Si ni siquiera tú, que eres amigo de los árboles como yo, me ayudas, no pienso hablarte más. Peor aún, no pensaré en ti. Tienes que encontrar la manera de ayudarme, aunque sea una manera secreta, no hace falta que me la digas, basta con que la encuentres. Si no lo haces, con el pensamiento haré que desaparezcan las ramas en las que estás sentado, y os caeréis a la lava donde están los cocodrilos, o al suelo, que para ti es aún peor porque has jurado que nunca bajarías de los árboles.
Estella siempre dice que podemos apañárnoslas solas, que no necesitamos nada. Pero yo sí necesito una cosa. ¿Me lo prometes, Cosimo? ¿Me prometes que me ayudarás?
3
EL JUEGO DE AMAZONA
La idea de la lista me la dio Estella hace tres años y once días, cuando vino de Rumanía a trabajar de bedel en mi colegio.
Yo estaba en el patio, subida al cerezo. Sonaba el timbre, y no conseguía bajar del árbol.
—No podes bajar, ¿verdad?
Miré hacia abajo, entrecerrando los párpados, y aparté una ramita que tenía muchas hojas amarillas. Cerca del tronco, con los brazos cruzados sobre el pecho, había una señora de la limpieza a la que no había visto nunca antes en el colegio. Era alta, con el pelo oscuro, y aunque no veía bien de qué color tenía los ojos, me parecían muy grandes y muy negros, tanto que casi me daban miedo.
—Pos yo ayudo. Luego, a clase vas.
Debía de ser extranjera. Me quedé inmóvil en el árbol. Me daba mucho miedo caerme.
—Pones pie aquí. —La bedel de los ojos que daban miedo me señalaba un trozo de tronco con un saliente, un poco más abajo. Yo me agarraba con fuerza a la rama en la que estaba sentada. Intenté llegar con el pie, pero resbalé, y la corteza se desprendió bajo mi peso. Volví rápidamente a la posición anterior.
—No bajo.
—¿Y quedas ahí vida entera?
—Sí.
—Pos adiós. —La bedel se alejó hacia el colegio. Se oyó un crac bajo sus pies, y se agachó para recoger del suelo unas gafas rojas. Estaban entre las hojas.
—¿Y esto? ¿Tuyo?
—Son mis gafas. Se me han caído cuando trepaba. ¡Y ahora ya no puedo bajar!
—No llores. No hay necesidad. —La señora de los ojos negros volvió a ponerse debajo de mi rama—. ¿Sabe?, en Rumanía yo también subía siempre a árboles. Me gustaba jugar en árboles, todo arriba.
Yo me sorbí la nariz y le pregunté a qué jugaba.
—Hacía juego de…, ¿cómo se dice?…, amazona. ¿Tú sabe qué es amazona?
—No. ¿Qué es?
—Es una guerrera a caballo, como hombre. Que no tiene miedo de bajar de árbol.
—Pero ella no necesita gafas.
—No. Es muy fuerte. No tiene miedo de nada. Se corta un trozo de teta para llevar lanza.
—¿Un trozo de teta?
—Sí. Abuela de abuela de mi abuela era de familia amazona, hace mucho tiempo.
—No es verdad.
—Sí verdad.
La señora de los ojos negros que daban miedo se remangó rápidamente la bata y se puso a trepar. Yo seguía agarrada con fuerza a una rama. Cuando llegó a mi altura, se sentó a mi lado en la rama como si estuviera montada a caballo.
—¿Ves? Amazona.
—Pero ¿ahora cómo bajamos?
Se sacó mis gafas del bolsillo de la bata y me las dio. Yo me las puse enseguida. Estaban manchadas de tierra y un poco torcidas, pero con ellas veía mejor.
—Ahora tú me sigues —me dijo la bedel de los ojos grandes. De cerca vi que también tenía los labios pintados de rosa oscuro. Empezó a bajar, tan deprisa como había subido.
—¡Espera!
—¿Qué pasa?
—Yo no quiero bajar.
—Pero ¿por qué, Dios el santo? ¡Tú sí bajas, que tengo que trabajar!
Me daba pena hacerle perder el tiempo. Había sido buena trayéndome las gafas, pero yo no quería bajar porque el día anterior la doctora Olga me había dicho que tenía una cosa mala en los ojos, y estaba asustada.
Prefería estar ahí, así no me pasaría nada.
Se lo dije a la señora. Le conté también que no veía bien y que la cosa iba a ir a peor. Le confesé que no quería no poder trepar más a los árboles. Ella tenía los ojos enormes, pintados de negro.
—Si ya no podes hacer cosas, tienes que escribir lista. Así estás segura que no pierdes ninguna.
—¿Una lista?
—Claro. Una lista. Yo también hice lista hace años.
—¿Tú también veías mal?
—No.
—Entonces ¿qué te pasaba?
La señora resopló y siguió bajando del árbol.
—Tenía menos problema que ahora, no te fastidia.
La seguí despacito, avanzando por mi rama. Me sentó un poco mal su contestación, pero tenía curiosidad.
—¿Y qué ponía en tu lista?
—Baja, que yo enseño. ¿Cómo te llamas?
—Mafalda. ¿Y tú?
—Estella.
Estella saltó desde la rama más baja y se volvió hacia mí. Yo también llegué a una rama baja y sal- té. Ella me cogió en el aire y me dejó en el suelo. Después se dirigió a la puerta del colegio, pero antes me hizo una señal con la mano para que me acercara.
—Estella no dice mentiras. Sólo verdad. Vamos a ver lista de Estella.
Ahora veo a Estella todos los días en el colegio.
Cuando llego a las ocho menos diez, ella me está esperando en la puerta y me hace su señal secreta, que no es tan secreta porque la oye todo el mundo. Es un silbido tan fuerte que te rompe los tímpanos, y sólo lo sabe hacer ella, metiéndose dos dedos en la boca. Yo lo oigo desde lejísimos y voy a su encuentro.
Pero antes me paro a saludar al cerezo. Lo veo a distancia (un poco lejos), desde el camino que recorro todos los días con papá. En realidad delante de mí sólo hay una nubecita de colores, pero sé que es el árbol, o su pelo, si fuese un gigante bueno como yo me lo imagino. Mi abuela decía que en el tronco de los árboles siempre vive un gigante, que es el espíritu del árbol, y se va a otro cuando le cortan el tronco. En el jardín de la abuela también había un cerezo: cuando era muy pequeña yo trepaba hasta la copa y ayudaba a la abuela a coger las cerezas maduras. Ni siquiera necesitaba las gafas.
Con las cerezas del árbol de la abuela hacíamos una tarta, y también mermelada, y la guardábamos para el invierno. Pero después hubo que talarlo porque estaba enfermo, tenía piojos, pero yo creo que habría bastado con que le cortáramos las hojas. A nosotros, cuando cogemos piojos en el colegio, sólo nos cortan el pelo, no nos matan.
Cuando talaron el tronco decidí que el gigante se había ido a vivir al cerezo del colegio y que se había llevado consigo el espíritu de la abuela. Sería divertido contar cuántos pasos hay entre el punto en el que consigo ver mi árbol y el punto donde se encuentra. Así sabría lo cerca que estoy del gigante de la abuela. Me esfuerzo en verlo, entrecerrando los ojos, y, por fin, ahí está: una mancha roja, amarilla y naranja, como una peluca de payaso; borrosa, sí, pero ahí está. Y cerca está el colegio, que es una nube azul. Enseguida me pongo a contar: uno, dos, tres…
—Venga, Mafalda, si te pones a andar así, vamos a llegar tarde. —Papá tira un poquito de mí, agarrándome de la mano.
—Papá, ¿cuánto mide un paso mío?
—Pues no lo sé…, medio metro, más o menos. Eres bastante alta para tu edad.
Sigo contando. Cuento treinta pasos y oigo el silbido de Estella. Treinta y cinco, treinta y seis… Cuarenta, cincuenta, cien… Llegamos a la verja del colegio. Estella viene a mi encuentro, saluda a papá y me acompaña dentro. Cerca del árbol recojo del suelo una hoja. Está húmeda, es amarilla por delante y marrón por detrás. Tiene una forma perfecta y huele a tierra. Como cuando jardineaba con la abuela. Me la guardo en el bolsillo.
Desde el punto en el que he alcanzado a verlo, he dado ciento cuarenta pasos para llegar hasta el cerezo.
Setenta metros.
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Autora: Paola Peretti. Traductora: Isabel González-Gallarza. Título: El árbol de las cerezas. Editorial: Seix Barral. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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