Michel Onfray nos invita en Las razones del arte a sumergirnos en las concepciones estéticas que están latentes desde las pinturas rupestres hasta la actualidad. Uno de los aspectos más destacables del libro es la crítica que realiza a la idea de la belleza, cuya herencia romántica a menudo condiciona nuestra mirada. En lugar de atender a la belleza como motivación y aspiración de la obra de arte, Onfray ofrece razones relacionadas con la concepción del tiempo. El libro es una iniciación al arte desde una perspectiva filosófica, pero también puede funcionar como un antídoto para paliar el cuñadismo gnoseológico que cristaliza en la exasperante expresión “esto podría hacerlo yo”.
En la Antigua Grecia y Roma encontramos otro tratamiento del tiempo por medio de las esculturas: el deseo de apresar el presente, capturar el movimiento, que constantemente se pierde. El escultor, según Onfray, tampoco pretende alcanzar una idea de belleza, más bien su trabajo es una venganza contra la mortalidad. Si en Grecia se persigue la captura de la gracia (el cuerpo joven y armonioso en su anatomía), en Roma aparece una nueva motivación que será el verismo: la representación fiel de un rostro. Los bustos de los césares pueden aparecer con papada, arrugas o el cráneo despoblado. El significado no se concentra en la juventud, sino en lo vivido, con toda la sabiduría, gozos y sufrimientos acumulados en ese mapa que es nuestra cara.
La Edad Media es el tiempo de la edificación, cuya mirada se dirige al futuro o la vida después de la muerte. El arte se convierte en mercadotecnia e instrumento para adoctrinar al pueblo. El espectador se convierte en objeto moldeable o materia prima sobre la que se edifica al buen cristiano. Por el contrario, el Renacimiento propone un tiempo alternativo al cristianismo por medio de la alegoría. El tiempo de la alegoría cifra el mensaje en el símbolo. Los patrones judeocristianos continúan con su poder hegemónico, pero el artista intentará burlarlos haciendo uso de metáforas que nos retrotraen a otro tiempo conformado por lo simbólico. Esta tendencia iniciada en el Renacimiento encontrará su paroxismo en el manierismo, el barroco y el rococó. El espectador ya no es un agente pasivo moldeable, sino que es apelado como intérprete activo. La alegoría demuestra que detrás del tiempo vulgar existe otro tiempo sutil.
Después del tiempo de la alegoría asistimos a otro giro paradigmático: el tiempo de la inmanencia. Desde la pintura flamenca hasta el romanticismo, las pinturas convertirán en protagonista lo que anteriormente había sido secundario: el paisaje o los objetos. El decorado se convierte en tema y los objetos alcanzan nobleza en los bodegones. Ya no es solamente la religión, la monarquía, los caudillos de la guerra o los papas los que protagonizan los cuadros: es el tiempo del aquí y el ahora donde la materia se emancipa del poder. El paisaje y la naturaleza muerta encarnan el tiempo profano de la inmanencia, representando un universo liberado de sus amos. Las nuevas concepciones estéticas no restan, suman un nuevo discurso al anterior, una nueva forma de mirar y de relacionarse con el mundo circundante.
Aparecerá otra perspectiva temporal en el arte: la semejanza. El artista sigue sin preocuparse por la idea de la belleza, ahora su intencionalidad tiene algo científico: la obsesión por captar un aspecto concreto de la realidad. Con la aparición de la cámara fotográfica aparecerá el debate entre los modernos y los antiguos, los impresionistas y los pompiers. Los primeros abandonarán la fidelidad hacia la figura y la forma, la pintura ensalzará la impotencia de la cámara, por ejemplo la captura de la luz en un momento concreto del presente. Los segundos, pompiers, nostálgicos del pasado, serán “fieles” a la realidad, preocupados por el academicismo y, obsesionados por el detalle, reflejarán la realidad incluso en el casco de un bombero. Otra forma superlativa de semejanza que intenta superar a la fotografía.
Posteriormente, nos encontramos con un giro hacia la propia subjetividad, el tiempo de lo dionisiaco: la atención hacia las pasiones y las formas de vida socialmente desdeñadas. Los nazis lo llamarán «arte degenerado», pues muestra al ser humano alejado del ideal de belleza mediante la prostitución, las drogas, el sexo, la depresión o el alcoholismo. El artista se convierte en un modo de vida alternativo, también en un maldito. Nos encontramos ante un nuevo conflicto: frente a las representaciones ideológicas y propagandísticas que fomentan el pensamiento uniforme y gregario, nos encontramos con un arte que realza la inconformidad del individuo, representada a veces como soledad, incomprensión y agonía existencial que coquetea con la autodestrucción. El arte propagandístico, que proviene del realismo socialista en la Rusia soviética y del realismo nacional-socialista en la Alemania del Tercer Reich, anhela la muerte de lo que se considera diferente y es reaccionario frente a la raza, la orientación sexual, las costumbres o la clase social. Por el contrario, el arte dionisiaco pretende la disolución del yo en su propio torrente volitivo, tal es la misión del expresionismo, el fauvismo, el primitivismo y, en general, de muchos de los movimientos de las vanguardias.
El arte vivirá otras salidas al conflicto entre el individuo y la sociedad por medio de la abstracción y su anhelo de prescindir totalmente del tema, confiriendo importancia al gesto de la pintura. La obra de arte ya no es un medio al servicio del artista para expresar su individualidad, tampoco es un medio capaz de conformar a las masas, y pretende ahora ser fin en sí mismo: los materiales (telas, pinturas, pinceles, peines, etc.) conservan el rastro y la memoria del gesto (pensemos en Kandinsky, Pollock o en Tàpies). Esta abolición del sujeto, de la imagen y de la figura dará lugar a una fuerte tendencia hacia la conceptualización del arte.
La abstracción encuentra competencia en Marcel Duchamp: el debate ahora se centra en el propio concepto del arte. La obra se convierte en un objeto mental, por ejemplo un urinario desviado de su función originaria. Esta nueva vía la seguirá Warhol con sus latas de sopa Campbell o el detergente Brillo Box. El que mira se transmuta en artista, hace posible la obra con su interpretación, de nuevo la apelación a la actividad del público, que debe disertar sobre la necesidad de un objeto y su función. El cuestionamiento acerca del concepto del arte revitaliza la propia expresión artística, manoseada por tendencias ideológicas e individualidades egotistas.
Por último, Onfray analiza el tiempo de lo icónico y de lo espectacular que han aparecido y se han mantenido durante las últimas décadas en el mundo del arte mediante la pintura, la escultura, las instalaciones o la performance. Lo icónico representa otro tipo de temporalidad más allá de lo cronológico, de lo cuantificable y, en definitiva, apunta irónicamente hacia lo que consideramos objetivo. Los artistas icónicos recurren a la imaginación, el sueño, la alucinación voluntaria o aliñada por las drogas. El estilo se convierte en su discurso, su fondo y su forma. Lo icónico es un puro significante sin significado (pensemos de nuevo en Duchamp, Dalí, Warhol o Di Chirico). En este movimiento hay una liberación del propio quehacer creativo, pues se intenta desacralizar el concepto y el significado del arte. La disputa ya no se vive en el terreno de la representación, el conflicto ahora es filosófico: incluso el propio artista, con su forma de vida, estilo y personalidad, se convierte en su obra.
Lo espectacular aparece en las últimas décadas por otro tipo de tiranía: la viralización, el golpe de ocurrencia masivo que inunda un espacio de una forma insólita, polémica, desgarradora o mediática. Pensemos, por ejemplo, en la escultura de la “peineta” de Maurizio Cattelan frente a la bolsa de Milán o el cuadro pintado por huevos rellenos de pintura y expulsados vía vaginal por Milo Moiré. Si bien el arte contemporáneo lleva décadas siendo cómplice de los intereses del mercado y favoreciendo la especulación económica, esto no es estrictamente algo nuevo, y no se nos ocurriría rechazar el trabajo de Velázquez por estar al servicio de los intereses de Felipe IV. Hay un territorio intermedio y escurridizo entre el pacto social (el guiño hacia los mecenas, los compradores, el mercado y el público) y la vocación para narrar otro tipo de tiempo. Si el tiempo es la medida de lo vivido, los artistas, en lugar de preocuparse por la representación de la belleza, han ofrecido una medida temporal alternativa con la que relacionarnos con el entorno.
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Autor: Michel Onfray. Título: Las razones del arte. Editorial: Paidós. Venta: Todostuslibros.
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