El 30 de junio de 2010 las empresas relacionadas con las redes sociales decidieron darse un homenaje, tomar la jornada al asalto y hacer que perdurara en el tiempo como su Día Mundial. Literalmente lo hicieron a golpe de clic prescindiendo de la burocracia que conlleva el reconocimiento oficial de estas efemérides.
En este caso, el cuándo es tan relevante como el cómo. Las redes se hicieron con su Día Mundial con apenas seis años de vida frente a sectores tradicionales como el Transporte, por ejemplo, que lleva años porfiando en vano por ese reconocimiento administrativo que, en última instancia, concede la ONU. Las redes, sus operadores y aledaños no necesitaron ni tiempo ni ninguna organización de naciones unidas o similar. Tomaron lo que entendieron que era suyo, sin más aval que su ocurrencia, su voluntad y su número.
Hoy, cuando las redes sociales todavía no han alcanzado el equivalente a la mayoría de edad de España (Facebook vio la luz en febrero de 2004), se han hecho con un rol determinante en nuestra forma de relacionarnos. Lo demuestran a diario con los cientos de millones de usuarios que las utilizan a lo largo y ancho de este pequeño mundo, pero también lo hacen con el reducido número de disidentes que desde el pensamiento profundo las observan con la cautela de quien analiza al anticristo.
Estos pocos concentran nombres como Byung Chul Han, Zygmunt Bauman, Richard Wiseman o el irredento Noam Chomsky. Representan una suerte de legión extranjera conjurada en torno a una idea común: evitar el pasmo tecnológico de nuestra sociedad. Es un objetivo arduo porque el embelesamiento que han generado las redes conecta directamente con nuestras amígdalas reptilianas, la parte de nuestro cerebro que se sigue moviendo por instintos básicos y satisfacciones inmediatas.
En plena revolución tecnológica, las redes sociales han conseguido relegar en nuestra percepción, campos de mucho mayor rango científico como la física cuántica o la biotecnología, o de impacto social como las criptomonedas o la economía compartida. Sin duda, parte de la rotundidad de su éxito responde al radio de acción del cambio que han propuesto. A nivel colectivo, las redes han otorgado un poder de inmediatez comunicativa a nuestra sociedad que solo encuentra un eco similar en la invención de la imprenta. A nivel individual, han conseguido la paradoja de socializar la soledad.
En estos quince años de vida, las redes sociales nos han hecho creer que todos tenemos nuestro momento en la alfombra roja de la fama. Estrellas efímeras que brillan en torno a selfies de lo absurdo público mientras condenan al ostracismo nuestra capacidad de reflexión o de pensamiento crítico.
La suerte de prestigio que se busca en las redes pone de manifiesto que seguimos en un estado de fascinación generalizado ante esta nueva ola de la comunicación, donde prevalece la habilidad de usuario frente al raciocinio más básico. Esta falta de madurez resulta casi más preocupante que la entrega en términos de datos que realizamos de nuestra intimidad.
Por mucho que sus operadores desarrollen algoritmos de poderosa seducción, la responsabilidad última recae sobre nuestros hombros. Está claro que, de momento, no les hemos sacado todo el potencial que representan. Hemos decidido ser más redesdependientes que navegantes intrépidos. Por eso estamos saturados de mala información, por eso nos retroalimentamos en bases ideológicas excluyentes, por eso estamos abatidos por el estrés y el cansancio, por eso —en definitiva— estamos más solos.
Esto no pretende ser un aquelarre en torno a las redes sociales, si algo debe ser sometido a la purificación pagana del fuego es la engañosa comodidad a la que nos hemos enganchado. Paradójicamente jaleamos a la rompedora de cadenas por su lucha a lomos de dragones contra el poder establecido mientras nosotros nos adocenamos en la comodidad anónima de nuestro sofá con un mundo que grita a nuestro alrededor.
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Título: En tiempo de dragones. Autores: VVAA, La Línea Maginot. Editorial: Amat – Profit Editorial. 235 Páginas. Precio 19,95 €. Venta: Amazon
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