«Seréis, pues, don Juan Tenorio»
Se ha ido perdiendo la costumbre de programar en los teatros alguna representación de Don Juan Tenorio coincidiendo con la víspera de Todos los Santos —aún permanecía más o menos vigente cuando estudié el bachillerato, recuerdo el énfasis que mis profesoras de literatura ponían en la cuestión— y no me parece ni bien ni mal ese desacato al bueno de Zorrilla, que tanto éxito conoció en su vida y al que hoy la posteridad recuerda en gran medida como uno de los exponentes más amanerados del Romanticismo, como tampoco me extraña que poco a poco se esté disolviendo el esplendor de un mito al que van arrumbando los buenos tiempos. Aunque Zorrilla acostumbre a llevarse el mérito —a él se debe la versión más entronizada del fenómeno, aquélla que ha terminado por resumir y definir lo que alguna vez se ha llamado donjuanismo—, tampoco está de más recordar que no le corresponde a él la paternidad absoluta de una criatura que seguramente se engendró a partir de referentes reales —unos hablan de Miguel de Mañara, reconocido pecador de la Sevilla del siglo XVIII que en sus últimos días se lamentaría amargamente de su incursión en las correrías que le dieron fama, y otros piensan en Jacobo de Grattis, aquel madrileño al que apodaban Caballero de Gracia y que ha terminado dando nombre a una de las traseras de la Gran Vía— y que, unos siglos antes, ya Tirso de Molina había sentado las bases con su célebre El burlador de Sevilla y convidado de piedra. Después de él fueron llegando Molière con su Dom Juan ou le festin de pierre, los Don Giovanni de Goldoni y Da Ponte y Lord Byron con su propia versión inconclusa. Y en don Juan se inspiraron Choderlos de Laclos y José de Espronceda para inventar respectivamente al vizconde de Valmont y a Félix de Montemar, justo antes de que llegara Zorrilla para poner manos a la obra y pergeñar su famoso Tenorio, en el que no se contentaba con retomar al personaje, sino que imprimía un giro al argumento para darle colofón con un arrepentimiento que no satisfizo mucho al público de su época. La acogida de sus primeras representaciones fue tan tímida que la obra quedó olvidada en un cajón y pasaron quince años hasta que el actor Pedro Delgado decidiese retomarlo cuando tomó a su cargo el Teatro del Príncipe. Programó varias funciones durante el mes de noviembre y quiso el azar que el patio de butacas se llenase, lo que propició, acaso por superstición, que a partir de entonces esas alturas del calendario se consideraran propias del texto. Con su revisión, Zorrilla puso en pie un nuevo estereotipo que conoció parodias —es famosa la que Valle-Inclán llevó a cabo en «Las galas del difunto», una de las tres piezas que componen su Martes de Carnaval, y queda memoria de la escenificación que Federico García Lorca y Luis Buñuel montaron en la Residencia de Estudiantes—y glosas varias a cargo de Pérez de Ayala, Ortega y Gasset o Marañón. Clarín empleó el arquetipo para construir el personaje de Álvaro Mesía, Torrente Ballester ofreció su mirada particular sobre el mito en la magnífica Don Juan y Gonzalo Suárez lo trasladó a su propio universo en el largometraje Don Juan en los infiernos. Es suficiente trajín como para que el Tenorio de Zorrilla haya ido quedando desvaído, pero aun así me gusta picotear entre sus páginas siempre que llegan estos días y dejarme llevar por la musicalidad tan familiar de esos versos de los que dijo Francisco Rico que inspiran al mismo tiempo adhesión emotiva y rechazo intelectual. Quizá en esa apreciación resida la clave de que aún se sigan llenando los teatros que optan por incluirla en su cartelera y explique por qué Don Juan en general, y el de Zorrilla en particular, se haya convertido en un modelo que hoy resulta por igual lejano e irrenunciable.
Lo del burro de Sancho
Regreso de vez en cuando a El Quijote con la misma fruición con la que se vuelve a casa, y otra vez vuelven la maravilla y el asombro y la hilaridad que conocí la primera vez que me adentré en esas páginas y que no dejo de sentir cada vez que las retomo. Alguna vez he dicho que siempre que me inmiscuyo en la historia del ingenioso hidalgo tengo la impresión de encontrarme ante el espectáculo de un escritor que se divierte, y realmente me cuesta avanzar en la lectura sin imaginarme al buen Cervantes regocijándose al final de cada párrafo, tan satisfecho por lo que ha dejado atrás como anhelante de dar forma a lo que aún está por venir. Esa predisposición al goce se pone de manifiesto en algún que otro despiste —es paradójico, y a la vez definitorio de la propia condición del género, que la mejor novela de la historia sea también una de las más imperfectas— que inevitablemente mueve a la sonrisa y que uno no puede más que despachar con indulgencia, en agradecimiento a tanta alegría como se va acumulando capítulo a capítulo. Entre ellos, quizá el que más destaque —porque es el más evidente, porque trae de cabeza a los lectores despistados que, como yo mismo cuando me vi por primera vez en esa tesitura, avanzarán y retrocederán en busca de alguna explicación que no llegará a ofrecérseles— sea el del burro de Sancho y sus apariciones y desapariciones por los senderos de Sierra Morena. En realidad, la cosa tiene más gracia si se tiene en cuenta que lo que el lector de hoy conoce del asunto es el fruto de una corrección que el propio Cervantes llevó a cabo cuando fue consciente del lapsus y que, por las prisas o por la vergüenza, acometió mal o a medias, lo cual no puede sino incrementar la empatía de cualquier escritor que en mayor o menor medida se haya visto en la tesitura de lidiar con algún desarreglo propio. Todo comenzó con la primera edición, cuando, en el instante en que don Quijote está a punto de iniciar su autoimpuesta penitencia en las montañas —nos encontramos al final del capítulo XXV—, Sancho Panza hace referencia a la pérdida de su montura, cuestión de la que nada se había dicho y que dejó a los primeros lectores totalmente estupefactos, puesto que en ningún momento habían llegado a tener noticia de que el escudero se desplazara a pie ni de que nadie le hubiese hurtado a su fiel Rucio, al que además se había aludido en el comienzo de ese mismo capítulo. Con todo, la cosa se volvía aún más incomprensible cuando la novela avanzaba y, llegado el capítulo LXII, el burro reaparecía como si nunca se hubiera ido. El episodio dio que hablar en su momento y se hicieron no pocas chanzas al respecto —Lope de Vega, tan dado a zaherir a su colega, llegó a mencionarlo de soslayo en un diálogo de su comedia Amar sin saber a quién—, y Cervantes se apresuró a remedar el desaguisado en la segunda edición, que dejó el libro tal cual ha llegado hasta nosotros. En ella, se cuenta en el capítulo XXIII cómo, tras el episodio de la liberación de los galeotes, Ginés de Pasamonte roba el burro de Sancho. Luego, en el capítulo XXX, se nos explica cómo el escudero lo acaba recuperando. Todo habría quedado resuelto —por más que resulte extraño que entre el mencionado capítulo XXX y el LXII no se haga la menor mención al animal— si no fuese porque a Cervantes se le olvidó suprimir la referencia que se hacía al burro al principio del capítulo XXV —«Despidiose del cabrero don Quijote y, subiendo otra vez sobre Rocinante, mandó a Sancho que le siguiese, el cual lo hizo, con su jumento, de muy mala gana.»— , generando así un galimatías que el propio Cervantes tuvo que reconocer cuando, al publicarse diez años después la segunda parte, puso a discutir a sus propios personajes sobre el particular. De su genialidad da fe el hecho de que la solución que encontró entonces fue también pionera y sentó un buen precedente para cualquier escritor que se vea en el trance de dar explicaciones por algún descuido de este tipo: la culpa, explicaba Cervantes por boca de sus personajes, la había tenido el editor.
Una habitación secreta
Cuando el pasado mes de marzo decidí abandonar por un día mi refugio en la torre de Santa Maddalena para irme a dar un paseo por Florencia, Beatrice Monti me recomendó que visitara la Cripta de los Medici. «No es un sitio al que vaya mucha gente, pero es uno de los lugares más bonitos de la ciudad», me aleccionó. No lo conseguí. Entré en la basílica de San Lorenzo —que no me sedujo especialmente, a excepción de la cúpula que Brunelleschi materializó mientras concretaba sus planes para Santa Maria del Fiore—, pero descubrí que la capilla en cuestión tenía un acceso independiente y además se encontraba cerrada ese día. No pude entrar hasta que dos semanas después regresé a la ciudad, esta vez para permanecer en ella durante un par de días, y conseguí entrar —ahora por la puerta correspondiente y tras esperar en la cola preceptiva, más numerosa de lo que las palabras de Beatrice me habían dado a entender— en el complejo de las Capillas Mediceas, con su suntuosa Capilla de los Príncipes y la Sacristía Nueva que Miguel Ángel ideó como cripta para la todopoderosa familia florentina y que es, verdaderamente, un espacio apabullante cuyas dimensiones reducidas acentúan la impresión que causan las esculturas que habitan sus paredes. Leo ahora que bajo esa estancia pequeña y fascinante se encuentra una habitación que por primera vez se abre al público y cuyos muros se encuentran recubiertas por bocetos que probablemente urdió el propio Miguel Ángel como preparación o anticipo de algunas de sus obras mayores. Puede que se escondiera allí para ponerse a salvo de las persecuciones que se dieron durante el asedio de Florencia —una ciudad tan bella en su apariencia como violenta en su esencia— y que permaneciera trabajando allí en la medida en que se lo permitieran sus circunstancias, y aunque nada sea seguro y haya quienes cuestionen su autoría, eso no quita mérito a unos dibujos que, por lo que he visto en las imágenes que se han hecho públicas, componen estudios anatómicos y expresivos en cuyos trazos quizá resida la clave de bóveda de otro reducto añadido al del propio espacio físico, aquél que ofrece el arte en medio de la barbarie.
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