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El artificiero y la mariposa, de Gabri Rodenas

El artificiero y la mariposa, de Gabri Rodenas

El artificiero y la mariposa narra la historia de Bimorí, una trapecista que tiene un accidente durante un espectáculo: vestida con su traje de mariposa, cae desde doce metros de altura y entra en coma… el mismo día en que se entera de que está embarazada. A lo largo de un viaje lleno de fantasía irá conociendo personajes tales como una gata vestida de leñadora, una maga, un adivino, un intérprete de sueños, un pirata o una tortuga gigante que corre a gran velocidad —entre otros—, que la ayudarán a encontrar el camino de vuelta a casa. Una novela inspiracional con formato de «cuento de viajes» que nos hará disfrutar tanto como El mago de Oz, La princesa que creía en los cuentos de hadas o El caballero de la armadura oxidada. Con toques de fantasía onírica, al estilo de Alicia en el país de las maravillas, esta obra, llamada a convertirse en un clásico moderno, nos habla de la importancia de conocer nuestra naturaleza y de dejar atrás patrones heredados para encontrar nuestro propio camino y disfrutar de la vida en plena libertad.

Zenda ofrece un adelanto de El artificio de la mariposa (Planeta, 2022), de Gabri Ródenas.

*******

I

Todos los niños deberían contarles cuentos a sus padres. Bueno, en realidad deberían contarles cuentos a las personas mayores en general.

La mayoría de los adultos, en algún momento de nuestra vida, le hemos contado un cuento a un niño: a uno de nuestros hijos, a un sobrino o a un nieto, a un vecino, al hijo de uno de nuestros amigos… Pero no es tan habitual que sean los niños quienes les cuenten cuentos a los adultos. Lo cual, por otra parte, no debería resultar extraño, pues en realidad todos los adultos fuimos niños una vez (aunque lo hayamos olvidado) y todos los niños, con mucha probabilidad y un poco de suerte, acabarán siendo adultos (aunque todavía no puedan saber cómo será aquello y a qué problemas tendrán que enfrentarse).

Así es: cuando nos hacemos mayores (no digo ancianos, solo mayores), olvidamos cómo éramos cuando éramos pequeños, cuando el mundo era todavía una aventura constante y un sinfín de misterios por descubrir; olvidamos qué anhelábamos, y a veces nos tienen que recordar qué queríamos ser cuando creciéramos. Por supuesto, no tenemos ni la más remota idea de en qué momento comenzamos a cambiar, a convertirnos en otra cosa (normalmente mucho más aburrida) y asumimos sin más que en eso consistía crecer.

Pero ¿y si crecer consistiese realmente en otra cosa? ¿Y si madurar fuera recuperar la alegría y la ilusión del principio, de la infancia? ¿Y si pudiéramos redescubrir quiénes éramos de verdad?

¿Es posible que un adulto llegue a comprender que el mayor regalo que puede hacerse a sí mismo y a quienes vengan detrás es la oportunidad de conocer su verdadera naturaleza y la posibilidad de conservarla libremente durante toda su vida?

Tuve la ocasión de descubrirlo gracias al relato de mi hija Perla. Fue ella quien me contó el cuento que estoy a punto de compartir con vosotros.

Mientras tanto, yo yacía en una cama, después de un aparatoso accidente que sufrí al caer desde un trapecio (era trapecista de profesión). Volaba a doce metros de altura cuando me precipité al vacío. Al chocar contra el suelo me fracturé el cráneo y me sumí en un coma profundo.

Perla siempre fue muy madura para su edad y desde muy pequeña tuvo una imaginación desbordante —y, en honor a la verdad, puede que un poco tétrica—. Pero imagino que su relato, como sucede en la mayor parte de las narraciones infantiles, sería el resultado de combinar elementos de la vida familiar con historias que hubiese oído por ahí, en el recreo o en clase, y fragmentos de los libros que tanto le gustaba leer (Perla era y sigue siendo una gran aficionada a la lectura); de cosas vistas en programas de la tele o en vídeos de internet. ¡¿Cómo saberlo?! ¡Los niños de hoy día crecen demasiado deprisa y los adultos no siempre podemos seguirles el ritmo!

No podría explicar cómo, pero las palabras de mi hija de siete años —que permanecía de pie junto a la cama sin separarse de mí— penetraron en mi mente sedada, anestesiada, adormecida. Tal vez fuera el amor que ella sentía por su madre moribunda lo que lo hiciera posible.

Yo esperaba que ese mismo amor pudiera traerme de vuelta a la vida.

En cualquier caso, y mientras tanto, trataré de transcribir la historia que Perla me contó. Así la recordaré para siempre.

Quizá la memoria me falle un poco, y es muy posible que cambie algunas palabras o que, sin pretenderlo, incluso añada algunas partes de mi invención a su narración infantil. Pero, en líneas generales, este es —al menos tal y como yo lo recuerdo— el cuento con el que mi hija me enseñó finalmente a volar.

II

Al contrario de lo que sucede en casi todos los cuentos, no hace mucho tiempo de esta historia, ni tampoco sucedió enun lugar muy lejano.

A decir verdad, podría haber sucedido hoy mismo y a doscalles de casa.

La sala estaba llena de gente. Decenas de espectadores se habían reunido para disfrutar del espectáculo de circo. Era la noche del estreno. Entre el público había algunos niños, incluso bebés dentro de sus carricoches.

Bimorí, la trapecista vestida de mariposa, pudo verlo oculta detrás del telón. La acompañaba un hombre a quien los que deambulaban por detrás de las cortinas del escenario a veces llamaban Muba y otras, en un tono más juguetón, Artificiero.

A Muba no parecía gustarle eso de echar un vistazo a la platea antes del espectáculo. Le dijo a Bimorí que le desconcentraba y que era muy poco profesional. A ella, sin embargo, le encantaba curiosear. Apartó un poco el extremo de la enorme cortina y miró el auditorio como habría hecho cualquier niña emocionada antes de la función de fin de curso.

Los habían invitado a participar en la gala de fin de curso de otra escuela de circo. Ambas escuelas se llevaban bien y no competían entre ellas. A los artistas les gustaba compartir con otros artistas sus trucos y ejercicios. El circo era así, según dijo Bimorí en algún momento.

Muba nunca le había preguntado a Bimorí por qué se había cambiado el nombre que le dieron al nacer, ya que la aceptaba plenamente tal y como era. El caso es que Bimorí decidió cambiarse de nombre cuando se marchó de casa de sus padres para dedicarse plenamente a la acrobacia. Sus padres se disgustaron mucho con su decisión de separarse de ellos, sobre todo su padre. Pero a ella le dio igual, porque lo que más deseaba en el mundo era ser libre. Y si de paso podía chincharlos un poco, tanto mejor (no porque fuera especialmente mala, sino porque era algo que, al parecer, hacían casi todas las jóvenes). Bimorí creía que cambiarse el nombre era la mejor manera de ser quien ella quisiera ser y no quien sus padres o el resto del mundo quisieran que fuera (ya desde bien pequeña, Bimorí fue una chica muy testaruda).

Y así pasó a llamarse Bimorí, un nombre que había tomado de un viejo libro y que significaba «niebla».

Ya que hablamos de libros, aquella sala no se parecía nada a los circos que aparecían ilustrados en ellos, con sus típicas carpas de rayas rojas y blancas y sus animales enjaulados (lo cual, en cierto modo, agradaba a Bimorí, que no soportaba ver a los animales encerrados y se ponía muy triste cuando los veía a través de las rejas, con los ojitos apagados, esperando que alguien los sacase de allí). La sala más bien se parecía a un almacén o una fábrica que hubiesen intentado decorar ligeramente, con poco más que una capa de pintura, unas luces y algunas banderolas de colores.

Corría la voz de que esa noche un cazatalentos de una importante compañía acudiría al espectáculo, y los dos trapecistas —sobre todo Muba, que era quien lo había llamado así: «cazatalentos»— querían impresionarle. Dijeron que, si les salía bien su número de trapecio, aquel hombre se los llevaría de gira por todo el país. Como a ellos les hacía falta el dinero y querían que todo el mundo los conociera, se habían esforzado en preparar su número de trapecio. Volarían sin red. Sabían que era algo muy peligroso, pero no era la primera vez que lo hacían y estaban seguros de poder hacerlo de nuevo.

Los dos estaban un poco nerviosos, seguramente porque querían sorprender a ese cazatalentos y poder así viajar por muchas ciudades y ganar mucho dinero.

En el suelo del escenario, situados a cada lado de la pista, había unos focos que arrojaban una luz roja, suave e hipnótica. Si se miraba desde cierto ángulo, era como si un sol ascendiera hasta lo alto y tocase el techo con sus rayos ardientes.

Muba se había maquillado la cara como si la tuviera llena de polvo y grasa, iba sin camiseta y llevaba unos pantalones de soldado. A Bimorí el aspecto de aquel hombre fornido le hacía mucha gracia. Ella, menuda y atlética, iba vestida con un disfraz de mariposa que había cosido con sus propias manos; una especie de traje de bailarina, con su tutú de tul y seda en tonos pastel, al que había añadido unas alas de muselina suaves y blanditas.

Fue su madre quien le enseñó a coser.

Una canción lenta comenzó a sonar y Bimorí y Muba aparecieron cada uno por un extremo del escenario. Se movían de manera coordinada y fluida, como solo saben hacer las personas que se conocen desde hace mucho tiempo. Y es que Muba y Bimorí eran marido y mujer, así que era probable que se conocieran bastante bien.

Muba se acercó al centro del escenario y subió al trapecio a través de una cuerda gruesa que colgaba del techo y que se agitaba suavemente como una serpiente pitón; Bimorí subió a través de una tela aérea que flotaba en mitad de la pista.

Comenzaron a tomar impulso en el trapecio, cada uno en el suyo, hasta que, de repente, Bimorí se soltó y voló en un salto hacia Muba. El público estaba entusiasmado, incluso se oyeron algunos «¡Ohhhh!». Los brazos de Bimorí se alargaron, buscando las manos de su pareja… Pero sus dedos no llegaron a rozarse.

Mamá no le enseñó a volar.

Bimorí se precipitó al vacío a la vista de una multitud aterrorizada.

Mamá no le enseñó a caer.

Durante su caída, sin embargo, no tuvo miedo, ni pensaba en el hecho terrible de que se acercaba al suelo a una velocidad vertiginosa. Su último pensamiento antes de estrellarse contra el suelo fue que todavía no le había contado a Muba que estaba embarazada.

Después de eso, el mundo se volvió oscuro por completo.

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Autor: Gabri Ródenas. Título: El artificiero y la mariposa. Editorial: Planeta. Venta: Todostuslibros

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2 años hace

Todos deberíamos contarnos cuentos unos a otros. Esa antigua costumbre que proviene de cuando por primera vez nos juntábamos alrededor de los primeros y m´`agicos fuegos con los ancianos, los adultos y los más jóvenes. Todos alrrededor. Fuego. Calor. Historias. Como la escena de la chimenea en «Memorias de África»…

En esta época, con los móviles, la televisión, las series, lo virtual, hemos dejado de hacer volar nuestra imaginación con historias, reales o no, da igual, contándoselas a los demás, a tu alrededor, de palabra, de tú a tú, mirándonos a los ojos. A tu alrededor. Y si es posible, alrededor de un fuego, mágico. Alrededor. Historias, cuentos.

Muy buena portada de este libro, muy sugerente el rostro, la belleza, los ojos soñadores. Y la reseña me ha llegado adentro. Deliciosa historia que hay que leer y disfrutar…