Aquí ha habido una historia mínima, en pequeño, que se ha obviado para contar otra historia, que es la de los reyes, los duques, los ministros y demás catenaria política, que aún son los que gozan de la primera plana de los libros. Éric Vuillard viene ahora a reivindicar la letra pequeña de los acontecimientos, que es la gente, la ciudadanía, que durante siglos fue ignorada o dejada de lado por los estudios (hasta que los Jacques Le Goff, los Duby y otros reivindicaron su importancia), con una novela dedicada a los olvidados, en particular al obreraje gremial y fabril que en 1789 tomó el cielo de París, que no era el azul de Machado, sino del lapislázuli que ornaban los óleos y orfebrerías que decoraban los palacios de la nobleza (la de sangre y la económica). El asalto a la Bastilla resultó el epitafio popular del absolutismo por el voto directo de las armas. Aquel sufragio improvisado supuso la irrupción de las masas en la Historia, así en mayúsculas, que después tanta cola ha traído.
Vuillard, en El orden del día, les hizo el estriptis moral a las compañías que colaboraron con el nazismo —ya saben: la Opel, Allianz, Telefunken, Bayer, Krupp, Agfa y tantas otras—, aunque no se recuerda que figure en la nómina el nombre de un tal Hugo Boss, hoy tan de moda, que fue el encargado de diseñar los uniformes de la Wehrmacht y los pelotones de las SS. Ahora el escritor, en su libro 14 de julio, ha sacado del anonimato a la muchedumbre harta de hambre y manchada de sudor, o sea, los apellidos de Verneau, Vichot, Perdue, Petitanfant, Cadet, Valois, que dieron un paso adelante para empoderarse a las bravas de autoridad. Lo hace en un ejercicio literario que escapa a los moldes previstos del cajón de las taxonomías y que parece suscribir eso de que quien no conoce la historia está condenada a repetirla. Lo suyo es un juego de retrospectiva que en realidad no aspira a contar el pasado o, al menos, no únicamente el pasado, sino que habla de lo que nos puede sobrevenir.
Es un malabar que parece apostar sus cartas a lo remoto cuando su envite es al mañana. En vez de examinar las tripas de los corderos sacrificados, como hacían los arúspices romanos, ahonda en los párrafos sin explorar de la documentación para mostrarnos, más que el mosaico del siglo XVIII, el que vamos componiendo hoy con esas teselas que son nuestros actos. Los buenos libros no discurren por la corriente de su prosa, sino por la tinta invisible del subtexto, y en esta obra él hace justamente alarde de eso. Cuando pasó por aquí, a uno le dieron un toque a la redacción.
—Oye, chico, que viene a Madrid. ¿Te interesa hablar con él?
En el encuentro resultó casi inevitable plantear la cuestión que tantos se hacen.
—¿Volveremos a asaltar la Bastilla?
Él respondió de una manera muy francesa:
—No hace falta preguntarlo.
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