Instagram se ha llenado de coaches, mentores y facilitadores, entre otros eufemismos que disimulan la carencia de conocimientos realmente curriculares, y también la de formaciones y titulaciones regladas. Kundalini, tapping, extrañas amalgamas que llevan el apellido de cuántico o cuántica, ritos para atraer dinero o algo llamado constelaciones familiares, son algunas de las cosas de las que hablan las cabezas parlantes. No queda ni rastro del glamour victoriano que envolvía los espectáculos de espiritismo y mesmerización de finales del diecinueve. Todo es bastante cutre y advenedizo, porque es fácil comprobar que muchos de estos maestros fake acaban de subirse al carro; un escroleo rápido te conduce a las galerías inferiores de músculo y morros exagerados para la foto, antes del retiro que cambió sus vidas, o de la mentoría, o del viaje exótico que les permitió descubrir “su mejor versión”.
En un breve texto titulado Viaje al interior del yo (2006), Fernando Álvarez-Uría se refería a tres vectores sociológicos del proceso de individualización del homo oeconomicus: la cultura psicológica inaugurada por la medicina mental, la consolidación del cliché del viaje a Oriente y la crisis política que acabó con la conciencia de clase. De significativa actualidad, cabría inscribir estas tres pautas en un contexto de importantes incertidumbres, lo que quiere decir que los grandes sistemas filosóficos habrían perdido su hegemonía, favoreciendo la proliferación de los remedios rápidos y las respuestas para todo. Los días de los pensadores monumentales han terminado, o al menos han quedado suspendidos por un tiempo más o menos largo. Aparte, piénsese en que apenas quedan divulgadores científicos entre los referentes de las masas: no tenemos a nadie como Carl Sagan en la era de las Kardashian.
En Contra los influencers (2023), Martin Rodríguez-Gaona despliega algunos conceptos que nos son útiles aquí. Apocalípticamente, reconoce que “la autorrepresentación, la extimidad virtual y la viralidad serán siempre más poderosas que cualquier discurso académico”. Piensa en poetas virtuales, pero es extrapolable a la generalidad de exhibicionistas de las redes, y a los facilitadores y mentores y demás, en particular. Las cosas han ido mucho más lejos de lo que McLuhan imaginaría jamás, y ya no es tanto que el medio sea el mensaje como que no hay mensaje propiamente dicho, sino fórmulas incapaces de penetrar la superficie en la que flotan. El mundo, dice Rodríguez-Gaona, se ha convertido en un enorme simulacro.
Todo gravita en torno a una idea egoísta y más o menos desesperada de autorrealización, toda vez que el “espacio interior al individuo aparece como la clave, el ámbito de resolución de todos los problemas, cuando en realidad no es sino una falsa huida hacia delante”, nos dice Álvarez-Uría. Los y las gurús ignoran las desigualdades estructurales y desplazan el nodo de la alienación al individuo, algo que necesitan hacer para poder vender que todas las soluciones están en su propia mano, incluso la curación de enfermedades en los casos más controvertidos. La emocionalidad suplanta a la menos ambiciosa de las razones, y toda posible noción de nosotros desaparece. La felicidad es un Xanadú individualista, y quien la busca no tiene por qué responsabilizarse de nada que no sea esa mera búsqueda.
Digámoslo sin ambages: la pseudoespiritualidad de Instagram es desacomplejadamente amoral. De hecho, una de las grandes materias primas que explota es la del descargo de las propias acciones dudosas, que se recontextualizan en un marco relativista: todo está bien, porque se explica por un trauma, el problema sin resolver de un antepasado o alguna otra cosa más fantástica. Es el fenómeno de psicologización sobre el que escribe Uría, y que trabaja del mismo modo sobre la otra gran materia, que es la del futuro soñado, y lleno de tópicos que apenas ocultan el privilegio de una clase media terminal. Por lo demás, la burguesía ha dejado de ser culta, y apenas da ya voces que reviertan sus posibilidades formativas en la sociedad. Hoy por hoy, lo de hacer del mundo un lugar mejor es como muy del Mayo Francés, y eso fue hace mucho tiempo.
Por una parte, la salvación ha dejado de ser ultraterrena para secularizarse. Por otra, tampoco es política, sino idiota en el sentido clásico de los idiotés (ιδιωτης), que eran los desafectos de lo común en el ámbito de la democracia ateniense; quienes solo se preocupaban de lo suyo, en un precedente histórico de lo que hoy es una ideología dominante, homogénea e iletrada, esto último acercándonos ya a la acepción moderna del adjetivo. Después de Spengler y Benjamin, y de los teóricos de lo que en el mundo anglo llama ahora declinism, es difícil refutar que atravesamos una crisis de lo occidental difícilmente remontable, y es en este marco en el que afloran los farsantes, unas veces moviendo las manos sobre cuerpos convulsionantes, otras ofertando eventos evidentemente sectarios, entre otras cosas que se antojan realmente obscenas en el contexto de un presente crítico.
En resumen, el auge de la espiritualidad fake vendría a ser una de las múltiples consecuencias indeseadas del fracaso del proyecto ilustrado, que, de alguna manera, solo ha triunfado desde el punto de vista técnico, descuidando el aspecto emancipador que se le presupuso a la ciencia en momentos más ingenuos de la historia moderna. En otras palabras, ni la lógica algorítmica ni la sociedad de las cifras se ven concernidas por la cosa en sí, y solo la apariencia, que es lo mercantilizable, se abre camino por las arterias virtuales de la pararrealidad. Es río revuelto para los charlatanes que copan las redes y monetizan la desesperación, y combatirlos es un deber intelectual.
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