Mi mujer no quiso saber nada de la última película de Indiana Jones cuando le propuse que fuéramos a verla al cine. Según ella, ni siquiera la había dirigido Steven Spielberg y en el guión habían tenido que intervenir al menos cuatro personas, si no más, para mantener con vida una franquicia que quizás nunca debió existir, de nuevo según ella. Lo que más le dolía, sin embargo, era la sospecha de que detrás de la mayoría de las imágenes no iba a ver a Harrison Ford sino los trucos de un buen programa de efectos especiales, capaz de articular a un actor de ochenta años como si fuera un monstruo de Frankenstein listo para participar en un blockbuster, que es el equivalente cinematográfico de los Juegos Olímpicos. Le sucede lo mismo con los Rolling Stones, pese a ser su fan número uno. No quiere volver a verlos en directo jamás y tampoco ha desempaquetado su último disco desde que se lo regalé, a poco de ponerse a la venta, hace ya unos cuantos meses. Quede claro que su actitud tiene poca o ninguna relación con la nostalgia, más bien tiene relación con su disgusto ante la capacidad del capitalismo para convertirnos a todos en productos, probando maneras distintas de empaquetarnos y lanzarnos al mercado, hasta exprimirnos por completo, de cualquier manera, a cualquier precio, a cualquier edad. Supongo que lo que ella echa en falta son las líneas que deberían determinar a partir de qué momento algo queda fuera de lugar tal como había sido hasta cierto momento. Theodor W. Adorno lo dejó bastante claro cuando dijo aquello de que la poesía no era posible después de Auschwitz, con lo que no quiso decir que la poesía tuviera que abandonarse en adelante sino que no podía seguir siendo igual. Utilizó los términos poesía y Auschwitz, como ahora podríamos utilizar, salvando las distancias, a Harrison Ford e Indiana Jones a la edad de ochenta años.
Me pregunto cuál habrá sido la respuesta de los fans de Paul Auster a su última novela, Baumgartner. ¿La habrán leído pese a saber que él tiene cáncer y 77 años? ¿O la habrán leído con las premisas de su enfermedad y su edad muy presentes? Es fácil, con esos datos en mente, dar por supuesto que quizás sea su canto de cisne, de la misma forma que mucha gente dio por hecho que Cerrar los ojos (2023) fue el canto de cisne de Víctor Erice, teniendo en cuenta su edad y el tiempo que hasta ahora se ha tomado entre largometraje y largometraje. Pero dar por hecho algo a priori cuando uno se refiere al arte en general es cuando poco temerario, porque si por algo se caracterizan los artistas es por ser ante todo imprevisibles. Paul Cézanne, Manoel de Oliveira y Charles Bukowski fueron artistas tardíos y a pesar de eso sus obras resultan tan vigorosas como acertadas. Edward Said decía en Sobre el estilo tardío que muchos artistas en su aparente ocaso vital a veces producen obras que colisionan con su tiempo e incluso con cuanto ellos mismos hicieron con anterioridad; también decía que a veces las últimas obras de muchos artistas, en lugar de seguir manteniendo la tensión creativa de sus inicios, se caracterizan por una misteriosa serenidad crepuscular.
Dicho todo lo anterior, comenzaré reconociendo que Baumgartner es, por encima de cualquier otra cosa, una obra de «una misteriosa serenidad crepuscular». Los mayores acontecimientos en sus primeras páginas son dos accidentes domésticos, cuando el protagonista coge un cazo de leche que ha comenzado a arder y se quema, y cuando cae por las escaleras mientras baja al sótano de su casa. En la obra de Auster, no obstante, sabemos que una llamada telefónica en mitad de la noche puede poner la vida de una persona patas arriba. La edad de sus protagonistas, en ese sentido, apenas tiene relevancia: el azar puede cambiarlo todo en cualquier momento y hacer que ese cambio afecte a cualquier persona. El hecho de que no lleves encima un lápiz para que un admirado jugador de béisbol te firme un autógrafo puede convertirte en escritor con menos de diez años, y ese mismo hecho tiene su eco cuando muchos años más tarde llevas ese lápiz encima pero ya no esperas que nadie vaya a pedírtelo para que te firme un autógrafo y solo lo tienes para conjurarte a través del lápiz con los muertos. A Baumgartner, de hecho, nos lo encontramos ante su escritorio nada más comenzar la novela. Está a mitad de una de las frases del tercer capítulo de un libro dedicado a los seudónimos de Sören Kierkegaard. Si estuviéramos en otro libro de Auster, seguramente la referencia a Kierkegaard se prolongaría a lo largo del libro, enroscándose con sus sucesivos temas; en este, sin embargo, es solo mobiliario de página, aunque no deje por ello de resultar productivo investigar al respecto. De ese modo, descubriríamos muchas coincidencias entre Auster y Kierkegaard, entre Kierkegaard y Baumgartner y entre Baumgartner y Auster. Auster y Kierkegaard, por ejemplo, pudieron dedicarse a la escritura gracias a una herencia. Kierkegaard y Baumgartner escribieron sin descanso, sobre los temas más disímiles y peregrinos; y si el primero murió por un problema relacionado con su columna vertebral, muy pronto descubriremos que la mujer del segundo murió por la misma causa. Y Baumgartner y Auster tienen no una sino muchas cosas en común, como que la madre del primero se apellidase Auster antes de casarse o que ambos se hubiesen casado con mujeres traductoras. Por supuesto, la tela de araña podría seguir tejiéndose. Cada libro de Auster siempre me ha parecido emanar de los anteriores, formando entre todos los círculos concéntricos que produce una piedra cuando la lanzamos al agua de un lago o un estanque. Unos hacen trabajar a los otros, de manera que se tiene la sensación no tanto de estar leyendo siempre el mismo libro sino de estar leyendo un libro in progress.
Me parece que Kierkegaard dice en alguna de sus obras que «hasta ahora he estado al servicio de mis seudónimos, para ayudarlos a convertirse en escritores». Una cosa así le sucede a Auster con sus personajes en Baumgartner, a los que poco a poco invita a escribir una parte del libro, con fragmentos de sus diarios, poemas, relatos y cartas, multiplicando las perspectivas desde las cuales se puede observar a Baumgartner pero también convirtiendo el libro en una especie de laberinto narrativo, con historias y tiempos sobreponiéndose unos a otros. Vamos descubriendo que Baumgartner en realidad se llama Seymour (un nombre en el cual no se reconoce), sus amistades le llaman Sy, sus libros aparecen firmados por S. T. Baumgartner y la T. proviene de un jefe indio llamado Tecumseh, a quien su padre admiraba porque había intentado unir a la tribu de los shawnees con las demás tribus del país para luchar contra los europeos en cuanto estos comenzaron sus políticas genocidas. Por así decirlo, Baumgartner es hijo de un judío de Galitzia y epicentro de todas las contradicciones identitarias de Estados Unidos. Su mujer había renunciado a escribir una obra propia y había escogido en lugar de eso la traducción al inglés de autores en otras lenguas, tras cuyos nombres se escondía ella en realidad; y él mismo sigue multiplicándose y encontrando en su vida, mientras se va desplegando a lo largo de la novela, la complejidad y la diversidad que su condición de persona mayor parece negarle al principio.
Ya antes de Baumgartner, Paul Auster había utilizado a personajes de una edad considerable en La noche del oráculo, Brooklyn Follies y Un hombre en la oscuridad. Paul Auster, en ese sentido, no es como los novelistas vigorosos que describen en sus últimas novelas a seductores moribundos y machos alfa en declive. Se parece muy poco a Norman Mailer o Philip Roth. No necesita despliegues atléticos o no únicamente atléticos. A veces, como en Baumgartner, la aventura que viven sus protagonistas es similar a un paseo al lado de Robert Walser, Franz Kafka o Samuel Beckett, autores con quienes Auster comparte un simbolismo similar, además de ciertas tendencias teóricas no demasiado comunes en la narrativa estadounidense. Muchas novelas suyas tratan sobre personas determinadas a escribir algo, como hacen bastantes personajes de Thomas Bernhard, pero luego atraviesan todas sus páginas haciendo cualquier cosa menos lo que se habían determinado a hacer al principio. Escribir siempre es multiplicarse y extraviarse, bajo el control del capitalismo, tras una cantidad inicial de dinero que progresivamente va disminuyendo y que amenaza con hacer colapsar un estilo de vida u obligar a alguien a hacer lo que siempre se había prometido no hacer.
Con Auster lo físico suele desembocar en lo metafísico, los cimientos de una historia suelen colapsar y continuar entonces con la ayuda de otras historias, convirtiendo la escritura en la maquinaria de la memoria y la memoria en el corazón del relato cuando ya no queda historia que contar. Baumgartner en esta novela puede cambiar y quiere hacerlo, siente que su vida puede estar acercándose a su final y necesita darle un nuevo rumbo, encontrar a alguien con quien comenzar a partir de cero, que suele ser lo que hacen los estadounidenses cuando sus vidas se encuentran en una encrucijada y necesitan comenzar una vez más. El problema es que en esta novela Paul Auster nos coloca entre 2016 y 2018, un momento crucial para la historia norteamericana porque Donald Trump (cuyo nombre jamás se utiliza en la novela, oculto tras la máscara del rey Ubú de Alfred Jarry) está cerca de acabar su primera legislatura como presidente y va a enfrentarse a un rival que, aunque a primera vista solo parece ser Joe Biden y no dé la sensación de estar a su altura, bien podría ser Seymour Tecumseh Baumgartner, un individuo con la sabiduría que proporciona la edad, con una buena educación a sus espaldas, con una memoria de momento indestructible y con una determinación de hierro para seguir pensando y escribiendo mientras su país, y quizás el mundo occidental de momento y muy pronto todo el planeta, corre el riesgo de acabar en las manos menos oportunas si se le vuelve a entregar el poder a la persona equivocada, la del eslogan fácil: «America First» o «España para los españoles». La misma que quiere hacernos creer que seguimos siendo el centro de un relato, sin importarle que ese relato hoy en día ya no tenga sentido y solo nos queden sus ruinas. Ese enemigo que se perfila en Baumgartner no es tanto la edad como aquella frase que utilizaba Lampedusa en El Gatopardo, al decir que «es necesario que las cosas cambien para que todo siga siendo igual», cuando lo que descubre finalmente el personaje principal de esta novela de Paul Auster es que en la ficción y en la vida real «nosotros mismos necesitamos seguir siendo iguales, fieles a un estilo y un destino, para que las cosas puedan cambiar».
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Autor: Paul Auster. Traductor: Benito Gómez Ibáñez. Título: Baumgartner. Editorial: Seix Barral. Venta: Todostuslibros.
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