Amalia Quiroga interpreta un fragmento de «El amor brujo» en el piano de cola del Club Lyceum en la Casa de las Siete Chimeneas y a Vicente Yebra, un aspirante a fotorreportero del que es mejor no fiarse, se le rompen todos los esquemas. Nunca ha visto a una mujer al piano. Nunca ha contemplado a nadie tocando una pieza con tanta energía. Y nunca se hubiera imaginado que esa noche, a punto de asistir a un recital de Lorca, iba a ser el comienzo de una historia de amor insólita.
Zenda ofrece un adelanto de El baile del fuego, de Carlos Fidalgo.
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Me enamoré de Amalia Quiroga mientras tocaba un fragmento de El amor brujo en el piano de cola del Club Lyceum, en la Casa de las Siete Chimeneas. Amalia tenía veinte años, era hija de un empresario de Mondoñedo que la alojaba en la Residencia de Señoritas de la calle Fortuny después de inscribirla en el conservatorio, y los cuatro minutos y medio que duró su interpretación me marcaron como un hierro candente.
Era la primera vez que veía a una mujer al piano y los dedos de Amalia repicaban en las teclas blancas y negras de marfil con una energía desconcertante. Todo el salón escuchaba en silencio. Los hombres conteníamos el aliento, embobados ante aquel despliegue repentino de fuerza y de coordinación. Las mujeres asentían satisfechas. Y Amalia inclinaba levemente la cabeza y temblaba como si estuviera en trance mientras deslizaba las manos sobre el teclado con una concentración y una intensidad tan arrebatadoras que arrancaron un aplauso rotundo en el momento en que terminó la pieza, tras un movimiento final contundente, definitivo, que sonó como un desafío.
Cuando me acerqué para preguntarle, pobre de mí, qué es lo que había tocado aquella noche, me respondió: «La danza ritual del fuego, del maestro Manuel de Falla». Después se levantó de la banqueta y enseguida la rodearon para felicitarla.
Yo estaba allí para tomar fotografías. No sabía nada de música. Y el pelo rojo de Amalia, que le caía rebelde sobre los hombros mientras estiraba los brazos y acercaba el cuerpo al piano, completaron el sortilegio. Estaba perdido.
—A María le hubiera gustado mucho escucharte —le decía una mujer madura. Y llamaba mucho la atención porque su melena negra era tan larga que le rebasaba la cintura—. Le escribiré a Suiza para contárselo. ¿Has leído el libreto, verdad?
—¿El que escribió su marido? —Y un gesto de desagrado afloró en el rostro de aquella mujer de cabellos oscuros y pómulos muy marcados, que al momento le respondió:
—Hace algunos años que se separaron —pero se quedó, me pareció evidente, con las ganas de contarle algo más.
—¿Les puedo tomar una fotografía? —interrumpí mientras enseñaba mi pequeña Kodak Baby Brownie, casi una cámara de aficionado.
—¿Y tú quién eres? —me tuteó la mujer madura. Amalia, aún no sabía su nombre, no me quitaba ojo.
—Me llamo Vicente Yebra —les dije muy ufano—. Y he venido a fotografiar a Lorca para las páginas del Ahora.
Federico García Lorca, en la plenitud de su talento, era un ser luminoso que se paseaba por el salón de la Casa de las Siete Chimeneas con un manojo de poemas bajo el brazo. Y yo era un mentiroso que usaba el nombre del periódico donde solo trabajaba como aprendiz de tipógrafo para tomar fotografías con la esperanza de colocárselas a Manuel Chaves, el subdirector, y que me diera la oportunidad de convertirme en reportero gráfico.
—Entonces no pierdas el tiempo con nosotras —me respondió la mujer envejecida con gesto distante—. Federico empezará su recital enseguida.
«Manzanas levemente heridas por finos espadines de plata. La aurora de Nueva York tiene cuatro columnas de cieno. Nardos de angustia dibujada. Enjambres de monedas furiosas». Los versos que Lorca había escrito durante su estancia en Manhattan, unos años antes, apagaron el eco del piano. Pero yo solo tenía ojos para Amalia, bien rodeada de mujeres mayores, orgullosas de su energía. Allí estaba María de Maeztu, la presidenta del Lyceum, la directora de la Residencia de Señoritas también, insigne pedagoga que le ponía hora a sus estudiantes para vencer los recelos de sus padres varones, siempre reacios a que sus hijas aprendieran algo más que costura y se atrevieran a mezclarse con los hombres en los pasillos de la universidad o en las aulas del conservatorio de música. Allí estaba Alberti, el poeta de Marinero en tierra, y su mujer, María Teresa León, que también era escritora y socia del club. Habían venido las diputadas Clara Campoamor y Victoria Kent, que unos años atrás se habían enzarzado en un debate parlamentario sobre el voto femenino. Y allí seguía la mujer madura. No perdía ni una sola palabra, ni uno solo de los silencios con los que el poeta de Granada marcaba las pausas durante la lectura de unos versos inéditos a los que aquella noche no presté la menor atención.
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Título: El baile del fuego. Autor: Carlos Fidalgo. Editorial: La Esfera de los Libros. Venta: Todostuslibros
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