Anne Tyler, ganadora de los premios Pulitzer, National Book Critics Circle y Pen/Faulkner, regresa con El baile del reloj (Lumen).
La protagonista, Willa Drake (a los 11 años desaparece su madre, se casa a los veintiuno y queda viuda a los cuarenta), recibe una inesperada llamada que le hace abandonar todo e ir a ayudar a la exnovia de su hijo, quien ha sido gravemente herida. La espontánea decisión de cuidar de esta mujer, de su hija de nueve años y de su perro la llevarán a explorar un territorio desconocido: el de elegir su propio camino.
Zenda publica las primeras páginas de esta novela íntima y conmovedora, traducida por José Luis López Muñoz.
1967
Willa Drake y Sonya Bailey se disponían a vender chocolatinas de puerta en puerta. El dinero recaudado se destinaría a la orquesta de la escuela Herbert Malone, donde estudiaban primaria. Si conseguían vender suficientes, podrían ir a Harrisburg y participar en los concursos regionales.
Willa nunca había ido, pero le gustaba el sonido áspero y rocoso de aquel nombre. Sonya sí había estado, pero no se acordaba porque por entonces era muy pequeña. Las dos aseguraban que si no conseguían ir esta vez, se morirían sin remedio. Willa tocaba el clarinete y Sonya la flauta. Ambas tenían once años. Vivían, a dos manzanas de distancia, en Lark City (Pennsylvania), que desde luego no era una ciudad y que casi ni llegaba a pueblo, porque, de hecho, el único sitio donde había aceras era en la calle donde estaban las tiendas. Cuando Willa se imaginaba otras aceras, eran siempre enormes. Y estaba decidida a, de mayor, no vivir nunca en un lugar que no las tuviera.
Como no había aceras, a ninguna de las dos se les permitía salir de casa después de anochecer. De manera que se pusieron en camino por la tarde, Willa acarreando una gran caja de chocolatinas y Sonya con un sobre marrón para el dinero que esperaban recolectar. Salieron de casa de Sonya, donde antes habían tenido que terminar los deberes. La madre de Sonya les hizo prometer que volverían a casa tan pronto como el sol —que de todos modos a mediados de febrero era de una palidez lechosa— se ocultara detrás de los desiguales árboles que coronaban Bert Kane Ridge. La madre de Sonya era de las que se preocupaban mucho, bastante más que la de Willa.
Habían planeado empezar muy lejos, en Harper Road, y terminar en su barrio. Nadie de la orquesta vivía en aquella calle, así que esperaban recoger un dineral si llegaban antes que los demás. Era lunes, el primerísimo día de la campaña de las chocolatinas; probablemente la mayor parte de los demás participantes esperasen al fin de semana. A los tres voluntarios que recaudaran más se los invitaría a una comida de dos platos y postre con el señor Budd, el profesor de música, en un restaurante del centro de Harrisburg, todo pagado.
Las casas de Harper Road eran bastante nuevas. Se las calificaba de estilo «rancho». De una sola planta y de ladrillo, las personas que vivían en ellas también eran recientes: casi todos empleados de la fábrica de muebles inaugurada en Garrettville un par de años antes. Willa y Sonya no conocían a nadie y eso era bueno, porque no se sentirían incómodas por ir vendiendo de puerta en puerta.
Antes de intentarlo en la primera casa, se detuvieron detrás de un arbusto de hoja perenne de buen tamaño para prepararse. Se habían lavado las manos y la cara en casa de Sonya, a quien además no le había costado peinarse porque por su pelo, liso y oscuro, el peine se deslizaba sin problemas. La nube de rizos dorados de Willa requería un cepillo, y no un peine, pero Sonya no tenía, de manera que Willa tuvo que atusarse los bucles con las manos lo mejor que pudo. Las dos vestían chaquetas de lana casi iguales y capuchas con un ribete de piel sintética, además de vaqueros con los bajos vueltos para que se viera el forro de franela de cuadros. Sonya calzaba zapatillas de deporte, pero Willa llevaba los clásicos zapatos marrones con cordones del colegio: no había querido pasar por su casa, ya que temía que la entretuviera su hermana pequeña, que insistiría en acompañarlas.
—Levanta mucho la caja de chocolatinas cuando abran la puerta —le dijo Sonya a Willa—. No enseñes solo una. Pregunta: «¿Querría comprarnos unas chocolatinas?». En plural.
—¿Soy yo la que tiene que preguntar? —dijo Willa—. Creía que ibas a ser tú.
—Me sentiría ridícula preguntando.
—¿Sí? ¿Y crees que yo no voy a sentirme ridícula?
—Pero a ti se te dan mucho mejor las personas mayores.
—Y ¿qué harás tú?
—Me encargaré del dinero —contestó Sonya, agitando el sobre marrón.
—Vale —dijo Willa—, pero luego, en la segunda casa, preguntarás tú.
—De acuerdo —dijo Sonya.
Claro que estaba de acuerdo, porque en la casa siguiente todo sería ya mucho más fácil. Aun así, Willa se abrazó a la caja de las chocolatinas y Sonya se dio la vuelta para encabezar la expedición por el sendero de baldosas.
Aquella casa tenía delante una escultura de metal que no era más que una curva, sencilla y alta, muy moderna. El timbre tenía iluminación propia y brillaba incluso en pleno día. Sonya lo pulsó. Una agradable melodía de dos notas se dejó oír en algún lugar del interior, seguida de un silencio tan intenso que las dos niñas empezaron a abrigar la esperanza de que no hubiese nadie en casa. Pero enseguida oyeron unos pasos que se acercaban; la puerta se abrió y dejó ver a una mujer que les sonrió. Era más joven que sus madres y más estilosa, llevaba el pelo castaño corto, un llamativo lápiz de labios y minifalda.
—Vaya, ¿qué tal, chicas? —dijo. T
ras ella apareció dando traspiés un niño muy pequeño, que arrastraba un juguete con ruedas y que preguntó:
—¿Quién es, mamá? ¿Quién es, mamá?
Willa miró a Sonya. Sonya miró a Willa. A esta, algo en la expresión de Sonya, tan confiada, tan expectante, con los labios húmedos y ligeramente entreabiertos como si se dispusiera a empezar a hablar al mismo tiempo que su amiga, le resultó cómico, y sintió que le subía por el pecho un pequeño estallido de risa que le cosquilleaba en la garganta. El repentino y sorprendente sonido que salió también resultó cómico —hilarante, de hecho—, y el estallido se convirtió en un vendaval, una auténtica cascada de risas; Sonya, a su lado, no pudo contenerse y se desternilló mientras la dueña de la casa seguía mirándolas, todavía sonriendo de manera inquisitiva.
—¿Querría ? —empezó a decir Willa—. ¿Querría usted ?
—Pero no pudo acabar; era superior a sus fuerzas; le faltaba la respiración.
—¿Estáis proponiéndome que os compre algo? —sugirió con amabilidad su interlocutora.
Willa se dio cuenta de que probablemente también ella había tenido ataques de risa a su edad, aunque, seguro que no, Dios del cielo, seguro que nunca unas risas tan histéricas, unas risas tan irremediables, irresistibles, incontrolables. Aquellas risas eran como un líquido que inundaba todo el cuerpo de Willa, provocando que de los ojos le cayeran lágrimas a raudales y forzándola a encogerse sobre la caja de las chocolatinas y a juntar mucho las piernas para no orinarse encima. Se avergonzó y, por la expresión desesperada y los ojos desorbitados de Sonya, se percató de que a su amiga le pasaba algo parecido, aunque al mismo tiempo lo que sentía era de lo más maravilloso, liberador y relajante. Le dolían las mejillas y los músculos del estómago parecían habérsele ablandado hasta convertirse en seda. Podría haberse derretido, transformarse en un charco allí mismo, en los escalones de la entrada.
Sonya fue la primera en rendirse. Sacudió sin fuerzas un brazo en dirección a la dueña de la casa y se dio la vuelta para marcharse por la senda de baldosas. Willa se volvió también y la siguió sin decir una palabra. Al cabo de un momento oyeron que la puerta se cerraba suavemente a sus espaldas.
Habían dejado ya de reírse. Willa se sentía muerta de cansancio, vacía y un poco triste. Y quizá a Sonya le pasara lo mismo, porque, aunque el sol seguía colgado como una monedita blanca sobre Bert Kane Ridge, dijo:
—Deberíamos esperar hasta el fin de semana. Es demasiado duro con todos los deberes que tenemos que hacer en casa. Willa no se lo discutió.
Cuando el padre de Willa le abrió la puerta, tenía una expresión pesarosa. Detrás de las gafas sin montura y pequeñas, sus ojos parecían de un azul todavía más pálido que de ordinario y carecían del brillo habitual; además, se pasaba la palma de la mano por la cabeza, calva y suave, de aquella manera lenta e insegura que significaba que había sufrido alguna decepción. Lo primero que se le ocurrió a Willa fue que de algún modo se había enterado de su ataque de risa. Sabía que no era probable —y, de todos modos, su padre no era de esas personas que ponen mala cara en tales casos—, pero ¿cómo explicar si no su expresión?
—Hola, cariño —dijo con una voz que traslucía desaliento.
—Hola, papi.
Su padre se dio la vuelta y se dirigió al cuarto de estar sin propósito fijo; Willa tuvo que cerrar la puerta de la calle. Él todavía llevaba puestos la camisa blanca y los pantalones grises con los que iba a trabajar, pero se había cambiado los zapatos por las zapatillas de pana, de manera que ya debía de llevar un rato en casa. (Daba clases de manualidades en el instituto de enseñanza media de Garrettville y regresaba a casa antes que otros padres.)
La hermana de Willa estaba sentada en la alfombra con el periódico abierto por la página de las viñetas. Tenía seis años y de la noche a la mañana había pasado de ser una monada a convertirse en una criatura fea de verdad: uñas mordidas hasta dejarse los dedos en carne viva, ausencia de incisivos y trenzas de color castaño preocupantemente escuchimizadas.
—¿Cuántas has vendido? —le preguntó a Willa—. ¿Las has vendido todas? —pues Willa había dejado la caja de las chocolatinas en casa de Sonya y solo llevaba la cartera con los libros de texto.
La dejó en el sofá y se quitó la chaqueta. No perdía de vista a su padre, que no se había detenido en el cuarto de estar y se dirigía a la cocina. Willa fue detrás. En la cocina, su padre echó mano de una sartén que colgaba de un tablero de clavijas junto al fogón.
—¡Esta noche, sándwiches de queso fundido! —dijo con voz falsamente alegre.
—¿Dónde está mamá?
—Vuestra madre no cena con nosotros.
Willa esperó a que dijera algo más, pero su padre estaba muy ocupado ajustando la intensidad del fuego; luego dejó caer en ella un trozo de mantequilla y cuando empezó a derretirse ajustó de nuevo el quemador. Enseguida se puso a silbar, de manera apenas audible, una melodía sin pies ni cabeza.
Willa regresó al cuarto de estar. Elaine había terminado de leer las viñetas y estaba doblando el periódico: otra mala señal, porque lo hacía con cuidado extremo, algo muy excepcional, esforzándose por portarse bien.
—¿Está mamá arriba? —preguntó Willa en voz muy baja. Elaine negó ligeramente con la cabeza.
—¿Se ha marchado? —Humm…
—¿Qué ha pasado?
Elaine se encogió de hombros.
—¿Enfadada?
—Humm…
—¿Por qué?
Otro encogimiento de hombros.
Bueno, ¿cómo saber qué era lo que pasaba todas las veces, en realidad? Su madre era la más guapa de su instituto, y la más despierta y la más lista, pero luego, de repente, sucedía algo, y tenía un arrebato. A menudo empezaba con su padre. O con Willa o Elaine, pero sobre todo con él. Era de creer que su padre aprendería, opinaba Willa. Pero ¿aprender qué? A su hija mayor le parecía perfecto tal como era, y lo quería más que a nadie en el mundo. Siempre divertido y amable, nunca levantaba la voz ni era gruñón como el padre de Sonya, ni eructaba, como el de Madeline. Sin embargo, su mujer le decía: «Ay, ¡te conozco bien! ¡Te tengo más que calado! Mucho “Sí, cariño” y “No, cariño”, pero tienes más conchas que un galápago».
Willa no estaba segura de lo que quería decir aquello exactamente. En cualquier caso, su padre debía de haber hecho algo mal. Se dejó caer en el sofá y vio que Elaine colocaba el periódico, muy bien doblado y perfectamente alineado, encima de un montón de revistas.
—Ha dicho que estaba hasta las narices —comentó Elaine al cabo de un minuto. Hablaba muy bajito y casi sin mover los labios, como si no quisiera que se notara que estaba hablando—. Le ha dicho que tratara de llevar él la casa si estaba convencido de que podía hacerlo mejor. Ha dicho que papá era «la personificación de la bondad». Y le ha llamado «san Melvin».
—¿San Melvin? —preguntó Willa, frunciendo el ceño. Le sonaba a una cosa buena—. ¿Qué ha respondido él? —quiso saber.
—Al principio, nada. Luego, que sentía que se lo tomara así.
Elaine se sentó en el sofá junto a Willa, aunque casi en el borde mismo.
Habían renovado el cuarto de estar hacía poco; estaba más a la moda que antes. Después de consultar libros sobre decoración de la biblioteca de Garrettville y a una de sus amigas del Little Theatre, su madre había llegado con muestras de telas para distribuirlas aquí y allá sobre el sofá y el respaldo de los dos sillones a juego. Los muebles idénticos estaban desfasados, había dicho. Ahora un tweed azulado cubría un sillón y una tela verde y azul a rayas el otro. Habían arrancado la moqueta para reemplazarla por una alfombra color marfil con flecos, de manera que a lo largo de todo el perímetro se veían las tablas de madera oscura. Willa echaba de menos la moqueta. Su hogar era una vieja casa de madera, pintada de blanco, que crujía cuando soplaba el viento, y la moqueta hacía que pareciese más sólida y cálida. También echaba de menos el cuadro encima de la chimenea que representaba un barco con las velas desplegadas en un mar descolorido. (Lo que había ahora era algo así como un círculo borroso.) Pero estaba orgullosa de lo demás. Sonya había dicho que le gustaría que la madre de Willa se ocupara de redecorar su diminuto cuarto de estar, demasiado anticuado.
Su padre apareció en la puerta con una espumadera en la mano.
—¿Guisantes o judías verdes? —les preguntó.
—¿Por qué no vamos a Bing’s Drive-In, papá? ¡Por favor! —dijo Elaine.
—¡Cómo! —replicó él, haciéndose el ofendido—. ¿No preferirás la comida de un drive-in a mis famosos sándwiches de queso fundido à la Maison?
Sándwiches de queso fundido era lo único que su padre sabía hacer. Los freía a fuego fuerte y despedían un olor intenso y salado que Willa había llegado a asociar con las ausencias de su madre, con sus migrañas insoportables, con sus ensayos en el teatro y con las veces en que se marchaba dando un portazo.
—Tammy Denton va con su familia al Bing’s todos los viernes por la noche —dijo Elaine.
Su padre puso los ojos en blanco.
—¿Acaso Tammy Denton ha apostado últimamente en las carreras por un caballo ganador? —preguntó.
—¿Qué?
—¿Se le ha muerto una tía rica y le ha dejado una fortuna? ¿Ha encontrado, enterrado en su patio de atrás, el cofre del tesoro?
Echó a andar hacia Elaine moviendo cómicamente los dedos de la mano que tenía libre, amenazando con hacerle cosquillas, y la pequeña chilló y se encogió, entre risas, antes de esconderse detrás de su hermana. Willa mantuvo las distancias poniéndose rígida y pegando los codos al cuerpo.
—¿Cuándo vuelve mamá? —preguntó.
—Ah, muy pronto —dijo su padre, irguiéndose.
—¿Dijo adónde iba?
—No, no lo dijo, pero ¿sabes qué?, estoy pensando que nosotros tres deberíamos bebernos una Coca-Cola con la cena.
—¡Viva! —gritó Elaine, asomando por detrás de su hermana.
—¿Se ha llevado el coche? —preguntó Willa.
Su padre se pasó la mano por el cuero cabelludo.
—Bueno, sí —contestó.
Era una mala noticia. Quería decir que no se había limitado a marcharse, calle abajo, a casa de su amiga Mimi Prentice; a saber adónde se habría ido.
—Entonces, nada de Bing’s Drive-In, ¿no? —dijo Elaine, entristecida.
—¡Olvídate del dichoso Bing’s Drive-In! —gritó Willa, volviéndose hacia ella.
Elaine se quedó con la boca abierta.
—¡Cielos! —exclamó su padre.
Pero entonces empezó a salir humo de la cocina, y dijo: «Oh, oh» y se precipitó hacia ella, con el consiguiente estrépito de sartenes y cacerolas.
El coche de la familia era antiguo, tenía un parachoques de otro color desde que su madre chocó contra un guardarraíl en la autovía Este-Oeste, y siempre iba lleno de desechos de su padre: vasos de papel, revistas con las hojas onduladas, envoltorios de dulces y un montón de sobres con manchas circulares de café. Su madre llevaba años queriendo un coche propio, pero eran demasiado pobres.
Era ella quien decía que eran demasiado pobres. Su padre aseguraba que les iba muy bien. «Tenemos lo suficiente para comer, ¿no?», preguntaba a sus hijas. Sí, y además tenían un cuarto de estar nuevo de lo más elegante, pensó Willa, que sintió desprecio y resentimiento, y se descubrió inesperadamente adulta al recordar aquellas palabras.
Los sándwiches de queso fundido tenían un aspecto escamoso donde su padre había tenido que raspar las partes quemadas, pero no estaban mal de sabor. Sobre todo con Coca-Cola. La verdura eran judías verdes congeladas que no se habían cocinado lo suficiente, por lo que, además de tener una consistencia húmeda, le crujieron entre los dientes cuando las masticó. Así que escondió la mayoría debajo de las cortezas del sándwich.
Cuando le tocaba hacer la cena, su padre no se ocupaba de los pequeños detalles, como, por ejemplo, retirar cuanto se hubiera acumulado en la mesa antes de ponerla, o doblar las servilletas de papel en forma de triángulo y colocarlas debajo de los tenedores, o bajar los estores para combatir la fría oscuridad que ya presionaba contra los cristales de las ventanas. Todo aquello le provocaba a Willa un sentimiento de vacío. Además, su padre parecía haberse quedado sin ganas de conversación. No habló mucho durante la cena y apenas probó la comida.
Cuando terminaron, él pasó al cuarto de estar y, como era su costumbre, encendió el televisor para ver las noticias. Por lo general, Elaine iba tras él, pero aquella noche se quedó en la cocina con Willa, que tenía que quitar la mesa. Willa amontonó los platos sucios en la encimera junto al fregadero, luego retiró la cacerola del fogón.
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Autor: Anne Tyler. Título: El baile del reloj. Editorial: Lumen. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
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