Muchas veces me pregunté por qué mi madre nunca hablaba maravillas de mí, tal como hacían otras amigas suyas que no escatimaban elogios para los estudiosos, brillantes, cariñosos, disciplinados y atléticos hijitos que habían traído al mundo, a quienes sin embargo yo conocía bien –en algunos aspectos, vale decir, mejor que sus amantes progenitoras– y me constaba que nada de eso era cierto. ¿Quería en realidad que mi mamá dijera semejantes patrañas sobre mí, aunque fuera para estar al parejo con esas mentirosas presumidas? Seguramente no, puesto que mi temprana educación ya chocaba con esas ridiculeces, y aun de haber yo tenido virtudes como aquellas nadie habría estado ahí para cacarearlas.
Es uno el manuscrito de su madre. La mía, al menos, así lo veía, aunque bien se cuidara de decírmelo. ¿Y cómo iba a jactarse de mis escasos logros, si me sabía cundido de erratas? Por no hablar de cacofonías, pleonasmos, metátesis, aliteraciones, barbarismos y otras imperfecciones en que abundan las obras en proceso. Encontraría, además, varios de sus defectos fatalmente reproducidos y acaso amplificados en mi conducta, y haría cuanto estuviera de su parte por compensarlos con sus cualidades. Pero no sería al fin ella sino yo mismo quien diera la cara, ya que de otra manera resultaría evidente que su trabajo había quedado trunco.
Algo así me sucede durante las semanas que siguen al final de un manuscrito. No sé bien qué escribí, ni acabo de entender dónde está cada parte de la historia y cómo es que funciona la maquinaria. De algún modo está todo en mi cabeza, pero ver el altero de papeles y escuchar el runrún de la impresora es como hacer caminar a un embrión. Sabes que no está listo, no descartas incluso que sus defectos lo hagan ilegible, de modo que por más que te entusiasme verle con vida sientes la urgencia de mantenerlo oculto, se diría que por su propio bien. Es todavía tuyo, nadie más sabe lo que está ahí escrito, así que en vez de hablar de sus virtudes te aplicas a pelear con sus defectos. Pues si los hijos suelen heredarlos, no por fuerza se quedan en los manuscritos.
Hace unos cuantos días que por fin lo solté. Una copia del manuscrito está con mi editora, otra en las manos de mi correclusa y una más en poder de la diseñadora de portada. Es decir que ha dejado de ser completamente mío, por mucho que me esmere enderezándolo. Tiene vida, se mueve, habla ya por sí mismo sin ayuda de nadie y mucho menos mía. Como habrás advertido, Cuarentenario amigo, soy desde entonces presa de un pasmo silencioso. He intentado escribirte, sin mejor resultado que algunos balbuceos inconexos. Soy aquel policía que atrapó a su ladrón y despertó vacío al día siguiente. Si hasta hace pocos días estaba entretenido terminando de cometer la fechoría, hoy me aplico a borrar evidencias y huellas, mientras desaparezco de la escena y acabo de perderme entre los meandros del mismo drenaje por el que entré. Pero que va uno a hacerle, si son esas las puertas para narradores y ninguno regresa con el coco en su sitio. Si acaso te preguntan, no me has visto.
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