La intelectualidad ha mirado al deporte con desdén. Incluso desprecio en casos como el del Jorge Luis Borges, quien presumía de aborrecer el más argentino de los deportes: el fútbol. “El fútbol es popular porque la estupidez es popular. La idea de que haya uno que gane y otro que pierda me parece esencialmente desagradable”, sostenía.
Borges fue uno de los pocos argentinos que se desentendió de la final del Mundial del 78 en el estadio Monumental de Buenos Aires. Por entonces las tinieblas de la ceguera ya nublaban su vida, pero ni siquiera prendió la radio porque lo único que le llamó la atención del fútbol fue el poético título, Dinámica de lo impensado, de un libro de Dante Panzeri.
Uno de los héroes de aquel Mundial, el seleccionador César Luis Menotti, aún recibe hoy en el salón del apartamento que utiliza como oficina, entre las porteñas calles de Maipú y Marcelo Alvear, con una enorme foto en blanco y negro en la que conversa con Borges. Aquella tarde, también del 78, el escritor regaló al Flaco un elogio envuelto en un reproche: “Qué raro, ¿no? Un hombre inteligente como usted y se empeña en hablar de fútbol todo el tiempo”. Menotti no respondió porque sabía que aquel partido lo tenía perdido antes de empezarlo.
Otro ingenioso escritor, el irlandés Oscar Wilde, advirtió en su día que uno de los deportes de moda durante su victoriana existencia, el rugby, “era una magnífica forma de alejar del centro de la ciudad a 30 brutos durante un buen rato”, mientras que ilustres como Paul Auster concedieron al balompié poderes geopolíticos: “El fútbol es un milagro que le permitió a Europa odiarse sin destruirse”.
Sin embargo, hay un deporte que ha reunido el favor de escritores e intelectuales: la dulce ciencia, como llamó Liebling al boxeo. El orondo reportero del New Yorker sabía de qué hablaba, ya que se pasó la adolescencia repartiendo sopapos en un ring para horror de su madre. Otro argentino ilustre, Julio Cortázar, amaba el boxeo tanto como el jazz. Llegó a narrar peleas en la radio y a escribir relatos como “La noche de Mantequilla” o sobre la histórica pelea de Jack Dempsey y Luis Firpo, el Toro de las Pampas. Le hipnotizaba el swing de Sugar Ray Robinson y el revoloteo feroz de esa mariposa que fue Muhammad Ali.
Pero quien llevó más lejos su pasión por las 12 cuerdas fue el tabernario Ernest Hemingway, aficionado a desafiar a cualquiera con sus puños tras atizarse unas cuantas cervezas. El americano, al que le precedía su inabarcable ego, se llevó más de una tunda retando a quienes miraban demasiado a Martha Gellhorn, su tercera esposa, ilustre corresponsal de guerra con la que vivió cinco años de tumultuoso matrimonio.
No obstante, el episodio más suculento del binomio literario-boxístico fue el que rompió la amistad de Hemingway y Scott Fitzgerald. El estadounidense invitó a visitar París a un escritor canadiense amigo, Morley Callaghan, con quien trabajó en el Toronto Star en 1923. En el verano del 29, semanas antes de producirse el crack en la Bolsa de Wall Street, Morley y su esposa tomaron la palabra a Ernest y viajaron a Francia. Un día durante una conversación Hemingway hizo un comentario a Callaghan sobre un texto que había escrito de boxeo. “Ernest me dijo que cuando yo escribía sobre las cosas que conocía, no había nadie mejor. Pero que debería centrarme únicamente en esas cosas que conocía”, comentó el canadiense días después a Fitzgerald. “Se me olvidó decirle que había boxeado muchas veces”, añadió.
Cuando Hemingway se enteró que Callaghan había boxeado, le desafió insistentemente a cruzar puños. Más alto y pesado que su amigo, el norteamericano se las prometía felices. Pese a sus reticencias iniciales, Morney acabó aceptando y subió al ring, donde terminó sacudiendo a Ernest en presencia de Scott Fitzgerald, invitado a hacer las veces de árbitro. Callaghan no se cebó, se limitó a sacárselo de encima con un par de golpes certeros que mandaron a dormir al bocazas de Hemingway, quien culpó a Fitzgerald de alargar la duración del asalto en el que Callaghan le dejó KO. El episodio quedó inmortalizado en un libro titulado Aquel verano en París, que Callaghan escribió para asegurarse de que se conociese la realidad de lo ocurrido y evitar las fabulaciones de Hemingway, que rompió su relación con Scott Fitzgerald y desafió durante años a Morney a subirse al ring, buscando una revancha que nunca llegó.
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