Laure Préchac y José Reinhardt, la intérprete y le compositor del bolero “Ayer”, fotografiados por Daniel Mordzinski
Hay un mundo que se está yendo, colectivamente, en estos meses de encierro y ansiedad: esa vida de antes de la pandemia, la apresurada, aquella en la que parecía que, si no estabas ahí, si no llegabas ya, si no tenías esto, si no te reunías con, si no… entonces no eras nadie, no conseguías nada. La vida a la que un ser microscópico ha despojado de casi todo, como si quisiera recordarnos de una manera atroz lo que de verdad importa. En estos meses hemos escuchado, en el silencio de las calles despobladas, ese ruido de las cosas al caer que acuñó Juan Gabriel Vásquez como título de novela y que tan metafórica y certeramente expresa el derrumbe de nuestra feria de vanidades. Pero además de ese mundo colectivo hay también un mundo personal, un mundo mío aunque compartido, que se está yendo poco a poco, un mundo de amistades, de afectos, de vivencias, que la muerte está diezmando desde antes incluso de la llegada de este virus.
En el Aux Trois Mailletz transcurrieron muchas de las veladas en las que Sepúlveda, Sarabia, Alfredo Pita, el autor de El rincón de los muertos, Santiago Gamboa, el autor de El síndrome de Ulises, Daniel Mordzinski, el fotógrafo de los escritores, y yo mismo, que había podido al fin terminar de escribir en París mi novela Una belleza convulsa, porque allí había encontrado la paz que no logré mientras viví en el País Vasco, fuimos armando una complicidad que ha sido el gran regalo que me ha hecho la literatura. Una complicidad que fue extendiéndose a otros amigos, más allá de París, y que dio también sus frutos literarios, como los relatos de Cuentos apátridas, que escribimos Sarabia, Gamboa, Sepúlveda, Bernardo Atxaga, el autor de Obabakoak, y yo; o como la novela Primeras noticias de Noela Duarte, que escribí a seis manos junto a Sarabia y José Ovejero, el autor de Vidas ajenas. Todos escritores, todos convencidos de que escribir no es competir contra otros autores sino compartir una pasión y crear, entre todos, una geografía nueva para los sueños.
Allí conocí también a músicos como la cantante Laure Préchac y el compositor Jose Reinhardt, y de su amistad nació mi novela A pedir de boca y el bolero Ayer, que aparece en ella, cuya música compuso Reinhardt con letra mía y que fue cantado en el mismo Aux Trois Mailletz por Laure. Un bolero que canta, con el desgarro propio del género, al amor perdido y nunca olvidado. Jacques Boni adoraba ese bolero y adoraba ver su local lleno de músicos y bailarines y escritores y gentes de toda condición y del mundo entero, a los que embrujaba con su sentido de la bohemia en un espacio que se volvía mágico conforme avanzaban la noche y la música y las copas y las conversaciones, hasta que nos daba el día y nos despedíamos de los artistas y de Jacques y de aquel gigante rubio que hacía de portero de noche, siempre sonriente pero imponente, y al que he sabido que también se ha llevado la pandemia, con apenas 50 años de edad.
Las noches del Aux Trois Mailletz están ligadas íntimamente a la amistad de ese grupo de amigos reunidos en torno a la creatividad. Allí estuvo un jovencísimo Juan Gabriel Vásquez con su primer libro, Persona, debajo del brazo. Y Mempo Giardinelli, el autor de Santo oficio de la memoria, y Elsa Osorio, la autora de A veinte años, Luz, cuando pasaban por la ciudad y quedábamos para apurar las horas. Allí iba yo otras veces con Mauricio Electorat, el autor de La burla del tiempo, después de cenar en la rue de la Butte Aux Cailles, la colina parisina que fue escenario de la Comuna en el siglo XIX, y cuyos restaurantes llevan por nombre fragmentos de la canción asociada a los comuneros, Le temps de cerises, y llegar a la conclusión de que la noche nos seguía pareciendo imperdonablemente joven. Y allí fui con la escritora Karla Suárez, la autora de Habana año cero, al poco de conocernos, antes de que empezáramos a compartir vida en París.
En Aux Trois Mailletz nacieron amoríos y libros, se sobrellevaron penas y separaciones, se compartieron esperanzas y la felicidad de nuevos amores. Se festejó la vida y el arte, que para nosotros eran inseparables.
En su bar, a la entrada, sonaba incesante el piano siempre en manos virtuosas y se escuchaba cantar lo mismo a una cantante lírica que a un viejo cantor de jazz. Y en su sótano, bajo sus arcos del siglo XIV, se entonaban canciones revolucionarias cubanas o del mayo del 68, temas de Manu Chao, baladas de Edith Piaf, música raï, melodías serbias o rusas, hasta que la noche se llenaba de cerveza o champán, según el presupuesto, y de voces y risas, y el público, apretado en el pequeño espacio de la cava, se ponía en pie para aplaudir a las bailarinas que se subían a las mesas puestas en hilera para bailar la danza del vientre o alguna melodía tecno, poniendo buen cuidado en no golpearse la cabeza contra las piedras de los arcos del techo. Y el baile se hacía contagioso, y nunca faltan clientes, sobre todo mujeres, que se animaran a subirse también a las mesas para danzar con ellas. Eran noches sin tiempo, noches de excesos, de alcohol, de humor, de deseo y risa. Noches inolvidables de las que emergías como regresado de otra época.
No sé qué será del Aux Trois Mailletz, ahora que su creador, su animador, su alma bohemia, Jacques Boni, ya no está. No sé qué será de nosotros, los que sobrevivimos todavía de aquel grupo, ahora que Antonio y Lucho y Enrique tampoco están. Lo que sí sé es que ese cosquilleo en las venas que hizo latir entonces a mi imaginación, esa inquietud del alma que no se conforma con la vida tal como es y que sueña y lucha por agrandarla, siguen intactos dentro de mí.
Han pasado años desde aquellas reuniones asiduas en Aux Trois Mailletz, y salvo Alfredo Pita, que sigue allí, todos nosotros (Gamboa, Sarabia, Sepúlveda, Mordzinski y yo) fuimos dejando París, pero de tiempo en tiempo, de año en año, volvíamos a encontrarnos en su bar cuando estábamos de paso en la ciudad. Como un ritual. Ahora, algunos ya no podrán volver. Pero la vida sigue, hasta el último aliento. Porque de eso se trata. De vivir. Y dejar que el bolero de tu vida te cante por dentro.
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