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El bosque

[Imagen: Inés Valencia]

LOS TRECE ESCALONES, XXI: EL BOSQUE

Lo decían las madres, siempre, cada día, con idéntica aprensión. “No vayas al bosque. Hay lobos allí, y podrían comerte”. Solo que no había lobos, y los niños lo sabían bien. Al último de ellos, un macho negro y fiero como un diablo lo había matado el viejo Bernard. Llevaba medio siglo presumiendo de ello en la taberna. “No vayas al bosque, criatura”, insistían las mujeres. Advertían a sus hijas, una y otra vez, con terquedad rayana en la obsesión.

—¿Por qué, madre? —inquirió Sylvaine una noche, mientras desgranaban arvejas junto al fuego—. ¿Por qué no puedo ir?

—¿Quieres que los lobos se te zampen?

—No hay lobos —farfulló la chiquilla, desafiante—. Ya no queda ninguno. El Cojo me enseñó la piel de ese que cazó. La usa de manta, ¿sabes?

Desde el rincón, el padre soltó una carcajada incontenible.

—Eso, tú ríele las ocurrencias —le regañó su esposa, torciendo el gesto—. ¿No te das cuenta de que es una insensata? Intento que me obedezca, Henri. Pero tiene tan poca sesera como tú.

—Haz caso a tu madre, Vaine —rogó el molinero, en tono risueño—. Ella solo quiere protegerte.

—¿Protegerme de qué? —protestó la niña, obstinada.

Pero no hubo respuesta alguna. La madre apretó los labios y siguió con su labor, zanjando la conversación. Fue más tarde, cuando Henri ya roncaba aparatosamente en la habitación contigua y Sylvaine se había acomodado en su jergón junto a la lumbre, tratando de conciliar el sueño, cuando la madre, con el pretexto de arroparla, se avino por fin a desvelar el misterio.

—En el bosque vive un hombre malo —confesó entre susurros—. Le gusta hacer daño a los niños, y, sobre todo, a las niñas.

Los ojos de la pequeña se redondearon de asombro.

—¿Cómo les hace daño?

—Con un pincho —espetó la mujer—. Un pincho que te clava.

—¿Y te mueres?

—No se sabe. Porque ya no vuelves más.

—¿Nunca?

—Nunca. Y ahora duérmete, Sylvaine.

Solo que apenas pudo dormir. Y cuando lo hizo, soñó con el hombre malo, que llevaba una capa oscura y un enorme clavo en su mano enguantada.

Sylvaine era una criatura extraña. La esposa del molinero la había tenido ya tarde, cuando todos en el pueblo la hacían seca. Fue, desde su nacimiento, una rareza. Especialmente para su madre, que nunca logró tomarle el debido afecto. La quería, sí, de un modo distante y frío. Jamás consintió que nada le faltara, pero había algo en aquella niña que refrenaba su natural instinto. Para empezar, ni siquiera se parecía a ellos. A ninguno de los dos, en realidad. Henri era un hombre corpulento, de manos grandes, rostro amable y cabello rubio. Su mujer, Cateline, tenía la piel pálida y grandes ojos grises. Sylvaine, en cambio, con su mata de rizos negros y su cuerpecillo menudo, parecía más bien un trasgo. Tampoco su carácter se asemejaba al de otras niñas. Detestaba bordar, los rezos la aburrían y sufría de una insaciable y voraz curiosidad. Jamás se mostraba temerosa, ni siquiera ante las peores amenazas. Prefería los juegos brutales de los varones, se desgarraba la saya trepando a los árboles y tenía la pésima costumbre de replicar a sus mayores.

—Es un alma inquieta —opinaba su padre, indulgente.

—Es un fuego fatuo —suspiraba la madre, derrotada—. Y tú la consientes demasiado.

Si algo llamaba la atención de Sylvaine, con la rotunda fuerza de un hechizo, era el bosque, aquel lugar tenebroso preñado de leyendas. La sombra de sus centenarios robles la atraía sin remedio, y cuando el viento del norte soplaba gélido entre sus ramas le parecía estar oyendo una voz que la llamaba. “Syyyyl-vaaaaine… Syyyyl-vaaaaine”. La historia del hombre malo debería haber bastado para desalentarla, pero, incomprensiblemente, sucedió todo lo contrario. Desde que la madre lo mencionara, no había nada en el mundo que Sylvaine deseara más que descubrir si realmente existía tan siniestro personaje. Y, dado que era una niña despierta, no tardó en comenzar sus pesquisas, acosando a preguntas a todo el que quiso escucharla.

—Pues claro que existe el hombre malo —le aseguró Dott, la anciana tía del molinero—. Yo le vi una vez. De refilón, pero le vi.

—Desobedecí a mi pobre madre, que en gloria esté, y fui al bosque a buscar moras —relató Margot, la panadera—. No pude verle, pero le oí, ya lo creo que le oí. Respirando fuerte, como un caballo. Escondido entre los árboles. Solté el cesto y corrí sin parar hasta mi casa.

—Harás bien en creerlo, niña —aconsejó Sabine con suficiencia, mientras se atusaba la larga trenza—. Mi hermano Jean vio sus huellas en la nieve una vez. Huellas de botas. ¡El doble de grandes que las de cualquier hombre!

—Mejor que no te acerques al bosque —remachó la mujer del tabernero—. Es cuanto tengo que decir.

Nada de aquello sirvió para refrenar el interés de Sylvaine. En realidad, su cabeza empezó a llenarse de nuevas preguntas. ¿Cómo era posible que la vieja Dott le hubiera visto en su niñez y que, sesenta años más tarde, el idiota de Jean Abarnou se hubiera topado con sus huellas? No tenía el menor sentido. ¿Acaso el hombre malo no envejecía, como los demás? ¿Era un fantasma entonces? ¿Un fauno? ¿Un alma en pena, vagando en la espesura?

Tomó la decisión la víspera de su undécimo cumpleaños. Hizo los preparativos con cuidado, procurando que nada en su actitud la delatara. Se mostró dócil y complaciente, para no despertar las sospechas de la madre. Del padre, bien lo sabía, podía despreocuparse. Era demasiado confiado. Se acostó temprano, tras haber terminado sus tareas sin rechistar. Dejó la capa colgada en el cobertizo, junto a sus botas. Para mayor seguridad, se llevó también el hacha pequeña con la que la madre despedazaba los conejos. Era lo bastante liviana como para que pudiera manejarla. Hacía un frío indescriptible. Mediaba enero, y un manto blanco refulgía bajo la luna, cubriéndolo todo. Se alejó de la casa decidida, con paso firme y rápido, notando las cabriolas de su corazón dentro del pecho. Su aliento se enroscaba en espirales, como una niebla pequeña, acompañándola. No sintió ningún miedo. Solo la emoción de la aventura.

Ni siquiera tuvo que caminar demasiado. Apenas había empezado a adentrarse en el bosque, fascinada con sus secretos sonidos nocturnos y con el brillo de los diminutos ojos que la observaban. El rumor del arroyo guió sus pasos, y no tardó en ver un rastro de manchas oscuras sobre la nieve. “Un animal herido”, dedujo. ¿Habría salido el hombre malo de caza? El suelo se había endurecido en aquella parte de la arboleda. Era bueno, porque silenciaba su avance, pero debía esmerarse en no resbalar. Las manchas eran numerosas. Una presa de buen tamaño, sin duda. ¿Un ciervo, tal vez?

Llegó al claro, en el preciso instante en el que las nubes se abrían. El horror la paralizó al descubrir a la figura negra, acuclillada en medio de un charco escarlata. Sus gruñidos le erizaron la piel. Se quedó quieta, clavada junto a las raíces retorcidas de una encina, incapaz de moverse. El ser alzó la cabeza y la miró, con una mueca perversa. No era un fauno. No era un fantasma. No tenía un pincho. Tampoco era un hombre.

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