Si la literatura y la física confluyen en algún misterio común, ese es el tiempo. Y lo vivimos, pero no lo comprendemos. O sí, a no ser que nos lo pregunten, como reconocía San Agustín de Hipona en sus Confesiones (libro XI,17):
¿Qué es entonces el tiempo? Si nadie me plantea la cuestión, lo sé. Si quisiera explicarla a quien la plantea, no lo sé. No obstante, digo sinceramente que sé que, si nada transcurriese, no habría tiempo pasado y que, si nada sobreviniese, no habría tiempo futuro y que, si nada existiese, no habría tiempo presente.
Lisa Randall, en Universos ocultos (Acantilado), expuso con detalle cómo la cosmología permite multiversos, y describió el espacio-tiempo que percibimos como un mundo de cuatro dimensiones, tres espaciales más el tiempo, inserto en un universo con muchas más. Randall emplea en sus teorías el concepto de brana, con el que se refiere a los objetos similares pertenecientes a nuestro mundo cuadridimensional.
Sospecho que Solvej Balle, sin saberlo, ha sido capaz de explorar desde la literatura uno de los resquicios de las teorías cosmológicas actuales, una grieta en el brana que percibimos en la existencia. Así, en El volumen del tiempo (Anagrama), primera entrega de Om udregning af rumfang, que en danés lleva cinco libros, publicados entre 2020 y 2023, y según expuso en su presentación en Barcelona hay en camino dos más, Balle nos sumerge en un bucle temporal inexplorado todavía en la literatura.
Sucede un 18 de noviembre. Tara Selter, una librera y anticuaria, queda atrapada en ese día. Se despierta una y otra vez el 18 de noviembre. Pero, en contraposición al guion del conocido film de El día de la marmota (Harold Ramis, 1993), Tara Selter envejece. También desaparece de su brana todo lo que ingiere. La disociación entre el tiempo físico y el biológico conduce al lector a un reencuentro con su propia rutina diaria, con las miserias de la cotidianidad. Inexorablemente, Balle nos empuja al abismo personal, a la pregunta: ¿a qué dedicamos la vida?
La historia de Tara Selter empieza con el metrónomo de los ruidos con los que, por ejemplo, adivinamos la hora que es cuando ya estamos despiertos pero aún no nos hemos levantado. Balle desmenuza la intuición de la medida del tiempo a través de la repetición de patrones sensoriales. Lo hace con una capacidad que recuerda por momentos a José Saramago, y que repercute en los intervalos y en la extensión narrativa de los 18 de noviembre que va relatando. Pero si en El hombre duplicado, Tertuliano Máximo Afonso espiaba una realidad alternativa, la de un doble huraño, y una alteridad espacio temporal huidiza, Tara Selter no puede zafarse de sí misma, y multiplica sus conflictos con cada viejo amanecer. Sabe lo que va a pasar, desea escapar, volver a la normalidad del devenir, pero ignora cómo.
Porque Tara Selter vive en una cárcel temporal, no espacial. Contrasta sus días con los de su marido, Thomas, en un inicio del relato que promueve la reflexión sobre las relaciones de pareja en una postmodernidad tendente al individualismo y a la soledad compartida. Aunque las heridas de Tara cicatrizan y su pelo crece, en su interior el tiempo fluye descascarillando sus certezas. Las ausencias y los vacíos, los saltos entre dieciochos de noviembre, son tan importantes como las palabras que, en una cadencia síncrona con los vaivenes emocionales de Tara, configuran un tempo narrativo que engulle al lector.
En el paisaje del relato apenas se atisban mascotas, no hay niños, ni tampoco teléfonos móviles o tecnologías distractoras. Los viajes son aquellos que Tara se puede permitir a un día de camino, con tecnologías de un presente difuminado. Balle promueve así la atemporalidad y un clima de aislamiento y asfixia. Se aleja también de patrones habituales en la ciencia ficción distópica, en un enfoque único del bucle temporal.
Imagino a Solvej Balle en la isla en la que vive y escribe esos 18 de noviembre. ¿Cómo comprender un paso de las estaciones que jamás ocurre, cómo memorizar el tiempo desde los sonidos de un hogar? Quizá porque podríamos cambiar los patrones temporales de la rotación por los de la traslación, los días por los años, y el tiempo fluiría siguiendo la costumbre solar, con toda la biología de la Tierra al unísono, con sus movimientos circadianos alternándose, sin llegar a descubrir nunca, entre tanta oscilación, el misterio de la existencia.
Solvej Balle invita a escuchar a todos los sentidos. A silenciar el bombardeo audiovisual, a sincerarse con uno mismo. A enfrentarse a la hipocresia del autoengaño, a no hacerse trampas al solitario ni en las relaciones personales. En definitiva, a la conciencia plena. No podrán evitar, tras la lectura, intentar adivinar cosas, hechos probables que acontecen cada día, predecibles porque pasan ahí, arrumbados entre los hábitos. Porque como Rudyard Kipling nos enseñó en El libro de la selva, «solo cuando empieces a escuchar, la selva te hablará».
Me intrigó al principio la ausencia del tiempo en el título original de la saga, pues literalmente se debería traducir “Sobre el cálculo del volumen”. Sospecho sea una decisión comercial de los editores. Incluir el tiempo en el título. Conmigo funcionó. No obstante, luego recuerdo los branas de Lisa Randall, o los espacios de Minkowski, en los que el tiempo no es más que una cuarta dimensión espacial multiplicada por la velocidad de la luz (x, y, z… ct), un producto de magnitudes físicas que se nos escapa (pero del que no es capaz de huir Tara Selter), y deduzco entonces que, ciertamente, podríamos extraer un cálculo volumétrico factorizando todas las dimensiones espaciotemporales.
¿Qué se revelará en las siguientes entregas? Solvej, me han atrapado los dieciochos de noviembre de Tara Selter. Necesito más.
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Autor: Solvej Balle. Título: El volumen del tiempo (I). Editorial: Anagrama. Venta: Todos tus libros.
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