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El buen marido

[Imagen: Inés Valencia]

LOS TRECE ESCALONES, LI: EL BUEN MARIDO

Cuando Nedi cumplió los diecinueve, sus padres le dijeron que ya era hora de que se casara, y esa revelación la dejó con la boca abierta. Porque, francamente, ni un solo segundo de su vida había dedicado a pensar en tal posibilidad. Hasta ese extremo llegaba su inocencia.

Resultaba aún más curiosa su sorpresa considerando que había estado en docenas de bodas. Acudió a la primera con apenas cuatro años, cuando, contra todo pronóstico y para genuino alivio de su pobre madre, la tía Joaquina (que ya tenía la friolera de veintiocho primaveras) contrajo nupcias en la Iglesia de Santa María Auxiliadora con un mozo de la capital, contable de profesión y con cara de lechuguino. A Nedi le pusieron entonces un vestido horroroso lleno de lazos celestes, y tuvo que recorrer el pasillo helado del templo, dejando caer pétalos de rosas blancas. Como odiaba aquel vestido, el picor que le causaban los cuellos almidonados, y no digamos a aquel novio idiota con dientes de conejo que le pellizcaba los mofletes, más que dejar caer los pétalos se dedicó a lanzarlos a puñados con muy mala baba, lo que le costó un azote de su abuela (más tarde, en privado), pero provocó que su tío Germán se muriera de la risa en plena ceremonia.

Tras la espantosa boda de la tía Joaquina, vinieron otras. La de la prima Constanza, que lloró todo el tiempo; la del primo Julio José, que llegó tarde y con resaca; la de su hermano Baltasar, que fue una tragedia, porque dejó el seminario tras enredarse con una modista; la de su hermana Aurelia, que iba guapísima; la de Miguel, su padrino de bautismo, que tuvo la ocurrencia de casarse a los cuarenta… Y, sin embargo, jamás pensó que un día llegaría su turno, sencillamente porque nunca entró en sus planes pasar por el altar. Al contrario que otras chicas, ella no había padecido la edad de las novelas románticas, los suspiros dolientes y el interés por los cortejos. No había estado enamorada ni una sola vez. Se daba la curiosa circunstancia de que, si un chico le parecía guapo, también le parecía imbécil. Si le parecía interesante, no lo encontraba lo bastante guapo. O bien podía ocurrir que le pareciera tan feo como estúpido, como aquel insufrible de Cosme, el de tía Joaquina. Y así, claro, no había manera.
Por descontado, todos estos detalles, que Nedi expuso claramente a sus padres, cayeron en saco roto. Debía casarse, punto y final. No se contemplaban otras opciones. Nedi se sintió ultrajada, dolida en lo más hondo. ¿Qué necesidad había de desbaratarle la existencia? ¿No ayudaba ella en casa, en todo lo que podía, sin pedir nada para sí misma? ¿No bastaba para sentirse plena con cuidar de sus plantas y leer poesía? ¿No era suficiente con la perspectiva de envejecer en la casa que la viera nacer, ocupándose de sus progenitores con amor y dedicación? ¿Es que no podían entenderla? ¿No querían, acaso, que fuera feliz? Al parecer, sí que querían. Querían que fuera feliz, pero casada. Más lo segundo que lo primero, en realidad.

El berrinche le duró varios días, pero sus padres no cedieron. Ella amenazó con meterse a monja, aunque, en realidad, no lo decía en serio. Le costaba imaginar destino peor, seguramente por la ojeriza que le había cogido a Sor Faustina en sus años de colegio. Aún recordaba los golpes de vara en la palma de la mano, cuando la cruel religiosa la castigaba por charlatana y por inventar cuentos de aparecidos y “horrores paganos”. ¿Qué le quedaba, pues? Quizá contraer tuberculosis, o escarlatina, y morir joven y soltera, como una heroína trágica, dejando a su familia devastada y comida por la culpa. Solo imaginarlo la colmaba de una perversa satisfacción. Pero, a pesar de sus plegarias, el Señor no tuvo a bien concederle su deseo. Y, en cambio, le concedió un desfile de pretendientes que la mantuvo furiosa y aburrida todo un verano, sentada muy tiesa en el salón de la pianola, con su padre hosco y malhumorado y su madre gorjeando como un canario, exponiendo las virtudes de su benjamina, casi todas descaradamente falsas.

—¿Cómo puede ser que ninguno te guste? —clamaba el padre, desesperado ante la idea de seguir recibiendo en su casa a más candidatos arrogantes—. ¡Alguno tendrá que servir!

—¡Este último olía a pis de gato y tenía unas orejas atroces! —respondía ella.

—¡Enedina, esa lengua! —sollozaba la madre—. ¡De verdad, esta niña me quita la vida!

El drama continuó hasta septiembre. Y entonces, ocurrió el milagro. Porque el primo Mario volvió de la capital.

Se presentó de sorpresa, a la hora del café, con la sonrisa más bonita del mundo, un título de abogado y una intención muy obvia. A Nedi se le retorció algo en la tripa al verlo, y los dos se sentaron muy juntos, en el sofá granate, recordando entre carcajadas sus travesuras de niños. Fue tal su complicidad que los padres, tras una mirada ladina, les dejaron solos. Y solos pasaron toda la tarde. Nedi se olvidó de mantener la espalda recta, de hablar despacio, de no darse palmadas en los muslos, de no gesticular como una verdulera. Se olvidó incluso de la tuberculosis. Porque, de repente, en aquella sala anticuada llena de pájaros tristes enjaulados, solo cabían los ojos azules de Mario, los rizos negros de Mario, la boca sensual y casi femenina de Mario. Por fin, tras reírse hasta las lágrimas rememorando el lanzamiento de pétalos de rosa en la boda de la tía Joaquina, Mario se puso muy serio y cogió la mano de Nedi entre las suyas.

—Prima… —dijo entonces, bajando el tono—. Tengo que contarte algo.

Hubo tal miedo en su mirada, tal angustia y anhelo, que Nedi se aterró, convencida de que al pobre Mario le quedaban tres días de vida como mucho. Quizá por eso, y porque siempre había sido muy poco dada a escandalizarse, la confesión de su primo apenas la inquietó. Se prometieron esa misma semana. Y se casaron en diciembre.

Tras la boda, se trasladaron a la capital, al piso de la calle Abastos que Mario había heredado de su abuelo paterno. Él trabajó siempre en el bufete de aquellos catalanes socarrones que le contrataron como pasante, y allí ascendió y prosperó hasta terminar de socio, llevando los asuntos de las familias más ricas de la zona. Amasó una fortuna. Nedi daba clases de piano y de francés a las niñas bien, leía poesía en sus ratos libres, y siguió ocupándose de sus plantas. No tuvieron hijos, pero abrazaron la tradición de viajar cada verano a un sitio diferente del mundo, dando rienda suelta a su espíritu aventurero. Se emborracharon en París, se helaron de frío en un castillo escocés, pasearon por Florencia, se perdieron en Estambul, bailaron en La Habana, se hicieron tatuajes en Nueva York, disfrutaron de la ópera en Viena, sollozaron ante la Acrópolis de Atenas…

Cuando Mario murió, a los 87 años, Nedi se empeñó en velarlo en casa, aunque aquella costumbre se había pasado de moda tiempo atrás. Por el piso de la calle Abastos circularon compañeros de oficio, amistades, vecinos y parientes. En un rincón de la sala de música, las dos hijas de Baltasar, un par de urracas avinagradas, zampaban pastas a dos carrillos comentando cada detalle del evento. Su furor por el chisme llegó al éxtasis con la entrada de Lorenzo Vila, uno de los antiguos socios del bufete. Con su mata de pelo blanco, sus ojos grises, la figura imponente, el impecable traje a medida y el pañuelo de seda al cuello, el anciano atravesó la habitación en medio de un reverencial silencio, en el que solo se escuchaba el golpeteo del bastón con puño de plata. Lorenzo Vila siempre causaba aquella impresión, fuera a donde fuera. Su fama de abogado implacable y de zorro visionario para los negocios le habían convertido en un ser legendario, casi mitológico. Nedi le fue al encuentro, le besó en ambas mejillas y, tras ofrecerle su brazo, lo condujo a la pequeña y discreta estancia en la que descansaba Mario. Permanecieron a solas con él casi una hora. Allí, a salvo de miradas entrometidas, lloraron abrazados, sin consuelo alguno y sin tapujos. No hubo palabras. No hacían falta. Nedi lo condujo a la puerta de servicio, por la que el feroz jurista escapó, tras musitar un “gracias” y besar la mano de la viuda. Volvía al salón cuando oyó las voces impertinentes de aquellas dos arpías.

—… una farsa intolerable, ¿qué quieres que te diga? ¿De verdad se cree que engañaban a alguien?

—Hombre, a los abuelos, quizá. Papá, sin ir más lejos, no sabía nada.

—Papá no quería saber, que es muy distinto. Pero vamos, que es que saltaba a la vista, lo comentaba todo el mundo. ¿Ese del pelo blanco, con aires de marqués? Estuvieron liados desde la universidad.

—Qué fuerte me parece, en serio. A ver, que sí, que yo lo tengo oído desde siempre. Lo de tío Mario, ya sabes. Que perdía aceite y eso…

—La pobre Nedi… vivir semejante paripé, qué lástima…

—¿Tú crees que no estaba al tanto? Venga ya. Ella lo tenía que saber, seguro. Si un hombre no te toca es por algo, digo yo.

—Déjate, que lo mismo ella era del mismo palo, tú ya me entiendes.

—Ay, no digas disparates. Que no, mujer. Tía Nedi no es de esas, se le notaría. De verdad, qué cosa más triste. Pobre infeliz, se va a morir sin saber lo que es el amor…

Entró en la cocina como una tromba, dejando a sus sobrinas mudas. Se fue hacia ellas, encendida, viéndolas palidecer por momentos.

—¿Que yo no sé lo que es el amor? —masculló, apretando los dientes y tratando de no gritar—. ¿Que no lo sé? ¿Yo? Sesenta y cuatro años de amor he tenido. Sesenta y cuatro años compartidos con el hombre más bueno del mundo, el mejor. Riéndonos a carcajadas, llorando juntos nuestras penas, recorriendo mil ciudades, bailando, brindando, contándonos secretos, cuidándonos el uno al otro, juntos a las buenas y a las malas, apoyándonos en todo y queriéndonos de corazón. Sesenta y cuatro años sin una pelea, sin una mala cara, sin un reproche, ni una mentira. Sin exigencias, sin rencores, sin celos. Conociéndonos hasta el fondo del alma y aceptándonos como éramos. Nosotros nos elegimos y elegimos nuestra vida juntos, aunque durmiéramos con otros. Y cada vez que estuve triste, cada vez que tuve miedo, le tuve a él para sostenerme. ¿Podéis decir lo mismo de vuestros matrimonios? “Pobre Nedi”… ¡Pobres, vosotras!

No quiso oír sus disculpas ahogadas. Dio media vuelta y salió dando un portazo, con la rabia y el dolor abrasándole la garganta. Estuvo a punto de derrumbarse, hecha un mar de lágrimas. Y justo entonces vio el sombrero lila de ganchillo, sobre un estante. Recordó las veces que Mario se lo puso en casa, bromeando como el payaso que era, desfilando por el comedor mientras ella se desternillaba.

—No sé por qué lo compré —suspiraba Nedi siempre—. No puedo salir con esto puesto…

—Claro que puedes. Ibas divina por Marruecos, me acuerdo bien.

—Pero esto no es aquel pueblito de Marruecos. Aquí me sacarían cantares si osara dejarme ver con algo así.

—Póntelo, boba —insistía Mario—. Ese sombrero eres tú. Que les zurzan a todos.

Con los ojos llenos de lágrimas y las manos temblorosas, agarró el sombrero de ganchillo y se lo encasquetó sobre el moño. Se observó en el espejo, y tuvo que contener la risa. Estaba ridícula. Respiró hondo, se puso bien derecha y entró en el salón. Tenía invitados. Y aún había que regar las plantas.

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