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El buscavidas, de Walter Tevis

El buscavidas, de Walter Tevis

La editorial Impedimenta recupera un clásico contemporáneo de la literatura norteamericana: El buscavidas. Paul Newman inmortalizó al protagonista de la considerada mejor novela sobre billar jamás escrita. La nueva traducción de Juan Trejo nos permite acercarnos a la historia con más facilidad que nunca.

En Zenda reproducimos el primer capítulo de El buscavidas (Impedimenta), de Juan Trejo.

***

Henry, negro y encorvado, abrió la puerta con una de las llaves que colgaban de la gran anilla metálica. Acababa de subir en el ascensor. Eran las nueve de la mañana. La puerta era enorme, una gran losa de roble ornamentada, teñida tiempo atrás para que pareciese de caoba, aunque ahora se asemejaba más bien al ébano debido a los sesenta años de humo de tabaco y suciedad que acarreaba. Henry empujó la puerta, colocó el tope en su sitio con el pie malo y entró cojeando.

No hacía falta encender las lámparas, porque a esa hora los tres enormes ventanales de la pared lateral dejaban entrar la luz del sol. Al otro lado, la mañana se extendía sobre una parte considerable del centro de Chicago. Henry tiró del cordón que separaba las pesadas cortinas y estas se recogieron con mugrienta elegancia hacia los costados de los ventanales. Apareció una panorámica de edificios y, entre ellos, franjas de cielo de un azul virginal. Después abrió las ventanas, aunque tan solo unos pocos centímetros por la parte inferior. Una ráfaga de viento se coló sin contemplaciones, formando pequeños remolinos de polvo y de lo que había quedado de cuatro horas seguidas de humo de cigarrillos que no tardaron en disiparse. Al caer la tarde, las cortinas siempre estaban corridas y las ventanas cerradas; tan solo por la mañana el aire fresco sustituía el viciado ambiente de tabaco.

Un salón de billar, por la mañana, era un lugar extraño. Experimentaba diferentes etapas, sufría una metamorfosis diaria, mudaba su moteada piel. En ese momento, a las nueve en punto, parecía una gran iglesia, ensimismada, inmóvil a la luz del sol que entraba por los ventanales, con sus grandes mesas de aquella caoba intemporal y maciza, sus tapetes verdes discretamente ocultos bajo fundas de hule gris. Las panzudas escupideras de latón dispuestas a lo largo de las paredes, colocadas entre las sillas altas con asientos de cuero limpio y resistente, pulido hasta el punto de centellear con un brillo antiguo, y, por encima de todo eso, el alto y arqueado techo con sus cuatro grandes lámparas de araña y su claraboya con infinidad de cristales, pues se trataba del último piso de un viejo y venerable edificio que, achaparrado y feo, se alzaba apenas ocho insignificantes plantas en el centro de Chicago. El enorme salón, con las sillas de respaldo alto para los espectadores agrupadas con reverencia alrededor de cada una de las veintidós mesas, bien podría haber sido un santuario, una catedral destartalada.

Más adelante, sin embargo, cuando entraban los empleados y el tipo que llevaba la caja, cuando se encendían los ventiladores de techo y Gordon, el encargado, encendía la radio y hacía sonar la música, la sala transmitía esa peculiar cualidad de la vida diurna propia de los lugares que solo cobran vida por la noche; algo que puede apreciarse a primera hora de la mañana en clubes nocturnos, bares y salones de billar de todo el mundo: grandes estancias prácticamente vacías en las que resuenan los pasos de unas pocas personas, algún que otro tintineo de cristal o de objetos metálicos, el ruido de las escobas, de los trapos húmedos, de los muebles que se desplazan de un rincón a otro, y la música ligeramente irreal que emiten los aparatos de radio. Pero, sobre todo, la sensación de que el lugar aún no está vivo del todo, a pesar de albergar en su interior las primeras muestras de lo que será la resurrección vespertina.

En cambio, por la tarde, cuando empezaban a entrar los jugadores y el salón se llenaba del humo de tabaco, del ruido de las bolas que entrechocaban, duras y brillantes, y del chirriar de los cubos de tiza contra las duras puntas de los tacos, era cuando daba inicio la etapa final de la metamorfosis, que alcanzaba su culmen en el momento en que, bien entrada la noche, los jugadores ocasionales y los borrachos ya se habían marchado y tan solo quedaban los verdaderos creyentes y los furtivos: unos se dedicaban a mirar y apostar, en tanto que los otros —una reducida aunque variada camarilla de hombres, todos vestidos con tonos apagados, que se conocían, pero rara vez hablaban entre sí— jugaban tranquilamente intensas y fascinantes partidas de billar en las mesas del fondo. Era entonces cuando ese salón, el Bennington, se animaba de un modo especial.

Henry sacó una escoba de cepillo ancho de un armario que había junto a la puerta y, cojeando, se puso a barrer el suelo. Antes de que hubiese acabado, entró el cajero, encendió su pequeño transistor de plástico y se dispuso a contar el dinero de la recaudación. El timbre de la caja registradora sonó con fuerza cuando insertó la llave para abrirla. Una voz les deseó a todos los buenos días desde la radio.

Henry terminó de barrer, guardó la escoba y empezó a retirar las fundas de las mesas, dejando al descubierto los brillantes tapetes verdes, ahora sucios debido a las vetas de tiza azul; las mesas que habían ocupado los vendedores y oficinistas la noche anterior estaban manchadas de talco blanco. Tras doblar las fundas y colocarlas en un estante del armario, tomó un cepillo y frotó con él los pasamanos de madera hasta que brillaron con una cálida tonalidad marrón. Después cepilló la tela hasta borrar los rastros de tiza y de talco, y también el polvo, y el verde de los tapetes volvió a brillar.

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Autor: Walter Tevis. Título: El buscavidas. Traducción: Juan Trejo. Editorial: Impedimenta. Venta: Todos tus libros.

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