En su último ensayo, Gloria Álvarez presenta una doctrina liberal radical como solución perfecta a todos los problemas del hombre, y al hacerlo termina confundiéndose con los dogmatismos de izquierdas y derechas que pretendía combatir.
Dice Gloria Álvarez (Guatemala, 1985) en su último ensayo, Cómo hablar con un conservador (Deusto), que ha escrito el libro para rescatar una diferenciación que en los últimos tiempos parece perdida: los conservadores no son liberales, y viceversa. La idea, de por sí, es altamente interesante, no sólo por las posturas políticas que puede ayudar a matizar, sino porque, de alguna manera, promete un ejercicio de veracidad histórica que está llamado a replantear la eterna dicotomía dogmática entre las izquierdas y las derechas. Sin embargo, esa intención aparente va perdiendo fuelle a medida que avanzan las páginas, y el ensayo, a ojos siempre de este lector subjetivo, termina pareciéndose más a un panfleto publicitario del liberalismo que a un texto construido con el ánimo de confrontar contradicciones en la siempre árida búsqueda de la verdad.
Sorprende por ejemplo el título de la primera parte del libro, Lobos conservadores disfrazados de ovejas liberales. Esa representación capciosa y simplista de las diferentes posturas políticas e intelectuales emplea un lenguaje demasiado parecido al del populismo que la autora se jacta de combatir. Pero incluso dejando eso de lado, el contenido del ensayo tampoco matiza la primera impresión de que, en el fondo, todo se trata más de un ejercicio de abogacía que de un texto que busque que el lector se cuestione sus esquemas mentales.
La mayor crítica que Unamuno le dedica a los excesos de la teología es precisamente su labor de abogacía. Y podría decirse que cualquier dogmatismo funciona básicamente de esa manera: trata siempre de encontrar argumentos que justifiquen su verdad, en lugar de buscar argumentos que la nieguen, y que permitan ir descubriendo las partes del discurso que se mantienen en pie pese a las contradicciones.
En Cómo hablar con un conservador, Álvarez rescata algunas de las ideas de Edmund Burke para ponerlas en tela de juicio y, después de resumir muy someramente las críticas que escribió Russell Kirk contra el liberalismo y de explicar que pretende “darles respuestas argumentadas desde la perspectiva liberal”, pasa a analizar la evolución histórica de una controversia intelectual que enfrentó, es cierto, a liberales clásicos y a conservadores a lo largo de varios siglos, antes de que terminasen “uniendo fuerzas” para hacer frente al “enemigo común del socialismo”. Más allá de que su repaso resulte algo vago, de que no se adentre en la compleja heterogeneidad que enriqueció un debate en el que tanto liberales como conservadores nunca fueron dos grupos perfectamente diferenciados, y de que sólo analice algunas de las críticas conservadoras, sin meterse nunca en complejidades que puedan hacer tambalear su discurso liberal, son algunas cuestiones muy concretas las que, pese a todo, terminan debilitando notablemente una exposición aparentemente inapelable.
Como punto central, llama la atención que durante su repaso histórico despache en un único párrafo todas las discusiones que se generaron alrededor de la idea de ley natural; y también que no diferencie en ningún momento el concepto de ley natural del de ley divina. Álvarez, por su parte, confunde una con otra y considera que el único problema relevante de esa discusión tiene que ver con el orden moral que se desprende de la creencia de que “Dios posee una pertenencia sobre los seres humanos”. Siguiendo esa premisa, aunque reconoce brevemente que “muchos liberales afirman que dicho orden moral puede existir”, matiza acto seguido que no debería ser “impuesto por medio de la intervención del gobierno”. Su crítica se limita, por consiguiente, a que si se acepta ese orden moral, “lo inmoral dependerá de lo que las instituciones religiosas del momento determinen como tal”, y por tanto, las normas sociales serán dictadas únicamente conforme al capricho de los poderosos.
Pero es que el debate acerca de la ley natural es mucho más profundo y necesario que eso. Fue, de hecho, uno de los puntos de partida de la confrontación intelectual que dio a luz algunos de los conceptos sobre los que reposan las democracias occidentales hoy en día. La ley natural —que no divina—, es interesante porque sirve de fundamento para los derechos básicos de los individuos, sobre los que después se han ido constituyendo las leyes humanas, algo que Álvarez no parece tener en cuenta.
Sin embargo, es por eso que su defensa posterior de los derechos a la vida, a la libertad y a la propiedad privada como los únicos tres “derechos inalienables del individuo” termina pareciendo arbitraria. Ella, ajena al debate, defiende escuetamente su postura diciendo que “como humanidad, hemos reconocido que cada uno de esos derechos nace con cada individuo antes de que un gobierno esté o no instituido”, pero de lo que no se da cuenta es de que al pronunciar esas palabras está señalando, precisamente, hacia una ley natural —insisto, no divina—.
El concepto de ley natural apunta a que todos estamos sometidos a unas normas marcadas por la propia naturaleza humana —naturaleza no determinada por Dios, necesariamente—. Esas normas sobrepasan la voluntad de las personas, y sólo pueden ser descubiertas mediante la observación de la realidad. Se supone que haciendo exactamente eso, observar la realidad, los seres humanos se han descubierto iguales en dignidad y han determinado que poseen unos mismos derechos desde que nacen.
Pero por otro lado, si se argumentase que no existe la ley natural —postura perfectamente asumible—, o que esa ley natural no garantiza necesariamente los derechos que ahora mismo consideramos básicos —algo igualmente defendible—, los derechos que cada sociedad quiera priorizar entonces serán arbitrarios y, en el mejor de los casos, estarán justificados únicamente por su eficacia a la hora de conseguir que dicha sociedad prospere. Asumiendo esto como cierto, o se defiende la existencia de una ley natural y se basa en ella la validez de unos únicos derechos inalienables —lo que acto seguido justificaría la actuación del gobierno para garantizarlos—, o se entiende que esos derechos son arbitrarios y, por tanto, que no son inalienables. En cualquier caso, parece evidente que debe existir siempre un organismo que proteja los derechos que cada sociedad considere básicos en cada momento.
El liberalismo de Gloria Álvarez aboga por que los únicos derechos que debe garantizar el Estado sean el de la vida, el de la libertad y el de la propiedad privada —aunque reconoce que existen posturas más extremas, que apuestan por una supresión total del poder gubernamental y un abandono completo a las “leyes del mercado”—. Explica que esos derechos “que posee un individuo existen por sí solos sin que otro individuo tenga que otorgárselos ni concedérselos”, y dice que “esa es la diferencia entre los derechos y las necesidades”. Se trata de otro de los puntos centrales de su argumentación. Para ella sólo existen tres derechos básicos, y cualquier otro derecho que quiera ser añadido, en realidad, se tratará de una necesidad —¿un capricho?— antes que un derecho en sí. En ningún momento justifica esta postura —como ha quedado dicho, no vuelve a mencionar la ley natural—; tampoco se pregunta nunca si existe la posibilidad de que esos tres derechos sean en realidad necesidades; pero prosigue sin demasiadas cargas de conciencia e introduce otro de los puntos centrales que alimentan su cosmovisión: el orden espontáneo.
Se trata de una idea que proviene directamente de los escritos de Adam Smith —aunque después fue desarrollada por otros como Hayek— y que señala que cualquier sistema libre no necesita de una regulación externa para funcionar, ya que por sus propios mecanismos internos irá autorregulándose y prosperando de forma automática. Álvarez considera que cualquier intromisión del gobierno, orientada a controlar o limitar las relaciones libres de los individuos, capará el orden espontáneo y terminará produciendo consecuencias impredecibles que, muchas veces, serán desastrosas para la sociedad. De lo que no parece darse cuenta, nuevamente, es de que ella misma, al abogar por que “el papel del gobierno debe ser precisamente garantizar el respeto a esos tres derechos individuales”, está abogando también por que ese orden espontáneo esté limitado en su raíz.
Tratemos de explicarlo: siendo racionales y observando la realidad —labor que al leer a Álvarez parece que sólo hacen “sus” liberales— podremos defender que la naturaleza que nos rodea es un sistema autorregulado en el que surge automáticamente un orden espontáneo. Sin embargo, mirando más concretamente, descubriremos también que en la naturaleza no existen esos tres derechos básicos que defiende el liberalismo: ningún ser vivo tiene garantizado que otro ser vaya a respetar su derecho a vivir por el mero hecho de haber nacido; ninguno puede acogerse a un sistema que proteja lo más mínimamente su libertad individual; y absolutamente todos, si desean conservar sus posesiones, tendrán que estar dispuestos a vencer a sus rivales potenciales, ya sea mediante la fuerza o mediante el ingenio. En definitiva, mirando los mecanismos de autorregulación del sistema más cercano y perfecto que tenemos a nuestro alcance, es fácil concluir que lo que rige el orden espontáneo es, entre otras cosas, la ley del más fuerte.
Pero la ley del más fuerte no respeta lo que entendemos por dignidad individual, y eso es algo, podríamos pensar, que los hombres racionales y autoconscientes —también sentimentales e intuitivos— no son capaces de soportar. Las diferentes leyes que rigen la convivencia entre personas hoy en día tratan de garantizar unos derechos mínimos que permitan que la individualidad pueda, al menos, sobrevivir. Y por eso toda ley y todo derecho constituido en el seno de cualquier comunidad —esté justificado por la ley natural o no—, capará en alguna medida ese orden espontáneo defendido a ultranza por Gloria Álvarez.
La historia del debate social podría resumirse en eso: el intento de dirimir qué derechos son básicos a todo individuo, y la manera más perfecta de garantizarlos. Surgen entonces un sinfín de contradicciones enjundiosas, de cuya resolución pueden derivarse otro sinfín de escenarios igualmente difíciles de regular. Y por encima de todo surge el gran esfuerzo de determinar el significado de conceptos tan complejos como justicia, libertad o igualdad —también el de dignidad—. A delimitar sus fronteras se lanzaron precisamente los liberales clásicos y los primeros conservadores, y de sus discrepancias en conceptos de igualdad con los socialistas y comunistas nació su posterior alianza, que ha traído a nuestros días un equívoco que es necesario desenredar: Los conservadores no son liberales, y viceversa.
Pero eso tampoco quiere decir que unos tengan más razón que otros, necesariamente. A nadie se le escapa que libertad es un concepto ambiguo, y que la mera convivencia entre distintas libertades termina generando las más absolutas desgarraduras de conciencia: Cada persona puede tener un concepto propio de libertad, pero lo que parece claro es que para que todos tengan la suya propia garantizada es necesario que también la tengan mínimamente limitada —mi libertad termina donde empieza la de los demás—.
Después surgirá el debate acerca de lo que es justo, y de lo que significa el término «justicia», controversia íntimamente ligada, también, al concepto de igualdad. Porque el hecho de que, debido a la tradición y a las instituciones, una serie de individuos nazcan con más posesiones, privilegios y herramientas para medrar que el resto parece injusto a ojos del hombre racional y sentimental —además, un individuo con suficientes privilegios puede verse, en un momento determinado, con la posibilidad de oprimir a otros individuos sin tener que rendir cuentas, lo que atentaría directamente contra la libertad de los oprimidos—. Pero por otro lado, el intento de erradicar esas desigualdades injustas, sin embargo, puede llevar fácilmente a la supresión de las libertades individuales más básicas, y eso no hace más que poner de manifiesto otra gran verdad: que existe una pugna interna difícilmente salvable entre la igualdad y la libertad.
Asumimos entonces que los hombres no somos iguales —aunque podamos serlo en dignidad—, y que precisamente por ser libres, y por ser distintos los unos de los otros, con el paso del tiempo vamos generando desigualdades cada vez más pronunciadas. Si aceptamos y seguimos esta secuencia, llegamos a una conclusión inevitable y poco reconfortante: estamos condenados a seguir regulando nuestra convivencia con el objetivo de garantizar lo que consideramos justo, es decir: la supervivencia de nuestra individualidad personal, que es intrínsecamente libre y única con respecto al resto de individualidades —lo que termina generando desigualdades—, y la seguridad de que, dentro de nuestras posibilidades, ninguna individualidad libre y única, podrá ser sometida impunemente por otra —algo amenazado constantemente por la propia desigualdad paulatina que genera la libertad—. En ese juego de contrapesos debemos gastar nuestra existencia: creando leyes, limitando y garantizando libertades, regulando el orden espontáneo y comprobando, después, la eficacia de nuestros experimentos.
Pero Gloria Álvarez no parece tener esto demasiado en cuenta en su Cómo hablar con un conservador —y probablemente tampoco en su libro anterior, Cómo hablar con un progre—. En su revisión histórica del debate entre conservadores y liberales considera que fueron los segundos los únicos que colocaron a los primeros contra sus contradicciones, denunciando entre otras cosas las injusticias generadas por instituciones artificiales heredadas durante siglos —como la aristocracia o la monarquía—. Sin embargo, después, al abogar por una libertad casi absoluta, apoyada en la idea del orden espontáneo, termina justificando sin querer que se puedan volver a institucionalizar esas mismas desigualdades. ¿No debería plantearse acaso cómo se puede justificar como medida plenamente liberal la abolición de la aristocracia, sin contemplar siquiera la posibilidad de que en un estado regido por el orden espontáneo, la convivencia constante entre grandes fortunas puede llegar a institucionalizar, con el tiempo, una nueva aristocracia?. Ella, desde luego, nunca abre ese melón.
Tuvieron que ser los conservadores los que llegaron a la conclusión de que las instituciones eran inevitables y, en gran medida, necesarias. Ellos fueron también los primeros en considerar que, para garantizar los derechos de la totalidad de los ciudadanos, habría que revisar las propias instituciones e ir adaptándolas a los tiempos cambiantes. Pero Álvarez, aunque sí que llega a defender que algunas de ellas deben ser conservadas, tampoco parece orientar su criterio a evitar que se puedan institucionalizar esas desigualdades que atentan contra los mismos derechos individuales básicos que ella misma considera inalienables. Posiblemente, para hacerlo, tendría que reconocer que es necesario limitar más libertades de las que le gustaría.
Al leer su ensayo uno se encuentra constantemente ante la intuición de que su idea de liberalismo, pese a que pretende acabar con el dogmatismo, lo lleva escondido en su seno como el caballo de Troya. El libro arranca con una promesa alentadora: salir de la rígida y tradicional dicotomía dogmática que enfrenta siempre a las izquierdas y las derechas; pero termina decepcionando precisamente porque no llega a superar el dogmatismo. Ante la pelea, más o menos irracional, entre conservadores y progresistas, Gloria Álvarez propone un nuevo contendiente liberal. Su dibujo segmenta a la sociedad en tres bloques perfectamente diferenciados —dos “dogmáticos y colectivistas” y uno “libertario y racional”—, y hace aguas precisamente porque no repara en que, en el eterno debate social que discute los límites de conceptos tan complejos como libertad, igualdad o justicia, ninguna solución ha resultado perfecta nunca. En el momento en el que aboga por una doctrina liberal radical como solución a todos los problemas del hombre, se confunde definitivamente con los otros dos dogmatismos que pretendía combatir.
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