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El camarada Jorge y el Dragón, de Rafael Dumett

El camarada Jorge y el Dragón, de Rafael Dumett

El escritor peruano Rafael Dumett reconstruye en su última novela la vida de Eudocio Ravines, político y teórico marxista fundamental para entender el comunismo latinoamericano a lo largo del siglo XX que, sin embargo, acabó totalmente desengañado. Tanto que se convirtió en hombre de derechas que defendía el liberalismo económico.

En Zenda reproducimos un fragmento de El camarada Jorge y el Dragón (Alfaguara), de Rafael Dumett.

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A las cuatro en punto, Eudocio sale de la sede de El Heraldo. Se despide de Tenoch, que le devuelve el saludo desde su caseta, y cruza los umbrales del pórtico.

Observa una por una a las personas detenidas en la esquina de las calles Dr. Carmona y Valle y Dr. Velasco, enfrente del periódico. Hay moros y cristianos en la costa. Una mujer indígena amamantando a su hijo mientras intenta vender sus chucherías en un puesto ambulante. Un par de jóvenes con los pantalones apretados, la camisa abierta hasta el ombligo y el pelo engominado, al estilo de ese actorzuelo de Fiebre de Sábado por la Noche por el que suspiran las chiquillas, y que se hablan a gritos, para quien quiera escucharlos y para quien no quiera también. Un hombre musculoso con lentes oscuros y pelado a rape, vestido, como dicen los gabachos, con ropa casual, y que mira eternamente la hora en su reloj.

Nada que temer, excepto el miedo.

Toma la acera de Dr. Lucio y dobla a la izquierda. Mientras camina, reverberan en su mente los resabios del rebatimiento en la sala de redacción habido hace solo unos minutos.

—Ni hablar, Cosme. No le cambio ni una coma.

—Solo te pido que revises ese párrafo, Eudocio.

—No hay nada que revisar. Los muertos no tienen aureola. John Kennedy fue un personaje funesto para la historia del continente. El que haya sido asesinado ni le quita ni le pone.

—Nada que discutir por ahí.

—¿Entonces?

—Es el especial por el decimoquinto aniversario de su asesinato, Eudocio.

—¿Y?

—Ese párrafo pareciera que lo condonara.

—No sabía que en El Heraldo hubiese censura.

—No la hay —suspiró—. Si no quieres, nadie te va a cambiar nada. Pero piénsalo.

Eudocio lo pensó. En voz alta.

—Tienen el resto del periódico para hacer hagiografías. No en mi columna. Sin la traición de Kennedy en la Bahía de Cochinos, habríamos recuperado Cuba y no habrían surgido como hongos las intentonas revolucionarias en nuestro continente, tratando de seguir el ejemplo nefasto de Fidel. No habríamos perdido tiempo y recursos aplastándolas durante el resto de la década. La serpiente del Che habría sido destruida en el huevo. Kruschev no habría juntado los arrestos suficientes para instalar las bases de misiles que casi nos llevan a una conflagración nuclear de gran escala que habría puesto punto final a nuestra civilización. Sin la cobardía de Kennedy, habríamos acabado con la guerra fría ahí mismo, con la balanza de nuestro lado.

Empieza la caminata, cordialmente amenizada por un concierto de cláxones procedente del atasco a su derecha. Algunos mexicanos juran que en el DF de estos días uno va más rápido de peatón que de automovilista, y no les falta razón. Las calles, como siempre desde que comenzó la construcción de los ejes viales, están congestionadas de vehículos, y las casas demolidas, las zanjas y los cientos de árboles arrancados de raíz y tendidos en la pista tienen a los capitalinos hirviendo y con los pelos de punta, sin hablar de la contaminación, que ha subido a niveles alarmantes y es literalmente para llorar. A Hank González, el regente que emprendió las obras hace siete meses, le han puesto de apodo Gengis Hank y los mexicanos se divierten inventándole nuevos sobrenombres al DF de su hechura: Detritus Defecal, El Defecante y, ahora último, Viet Hank. Hasta a Eudocio, que lo ha visto todo, le sorprendió el candor de González al confesar en una entrevista que las obras, que no tienen cuándo acabar, habían sido realizadas por amigos suyos y habían reportado cuantiosas ganancias. Un político pobre es un pobre político, dijo el incauto con todas sus letras, y Eudocio lo celebró, con chanza que no todos comprendieron, en un artículo titulado «El imperativo categórico de Hank» en que imaginó uno nuevo hecho a la medida de los arreglos del regente. «Obra solo según aquella máxima por la cual hagas beneficiario de tus obras a tus amigos, que ellos te devolverán la inversión con creces».

Le gusta caminar y por eso jamás aprendió a manejar. O, como dice Carmencita, le gusta caminar porque jamás aprendió a manejar. A su edad, dicen, no debería andar solo por la calle y expuesto a sus peligros, que se multiplican por ser él quien es. Pero caminar es poner los pies sobre el mismo suelo que estos seres anónimos con que se cruza, y que regresan o fingen regresar a sus casas después de un largo día de trabajo o escuela, afectados por las grandes decisiones tomadas para ellos o en su contra en las altas esferas del poder. Compartir la vida en movimiento y sentirse menos extranjero en su compañía y, a la vez, no perderlos de vista, por si acaso.

Cruza la avenida Claudio Bernard, y sortea rumas de escombros en medio de la pista. Al cabo de cuadra y media, se detiene frente a la Arena México, en cuyas paredes inferiores perduran vestigios de anuncios de peleas legendarias de los gigantes del ring, que pusieron en juego en su día pelo contra pelo, máscara contra pelo y máscara contra máscara. Hay también carteles desgarrados de películas antiguas: Santo versus la hija de Frankenstein, Santo y Blue Demon contra Drácula y el Hombre Lobo, Santo contra el doctor Muerte. Confirma, mirando el largo panel horizontal encima de los carteles, la hora en que empieza la función de esta noche del circo Atayde Hermanos, para la que ya tiene los tres boletos comprados. No necesita consultar su reloj para saber que va bien de tiempo. Ha salido temprano del periódico para llegar a casa con anticipación: a Carmencita y a Jorgito hay que andar arreándolos si uno quiere evitar demoras y percances. No queremos que Jorgito se pierda nada del espectáculo, le dijo ayer a Carmencita. No te hagas, Eudocio, le replicó ella con faz risueña. El que no quiere perderse nada eres tú.

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Autor: Rafael Dumett. Título: El camarada Jorge y el Dragón. Editorial: Alfaguara. Venta: Todostuslibros.

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