Setenta años no es edad para un pueblo de España donde, a poco que te descuides, cualquier corral en medio de un bosque de encinas puede remontarse al siglo XIII. Pero La Vid, el lugar que es el germen de esta historia, surgió de la nada hace siete décadas en Castilla, aunque tampoco se parece a ningún pueblo castellano, ni a ninguna otra localidad de nuestro país. Eso no quiere decir que sea único. Tiene cientos de gemelos, hermanos y primos hermanos desperdigados por la Península: los asentamientos que hizo construir el Instituto Nacional de Colonización durante los años cuarenta, cincuenta y sesenta y que acogieron a más de cincuenta y cinco mil familias cuyas casas habían desaparecido bajo el agua de los pantanos.
Fue mi abuelo quien me tatuó la nostalgia de lo que jamás conocí. Él, que era adusto y reservado y al que nunca le escuché más palabras que las imprescindibles, solo se mostraba expansivo cuando hablaba del lugar en el que nació y del que desde su adolescencia le dijeron que tendría que irse, hasta que con cuarenta y cuatro años se cumplió la amenaza. Él era quien me llevaba a las hoces para ver a los buitres, y me acercaba a la orilla del pantano para señalarme sobre el espejo del agua dónde estuvieron la fuente de los Aguachines y la casa del bisabuelo Juan y la fonda de la bisabuela María y las bodegas y las tenadas y el camposanto en el que se quedaron todos los muertos, entre ellos su madre y su hermana Sara. Yo miraba su piel áspera y solo veía el agua quieta bajo la canícula del calor, pero el mito se esconde en lo que no se ve.
Con dieciséis años, apenas tres después de su muerte, comencé un cuento titulado «El pantano». Tengo una libreta entera con todos mis intentos fallidos. Fue tal mi desánimo que, a pesar de que había empezado a escribir al mismo tiempo en que me enseñaron a sostener el lápiz, abandoné la afición. Cuando retomé la escritura cinco lustros después volví a fracasar, pero en ese momento tenía claro que no podía abandonarme a la frustración, ya que la memoria de Linares se estaba muriendo con sus últimos supervivientes y me sentía obligada a hacer algo para preservarla. Más aún cuando en los archivos del ayuntamiento de La Vid y Barrios me di cuenta de que la documentación del antiguo pueblo o no se sabía dónde había acabado —me pregunto si no está en el mismo lugar que los muertos de Linares— o lo que se trasladó al pueblo nuevo estuvo durante cincuenta años abandonado, sirviendo de alimento a las ratas, el moho e incluso el fuego. No fue menos arduo el andamiaje de la novela, con un esquema de casi veinte mil palabras; ni el proceso de redacción, pues no lograba trasladar la voz de Marcos al papel (no en vano fue un hombre a quien se le podían oír en un día entero apenas media docena de monosílabos).
Cuando el bloqueo era insoportable, viajaba al pueblo y recorría el camino de vuelta a Linares: las hoces, la vega del Riaza, los páramos, los campos de encinas y enebros, pues escribir esta novela era parte de ese regreso necesario. Quizás lo que aquí se narra no tenga nada que ver con lo que en realidad pasó y sea cierto lo que hace unos meses me dijo alguien de los que dejó aquello: «Si todo es cuento, todo es mentira». Espero que no sea así, que La marca del agua conserve la verdad esencial y que el lector pueda encontrar en ella lo que aquellos hombres y mujeres sintieron al abandonar la tierra en la que sus antepasados les habían construido un mundo que hubiesen deseado dejar como legado a sus hijos. Ojalá llegue hasta el lector su desarraigo, su nostalgia, su pena, su pérdida irremediable e irremplazable, la incomprensión propia y ajena.
En lo que a mí respecta, esta novela me ha ayudado a recuperar parte de ese algo que he echado en falta desde siempre, pese a que no lo haya tenido nunca.
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Autora: Montserrat Iglesias. Título: La marca del agua. Editorial: Penguin Random House. Venta: Todostuslibros y Amazon.
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