Imagen de portada: Recorte de la ilustración de Óscar Bometón para la edición de ‘El libro de los condenados’, de Charles Fort, llevada a cabo por Reediciones Anómalas.
I
¿Qué fue eso?
Su manifestación siempre es advertida, pero también es incierta: en el mejor de los casos es un olor, es un ruido, es un retrato que cae, es una sombra elusiva o vigilante que parece vista únicamente por el reojo de la conciencia. Otras veces no es más que un erizamiento en la piel, una sensación convergente que nos hace volvernos en redondo hacia el objeto repentinamente rodeado por una extraña vida. En momentos así, por más que un imperativo de cordura pretenda decir otra cosa, somos conscientes de que hemos sido visitados. No sabemos por qué, o por quién: igual podría ser el raído fantasma de algún antepasado como nuestra propia sombra junguiana. Pero en ese rapto de unos pocos segundos en que sentimos en torno a nosotros como el descorrimiento de un velo, nos damos cuenta de que hay algo en nuestro interior no siempre percibido y no del todo protegido por esta urdimbre engreída de totalidad que es nuestro revestimiento, la forma a la que engañosamente llamamos “yo”. La impresión que nos deja es la de haber mirado a una especie de gemelo perverso de la belleza, su revés siniestramente iluminado. Se parece un poco al viaje entre los bosques, sentados cómodamente detrás del volante, rodeados de una oscura profusión. Miramos los contornos de la luz, vamos pensando, estamos distraídos. De pronto algo atraviesa la carretera, algo amorfo y medio pasmado que nos mira con los ojos muy fijos. Naturalmente, nos asustamos, respingamos: es ese instante de confusión aterida antes del ciego reconocimiento. Antes de ese mirar más detenidamente y, ya del todo tranquilos, murmurar: “Ah, un venado”; “ah, un ciervo…”
La cosa en la carretera que debería ser un ciervo, pero que para el ojo mental, para el hombre primitivo que habita en nosotros, no llega a ser nunca un ciervo.
II
¿Hay alguien ahí?
Siempre he sentido devoción —llamarlo curiosidad es quedarse corto— por los libros que tratan sobre estos extraños ciervos. Y, de la misma manera en que Rimbaud se deleitaba con “esos libros mal escritos, llenos de faltas de ortografía”, de oscuros erotómanos —lo mismo les ocurría a Nabokov y a Edmund Wilson—, yo ni siquiera dejo fuera los libros escritos por chalados. Por supuesto, me siento mucho más atraído por los intentos de racionalizar la anomalía, o de introducirla dentro de una jerarquía de fenómenos situados en los márgenes de la cotidianidad. Libros sucesores —como el fantástico Libro de los condenados, de Fort— de las Fábulas de Higino o las Historias curiosas de Claudio Eliano. El problema para lectores como yo, que han sacudido ya un buen número de árboles, es que desde los muy lejanos tiempos de la colección “Otros mundos”, de Plaza & Janés, que publicó un gran número de obras verdaderamente interesantes en medio de adorables —y algunas pobretonas— fantasías, no ha habido una editorial que se haya preocupado seriamente de tomar el testigo de Plaza y ahondar, no menos seriamente, en esas zonas de oscuridad que no dejan de ser también una parte de nosotros. Durante un tiempo esa editorial parecía que iba a ser Edaf, pero sus obras dedicadas a los fenómenos y experiencias de difícil explicación se fueron perdiendo en la matriz de un catálogo heterogéneo, de forma que colecciones interesantísimas como “La tabla de esmeralda” apenas despuntaban entre novelas con premio, ensayos de género diverso y hasta enciclopedias. Después lanzó otras colecciones firmadas por charlatanes televisivos que en muchos casos no dejaban de ser recopilaciones de artículos o productos apresuradamente escritos con propósitos meramente fenicios, lo que tal vez sirvió para aumentar el nicho de mercado aunque fuera en detrimento del interés, la originalidad y el élan vital de los asuntos sometidos a examen. Tengo la impresión de que fue esto lo que llevó a la saturación del mercado, y también a una saturación del lector realmente interesado, que se desengañó, se especializó, y acudió a otras propuestas —Siruela y Atalanta, sin duda, entre las mejores de ellas—. A fin de cuentas, si al otro lado del libro no hay un revisionista como, por ejemplo, Patrick Harpur, un escritor que se toma en serio la realidad subjetiva de los hechos extraordinarios y les aplica una lente pulida por su originalísimo intelecto, que aumenta y distribuye de una manera nueva el paso de la luz, lo que queda no es más que un repaso atolondrado a los enigmas de siempre. Quizá sea esta la cuestión de base. Hablamos de viejos enigmas, con sus viejas marionetas apolilladas y su teatro ligeramente anticuado: el fantasma de mortaja raída, el moai con la mirada puesta en Betelgeuse, el platillo volante oxidado. ¿Se acabaría entonces el problema si hubiera de pronto un aluvión de enigmas nuevos? Personalmente, creo que no. Yo diría que los enigmas seguirán siendo nuevos mientras perduren como enigmas. Nos fascina —casi siempre desde niños— todo lo que no está resuelto, lo que supone una incógnita duradera y un desafío intelectual, lo que despierta en nosotros el sentido de la maravilla. Pero una mirada como la de Harpur no la tiene todo el mundo, y una educación como la suya —que en realidad es una reeducación de los impulsos reflejos y los prejuicios adquiridos— tampoco. Y, sinceramente, para escuchar las cosas de siempre contadas como siempre, para tener el mismo catálogo de sucesos circenses y la historia habitual contada servilmente en tercera persona, resulta preferible tirar de hemeroteca y dejarse engañar una vez más por el —involuntario— acierto etopéyico de Germán de Argumosa, con su aire como de personaje de película de la Hammer, investigando —es un decir— las caras de Bélmez, o el impacto escenográfico de Jiménez del Oso en medio de su estudio con calaveras y frasquitos de atrezzo, y no perder el tiempo con aquellos que se contentan con vivir todavía en la prehistoria del relato
¿Entonces? ¿Todo se limita a echar la vista atrás? ¿O hay alguien ahí que esté contando las cosas de siempre de otra manera?
Hace apenas unos meses, por pura casualidad —concepto con el que Robert Charroux discreparía intensamente—, me encontré con una nueva editorial que no sólo recogía el testigo de Plaza y similares, sino que además lo abrillantaba, le daba un nuevo aspecto y lo ponía en manos de una vieja guardia de lectores y una nueva generación de seguidores: su nombre es Reediciones Anómalas, nació casi medio a espaldas del mundo gracias al empeño de Pablo Vergel y Alex Barragán —nombres que seguramente sonarán a los seguidores de los podcasts El sótano sellado y Terra incógnita—, y, tras algo más de una decena de interesantísimos títulos, en sólo cinco años se ha asentado como la editorial forteana de referencia. Yo preferiría decir que su catálogo ha trascendido ya los límites forteanos y que, si bien es cierto que la mirada de Charles Fort sigue siendo la vara con la que medir un catálogo encandilado por los sucesos misteriosos —El libro de los condenados, antología de fenómenos extraños recogidos de libros y periódicos de época, es uno de los pilares de la editorial—, obras como De cosas que se ven en el cielo, de Carl Gustav Jung, y Pacto de silencio, de Andreas Faber-Kaiser, lo ramifican por las demarcaciones de la especulación filosófica y la revisión casi a tiempo real —y en clave poco menos que policíaca— de los hechos probados. En general, este tipo de cuestionamientos de lo que hemos dado en considerar el mundo real, el lugar ampliamente fortificado por un consenso de percepciones, suelen ser tratados con escepticismo cuando no con una paternalista —o despectiva— renuencia, y libros de esta naturaleza —por no hablar de esa otra clase de percepciones que desbordan la línea del dibujo, la cómoda silueta de los “hechos probados”— tienden a ser deliberadamente ignorados… a la manera, sin embargo, en que uno ignora al ciervo antes del ciervo, la aparición inexplicable de una extrañeza en medio de la carretera. La verdad es que sería mucho más sencillo vivir en un mundo resuelto en eficaces y poco exigentes explicaciones. Un mundo en el que la noche ha sido derrotada por la claridad eléctrica, en el que todo lo que no es inmediatamente demostrable es fábula, en el que votamos para estar bien representados. Pero lo cierto es que la realidad, entre la rotundidad y el secretismo, entre el insólito golpe de efecto y una suerte de gazmoña discreción, siempre ha jugado a salirse más allá —algunas veces mucho más allá— de los bordes del dibujo. El arte no existiría sin esos raptos de locura de la propia realidad, sin el asalto a la conciencia observadora que se siente repentinamente con un pie mal apoyado en el borde de un vacío atractor y vertiginosamente tachonado de estrellas. La filosofía tampoco. Y me atrevo a decir que ni siquiera la ciencia, territorio de constataciones empíricas en el que se congregan, más que en ningún otro sitio, los hombres que se empeñan en crear lo que otros antes que ellos se empeñaron en soñar.
El lado de la realidad salpicada por el sueño es justamente el lugar desde el que arrojan su sombra los libros editados por Reediciones Anómalas. Libros que ya tuvieron su lugar entre los lectores españoles pero que perdieron su protagonismo, en el nada donoso escrutinio de la serie de las modas y de las novedades, y fueron arrojados a ese pozo oscurantista de las obras descatalogadas —casos, por ejemplo, del mencionado Pacto de silencio o de El mensaje de otros mundos, de Pons Prades, tan buscado por librerías de segunda mano, donde un ejemplar en buen estado puede rozar los 200 euros—; libros, también, que por su calidad literaria y la riqueza y la profundidad de sus planteamientos merecían una primera encarnación en nuestro idioma, y que hasta hoy no habían encontrado al editor conocedor y atento que los pusiese al servicio del lector interesado —casos, sin exagerar lo más mínimo, de todos los demás—. Por otro lado está la propia calidad de los libros no ya en su condición de transmisores de conocimiento sino entendidos como algo más que un objeto de consumo. Una de las cosas que cabe temer de los editores poco experimentados es que un buen libro acabe siendo víctima del mal gusto o la falta de criterio, ya sea en la forma de alguna arbitraria decisión editorial —tipo de letra, gramaje y color de página, tamaño del libro— o de que se le encastre en una colección tipo cajón de sastre donde lo más normal es que pase completamente desapercibido. Este no es el caso de los libros publicados por Reediciones Anómalas. Con todo lo que en un recorrido tan breve pueda haber de mejorable, sus libros editados hasta la fecha son lo que yo llamo libros orgánicos. Bajo esta acepción incluyo únicamente aquellos libros que desde la cubierta a la contracubierta se ofrecen a nuestra mano como un universo cerrado, como algo cuya equivalencia es una esfera, donde cada uno de sus elementos converge sin fisuras en la idea esencial que define ese libro, centro neural de todos sus puntos. Esto es una cuestión de buen gusto que no se aprende necesariamente publicando libros; que es, de hecho, anterior a cualquier aplicación práctica del buen gusto porque proviene de un agudo sentido estético, y eso es algo que se tiene o no se tiene. En el caso de Reediciones Anómalas, es una obviedad que los responsables de que sus libros tengan esa condición orgánica son, naturalmente, sus editores; pero no menos responsable que ellos es el autor de las portadas, el magnífico ilustrador Óscar Bometón, que ha sabido interpretar con excelente gusto y un maravilloso sentido onírico cada uno de los títulos —para mí con logros que trascienden el mero trabajo de ilustrador de cubiertas como los casos de Abducidos, Cuando las profecías fallan, Los extraños y el más reciente El terror que acecha en la noche— y atraer con sus señuelos la atención no sólo del lector que sabe dónde se mete sino también del que, como un ciervo en la carretera, simplemente andaba por allí. Pero el mejor ejemplo, sin duda, de libro orgánico y perfectamente resuelto por sus editores es el que lleva por título Anomalía, un volumen tamaño fanzine en el que se recogen los once números del boletín Anomaly, legendario collage de recortes de prensa y artículos progresivamente delirantes —con contribuciones, nada menos, de William Burroughs— que entre 1969 y 1976 el investigador John Keel distribuía por correo sin coste alguno entre los aficionados a la literatura ufológica. Teniendo en cuenta lo difícil que es conseguir la colección de boletines de Keel en su edición americana, no creo que me equivoque al afirmar que su edición en español —tan magníficamente maquetada que resulta de veras un empeño baldío encontrar diferencias sustanciales con los originales— va camino de convertirse en una codiciada pieza de coleccionista.
Abducidos, Los extraños, El terror que acecha en la noche. Libros e ilustraciones que despiertan en nosotros el sentido de la maravilla, que lo rescatan de allí donde lo tuviéramos dormido, bien cubierto de mantas y aún vestido con su pijama de niño, para hacerlo deambular una vez más con las manos tanteando el aire y tocando en nuestro interior otras muchas cosas que también creíamos dormidas. Y ya que hablamos —una vez más— de ciervos, carreteras, y esa parte de nosotros no del todo dormida ni del todo despierta, voy a picar un poco más personalmente en mi propia memoria para explicar de dónde viene en mi caso particular ese sonámbulo interior que tan a menudo juega a hacer de guía para mi conciencia, y algunas otras cosas que seguramente resultarán más familiares de una manera menos rara y mucho más general al común de los lectores.
III
¿Un relato a manera de memoria?
¿Una memoria a manera de relato?
Mucho tiempo he estado viviendo entre extrañezas. Una parte de mi infancia transcurrió en una casa rodeada de álamos y árboles frutales, con un alborotado río al pie, casi enteramente apartada del mundo civilizado. El terreno estaba acotado por una verja que lindaba con el río y un muro de ladrillo que separaba aquella enorme extensión arbolada de un bancal cubierto de zarzas, al otro lado del cual se alineaban unas cuantas casas construidas mucho antes de la guerra, casi todas ellas deshabitadas. Durante el verano, mi padre solía perderse entre los árboles en busca del único claro que le permitía divisar el cielo en su totalidad: allí se sentaba sobre un grueso tocón, linterna en mano, y pasaba una o dos horas manteniendo un diálogo de centelleos con una tríada de esferas móviles que únicamente desaparecían cuando él terminaba sus cigarrillos y, como si tratar con unas esferas celestes fuera lo más normal del mundo —para mí, realmente, era lo más normal del mundo—, se retiraba a dormir. En cierta ocasión, las luces se acercaron lo suficiente para que mi padre pudiera verlas más allá de aquel remoto deslumbramiento. Descendieron hasta tocar las copas de los árboles, sin hacer ruido, y lo que todavía era más sorprendente: a plena luz del día. Cuando mi padre hablaba de ello —curiosamente, no hablaba muy a menudo de ello—, describía la más grande de todas esas esferas como un objeto en realidad alargado, con una especie de quilla en la base, similar a una carabela. Flotó en lo alto durante un rato y después se esfumó, dejando como una quemazón en las copas y el inexplicable silencio de un cielo definitivamente a oscuras. Mi padre nunca pudo entender por qué, de un momento a otro, aquel cielo diurno bajo el que se había sentado a leer mostraba de pronto aquella oscuridad de noche cerrada. Lo único que se le ocurría era que en algún momento, entre el descenso de la esfera y su repentina desaparición, debía de haberse quedado dormido, e incluso era probable que tanto el descenso como la desaparición hubieran sido un suceso soñado. Creo que mi padre habría aceptado esa posibilidad de no ser porque a la mañana siguiente descubrimos que todos los árboles en un radio de diez o quince metros —incluido uno muy alto que yo trepaba a menudo hasta la penúltima rama— estaban completamente secos. Mi padre no sabía cómo explicar aquello, aunque por su forma —un poco taciturna— de actuar a partir de entonces era evidente que lo que había creído ver y lo que había ocurrido con nuestros árboles eran para él hechos correlativos. Yo, menos taciturno que mi padre, pensaba igual, y no sólo por ser un testigo más de aquellas extrañas luces. En esa época —hablo de principios de los 80— los periódicos de tirada nacional a menudo contaban historias similares a la de mi padre, en ocasiones publicándolas, increíblemente, como artículos de portada. Platillos volantes sobrevuelan unos castillos en el sur de Madrid. Incidente con esferas voladoras en las cercanías del aeropuerto de Manises. Disparan a humanoide en una base militar. Para mí, noticias de ese estilo eran no muy distintas de cualquier otra noticia, cosas que ocurrían en el mismo cuadrante de realidad que el asesinato de toda una familia en un cortijo andaluz o las tensiones políticas del momento. Y en aquella casa situada casi en medio de la nada, entre árboles que podían despertar una mañana cualquiera requemados por unas esferas radiantes, lo extraño hubiera sido suponer otra cosa. La gente del lugar también conocía esas luces. No las consideraban particularmente amistosas y evitaban en lo posible mencionarlas, como si pesara una larga tradición de desgracias protagonizadas por el encuentro entre los hombres y las esferas radiantes. Eran gentes llenas de supersticiones, cazadores y ganaderos en su mayoría, que miraban de reojo a quienes no éramos de allí y, con la misma indolencia con que apaleaban a sus mujeres, colgaban a sus perros de cualquier árbol en cuanto les gruñían o contraían la rabia. Ahora que lo pienso, creo que no he conocido un lugar más olvidado que ese de la mano de Dios. Perros rabiosos de comer conejos con mixomatosis había por todas partes. También alacranes y escorpiones. También serpientes, que se colaban en la casa por la chimenea o se ovillaban en las botas de goma que a veces me ponía para pasear por el río. Las serpientes eran de color arena, y no resultaba nada sencillo verlas en la tierra levantada. Una vez estuve a punto de pisar una con anillos rojos, blancos y negros, que una mujer que salió de la nada apartó de mí con un palo —“así es como se viste el demonio”, dijo— y se llevó enroscada hasta un enorme bidón de gasolina para que la matara un “milagrero”. El milagrero era un chico de unos trece años, con el pelo rubio y una mirada tan triste que parecía lamentarse constantemente de haber nacido para eso. Una vez le vi en nuestra finca, donde anduvo de un lado a otro sosteniendo con ambas manos una ramita en horquilla hasta que la punta empezó a vibrar y a señalar el suelo. Se agachó y marcó el lugar con varias piedras. Allí construimos un pozo del que todavía hoy sigue manando agua.
Pese a todas estas experiencias, y muchas otras posiblemente más raras, no me convertí en un creyente de los hechos improbados. Más bien me convertí en un escéptico de la realidad consensuada. Uno de los momentos de mi infancia que aún recuerdo con mayor asombro fue cuando descubrí la enorme brecha que me separaba de casi toda la gente a la que conocía en términos de lo que podría calificarse como experiencias anómalas, entendiendo por anómalas todas aquellas experiencias que a) escapaban del cerco de las explicaciones racionales y b) no provenían del conocimiento personalmente adquirido, y por tanto precisaban de una fe absoluta en la validez de la experiencia ajena. Con esto no quiero decir que desconfiase de toda realidad no experimentada directamente por mí, hasta el punto de dudar, por ejemplo, que hubiera nueve planetas en el sistema solar, al no tener la experiencia directa de su existencia en el vacío suspendido —a todos los efectos, yo mismo me podría encontrar en una cinta de Moebius o una esfera rodante—, o de que existía un país llamado Alaska, dado que por entonces no había estado nunca allí. No, no eran esas las cosas que podía dudar. Me refiero más bien a otras categorías de la fe, que no permitían la posibilidad de la duda voluntaria y además pertenecían al delicado reino del yo, reafirmado o puesto en tela de juicio por la trama de los hechos. Para mí, lo anómalo eran esos momentos en que me golpeaba la certeza de que yo era yo y no el gato que se recogía a mis pies, o la hoja que volaba al viento. Lo anómalo era sentirme por unos momentos fuera de mí, y ya no ser ni yo ni la hoja ni el gato, sino algo que, en cuanto una parte de mí tenía pleno conocimiento de ello, se iba perdiendo gradualmente desde los bordes de mi consciencia en un cerco de oscuridad. Lo anómalo era ir al colegio de lunes a viernes sin que me fuera proporcionada alternativa alguna, como si sólo hubiera una forma de dar los primeros pasos por el mundo. Lo anómalo, en pocas palabras, era el camino unánimemente aceptado y no el cuestionamiento medio paranoico de cada una de las losas de ese mismo camino. A lo largo de un verano vi luces en el cielo. ¿Por qué no? Las luces descendieron y quemaron las copas de los árboles. ¿Por qué no? El demonio se vestía de serpiente con anillos de colores. ¿Por qué no? La realidad, desde entonces, se fue conformando en torno a mí como algo abierto, sin reglas fijas y con misteriosos canales comunicantes entre lo improbado y lo consensuado, entre lo que encajaba en una realidad preconfigurada y lo que parecían piezas de un puzzle inquietante y como perteneciente a otro mundo. Pero ese mundo era mi mundo, era el mundo de todos. Un lugar en el que lo verdaderamente asombroso no consistía en que experiencias tales como ver luces en el cielo o un demonio anillado pudieran considerarse falsas; lo verdaderamente asombroso era perder el sentido de la extrañeza, de la maravilla de estar aquí y ahora, hasta el punto de que todas esas cosas no pudieran considerarse verdaderas.
IV
¿Por qué no?
En esa época —tendría unos ocho o diez años— leí muchos de los libros de la biblioteca de mis padres. Por entonces no hacía distinciones entre géneros, y para mí Sherlock Holmes era un personaje tan real o tan irreal como Drácula, Kennedy o Impey Barbicane. Así que, de una manera completamente natural, me aficioné a un campo de la especulación —o de la crítica a la realidad pura— que a mi modo de ver contaba un relato no menos fabuloso del mundo que el recogido en las novelas y los libros de historia. Me refiero a esos abordajes de lo extraordinario publicados en unos volúmenes encuadernados en tela —la colección “Otros mundos”, de Plaza & Janés— que mostraban las múltiples porosidades del —sedicente— mundo real. De todos esos libros recuerdo especialmente tres a los que estuve pegado durante todo un verano, y que siempre que pienso en mi yo infantil con la cabeza volcada sobre ellos me veo a mí mismo con los mismos ojos que se le ponían al Don Quijote visionario y al Don Quijote lector en la encantadora serie de dibujos animados de Romagosa. Naturalmente, la compañía que me hicieron entonces y el hecho de haberlos visto durante años por mi casa hace que me acuerde muy bien de los títulos: Brujería y magia en América, El enigma de la catedral de Chartres y Sacerdotes o cosmonautas. Tendría que mirar, eso sí, los dos primeros libros para recordar el nombre de sus autores. En cambio, el nombre del tercero de ellos lo recuerdo sin ningún esfuerzo porque me resultaba ya de por sí tan evocador y misterioso como los libros de esa misma colección: Andreas Faber-Kaiser.
Sacerdotes o cosmonautas era un libro muy en la línea de las primeras obras de Erich von Däniken y un ejemplo del tipo de historia especulativa que se publicaba y se leía abundantemente en aquella época: obras que, en pocas palabras, trataban de demostrar, tirando de geoglifos, pinturas rupestres y pistas de Nazca, que una civilización extraterrestre se hallaba en el origen de la creación del hombre y el desarrollo de su cultura. Las teorías de Däniken fueron inmensamente populares, y creo que todavía hoy, no recuerdo si en Bélgica o en Holanda, sigue en pie un parque temático donde las atracciones habituales tienen como escenario las astronaves y los cosmonautas de la prehistoria humana, según la descripción de Däniken. En Francia y en España sus libros se vendían por decenas de miles —más de treinta y un millones de ejemplares vendidos en treinta y cinco idiomas hasta 1977—, surgieron discípulos e imitadores, y la astroarqueología se convirtió así en uno de los mejores negocios del mundo de lo extraño, con ramificaciones no sólo en el terreno editorial —desde los libros a los cómics dibujados por Boguslaw Polch, que más tarde sería ilustrador de la saga de Geralt de Rivia— sino también en el de las televisiones de medio mundo. En España, tanto el inevitable J.J. Benítez —en Los astronautas de Yavé, por ejemplo— como un autor mucho más intenso y arrebatador, Salvador Freixedo —menudo viaje de pesadilla me pegué por Inglaterra a los veinte años, leyendo en un autobús La granja humana accidentalmente drogado—, mantuvieron desde ópticas muy distintas posturas similares a las de Erich von Däniken.
Andreas Faber-Kaiser adoptó una perspectiva astroarqueológica cercana a la de Freixedo en El muñeco humano, obra que ahora vuelve a ver la luz gracias a la labor de Reediciones Anómalas. La complicada hipótesis que defiende este libro va unos cuantos pasos más lejos de lo que Däniken se atrevió nunca a soñar: entre casos históricos y contemporáneos, Faber-Kaiser muestra un escenario en el que el hombre no fue un imperativo existencial del universo ni la creación de un dios aburrido de soledad, sino un juguete de diseño elaborado por inteligencias de otros planetas con una finalidad que aún está por conocerse, pero que parece siniestramente vinculada a la visión fatalista que recorre las páginas de La granja humana. Quizá una de las diferencias reseñables con respecto a la obra de Freixedo sea la avalancha documental que presenta Faber-Kaiser para demostrar la veracidad —o por lo menos la verosimilitud— de sus hipótesis, casos que hoy son sobradamente conocidos pero que la edición original de este libro sacaba a la luz por vez primera. Sin embargo, frente a lo que en Freixedo es más especulativo dentro de un marco del pensamiento que podría calificarse de teología-ficción —cuestión aparte es que esta terminología pueda resultar para muchos puramente tautológica—, y en Däniken una visión que algunas veces se pierde entre la chaladura y el delirio, El muñeco humano de Faber-Kaiser destaca por una fluidez narrativa que condensa de manera ideal la especulación y el relato, convirtiendo en algo no sólo creíble sino verdaderamente disfrutable lo que en manos de un autor menos convencido de sus teorías o inseguro en su manera de exponerlas resultaría demencial o una tomadura de pelo. He dicho creíble y, a pesar de que eso plantea un tipo de fe asombrosamente flexible, me reafirmo en lo de creíble… ya sea en los términos en que toda lectura, incluso la historia, incluso la astrofísica, exige la suspensión de nuestra incredulidad, o en el sentido en que Philip K. Dick creía ser un escritor americano que a su vez era un gnóstico del siglo I llamado Tomás y en el sentido en que Jung creía ser un psicólogo alemán que a su vez era un gnóstico del siglo I llamado Filemón, o bien a la manera en que es posible creer en percepciones absolutamente personales y en las asociaciones de ideas que las sustentan por más que todas ellas se opongan a un criterio general y colectivamente sostenible de lo que damos en llamar —otra vez— mundo real.
Asunto aparte es el tema sobre el que versa ese otro libro de Faber-Kaiser rescatado por Reediciones Anómalas al que ya he aludido aquí en dos ocasiones. De haber aparecido uno o dos años antes, Pacto de silencio serviría como testimonio de una época superada y como contexto sociológico para examinar desde la distancia todas aquellas cosas que los responsables de gestionar los derechos colectivos —lo de responsables es un decir— no están en condiciones de permitirse. En medio de un escenario hasta cierto punto similar, el libro permite algunas graves reflexiones sobre ese delicado asunto pero también, no menos importante, sobre los límites administrativos del derecho a discrepar. Cualquier persona de mi edad, los que por entonces eran adultos con familia, individuos solitarios, gente con pequeños a su cargo, en definitiva, todo el que estuviera vivo y fuera más o menos consciente de estarlo en la primavera de 1981, recordará el clima de terror que se prolongó durante muchos meses a medida que familias de todo el país sucumbían a una extraña enfermedad que más tarde recibiría el nombre de Síndrome Tóxico. Gente descarnada, horriblemente enjuta, con parálisis permanente, encefalitis, demencia precoz, pérdida de masa muscular y un repentino envejecimiento de los huesos, enfermedades parasitarias que durarían toda una vida, y que comenzaban, de todas las cosas, con una neumonía atípica. El juicio concluyó en 1989, con el resultado, no reconocido por algunas familias y algunos médicos que alzaron el grito en voz baja, de que la plaga de terribles enfermedades y muertes se debía a un tipo de aceite —colza, palabra tabú desde entonces— que no había sido tratado para su consumo. Andreas Faber-Kaiser inició una investigación por su cuenta y, tras entrevistarse con víctimas de la enfermedad, médicos y militares que sospechaban algún juego sucio, y reunir una masa documental que ponía a prueba la versión oficial, llegó a la conclusión de que la verdad era otra. El año era 1988. Seis años más tarde, y tras ver su libro sobre el síndrome oficialmente prohibido, Faber-Kaiser se sumaba a la lista de periodistas y médicos negacionistas fallecidos de manera prematura o en extrañas circunstancias. Su último escrito publicado fue un artículo profundamente personal, con destellos de taciturna esperanza, en el que daba a entender que durante una intervención de rutina había sido contagiado deliberadamente con el virus del sida.
¿Criaturas nacidas de la experimentación extraterrestre? ¿Conspiraciones en el seno de ese mismo mundo para acabar con esas mismas criaturas? De nuevo, quiero insistir no exactamente en el marco personal de mis experiencias —nunca fui abducido, que yo recuerde— pero sí en el marco general de la sociedad de aquel tiempo, una época de tránsito hacia un espejismo de democracia donde la libertad de pensamiento incluía, por ejemplo, reflexionar sobre la vida política los viernes por la noche ante los debates de La clave y los sábados por la noche sobre la vida extraterrestre, fantasmal y diabólica —y poco a poco, también, conspiracionista, aunque con la mirada aún puesta en los Estados Unidos— ante las charlas y reportajes de La puerta del misterio. En un mundo así, para un niño de seis o siete años la realidad fantástica que descubrían las esferas radiantes en la plena oscuridad —o los fantasmas de las casas vecinas, resueltos en una cortinita que adoptaba el pareidólico aspecto de una cara vigilante— se hallaba inmersa de un modo absolutamente natural en una realidad social que no parecía rechazar la existencia de tales extrañezas, de ahí que para mí lo verdaderamente extraño fuera el descubrimiento de que la mayor parte de la gente no aceptara en serio que aquellos hechos fueran tomados por ciertos. Mi mundo, en cambio, no cerraba fronteras ante los múltiples y coloridos significados de todas aquellas “posibilidades imposibles”. Los platillos volantes estaban tripulados por viajeros de otros planetas, a veces altos, a veces bajos, siempre silenciosos y misteriosos. ¿Por qué no? Los platillos volantes estaban tripulados por terrestres como nosotros, pero de un tiempo muy posterior al nuestro. ¿Por qué no? Los platillos volantes eran como salpicaduras del inconsciente colectivo que adquirían la forma de mandalas, proyecciones de nosotros mismos, que exigían una revisión de nuestros pensamientos, ansiedades y miedos más profundos. ¿Por qué no? Mi actitud ante lo inexplicable era tan sencilla como esa. Si me encontraba ante una circunstancia aparentemente fuera de toda lógica que actuaba como un golpe frontal a la razón, mi forma de proceder consistía en preguntarme: bueno, ¿y por qué no? A fin de cuentas, toda realidad tenía para mí un valor narrativo. Diría que ya entonces pensaba en términos de escritor, maravillado por el ratio de extrañeza contabilizable en ese giro dramático que podía resolver una incógnita u ofrecer una transición narrativa sin incongruencias. Y a causa de mis propias experiencias, yo tenía el listón muy bajo en lo que se refería a calificar cualquier suceso de ilógico o incongruente. La vida que llamamos ordinaria ya era así, tanto para mí —quizá demasiado joven para darme cuenta: pero me daba cuenta— como para las personas que me rodeaban. Lo que un día era blanco al siguiente podía ser negro. La persona que afirmaba amarnos con locura podía igualmente cambiar de cara y no sólo mostrar una frialdad incomprensible: también podía desaparecer sin dejar rastro. A medida que crecía en edad y experiencia iba comprendiendo que la vida en general no era menos caprichosa e inexplicable que la vida sacudida por la irrupción de lo fantástico. Un día vuelves a casa y tu mujer te ha abandonado, tu hijo ha matado a tu perro. Un día vuelves a casa —desorientado y con la ropa sucia, sangrando por la nariz— y te enteras de que han pasado tres días sin que tu mujer o tus hijos supieran una palabra de ti. ¿Una borrachera que se te fue de las manos? ¿Por qué no? ¿Una luz cegadora que se interpuso en tu camino? Bueno…, ¿y por qué no?
V
¿Y por qué sí? ¿La carretera?
“Si los fenómenos parapsicológicos o extraterrestres fueran verdaderos, o simplemente plausibles, habría que dedicarse a ellos por entero sin perder un solo instante. No entiendo que se pierda un solo segundo en otros asuntos”. Estas palabras las escribió Jean Baudrillard en 1985, como una anotación más en su libro de pensamientos dispersos titulado Cool memories. En general, tiendo a estar de acuerdo con Baudrillard en muchas cosas, y por desgracia para nosotros, habitantes del siglo XXI, el tenebroso futuro para el que escribía no deja de demostrar ni un solo instante que también ese futuro, nuestro presente, está de acuerdo con él. Pero nada más sencillo, creo yo, que coincidir con Baudrillard en lo que respecta a la frase con la que he comenzado este párrafo. Basta con imaginar un mundo en el que todos esos fenómenos descartados por la ciencia no sólo fueran plausibles sino verdaderos, un mundo en el que la falta de confianza en la posibilidad de, por ejemplo, doblar una cucharilla de café con la mente o comunicarse con el espíritu de un fallecido fuese el único escollo a la hora de doblar una cucharilla de café con la mente o comunicarse con el espíritu de un fallecido. ¿Qué sentido tendría preocuparse por la próxima declaración de la renta, por las facturas de la luz, o por las inextricables diferencias entre izquierdas y derechas —signifique esto lo que signifique— en un mundo así? Pero, en cierto modo, ya vivimos en un mundo así. Quizá no seamos capaces de utilizar la mente como una prolongación hormonada de nuestras extremidades, quizá en las improbables comunicaciones con los muertos tan sólo interviene un deseo muy humano de escuchar y de ser escuchados por los que ya no pueden hacer ni lo uno ni lo otro: ¿pero no es ya algo extraordinario, a la altura del fenómeno más desconcertante que podamos imaginar, esta azarosa unión de elementos químicos que aguardó pacientemente a verse unida y puesta en pie para dar lugar a la consciencia? Por mucho que el hábito, la capacidad de adaptación o la propia ceguera al sentido de lo maravilloso —un sentido que se despierta durante la infancia pero no es patrimonio exclusivo de ella— nos hagan dar por sentado el lugar que ocupamos, y mirarlo como si lo más natural del mundo fuera el hecho de que haya algo donde no debería haber nada, lo cierto es que el universo es realmente una rareza, el insólito producto de una singularidad, aumentada por la no menos insólita presencia de todos nosotros. Nuestra mirada es lo que otorga un sentido a todo este baile de esferas que llegó del caos, lo que le proporciona su aspecto significativo, su ser-más-allá de la materia incomprendida. Seguramente, si los fenómenos parapsicológicos o extraterrestres fueran verdaderos, o simplemente plausibles, nada podría ganar en importancia a la voluntad de comprender lo que todavía se mantuviera incomprendido. Destaparíamos las fronteras de toda nuestra filosofía y de nuestras reglas sociales, interpretaríamos el futuro y nuestra historia de otra manera, nos daríamos cuenta de que hemos estado siguiendo a lo largo de los siglos un camino equivocado. Pero antes descubriríamos desplegándose ante nosotros una nueva estética del mundo. En general, salvo inevitables excepciones de pura estupidez y chabacanería, todos esos fenómenos extraños catalogados por gente como Fort, Keel, Vallée o Berger, recuperados por esta joven editorial que vela por una tantas veces ignorada forma de belleza, representan para mí una ampliación de los límites de la estética, la imagen de un espacio realzado por las más antiguas, y en muchos casos despreciadas, categorías de lo maravilloso. Creer en la posibilidad de tales fenómenos no significa necesariamente creer en la realidad de todos o siquiera sólo alguno de ellos; significa, más bien, aceptar las oportunidades del asombro como moneda de cambio ante las rutinas de la realidad circundante, significa salirse —una vez más— por los bordes del dibujo de los hechos probados. Es mirar el mundo como lo miraban los hombres que lo pisaron un millón de tecnologías atrás, hasta la pura desnudez de la materia pensante que se encoge ante lo universalmente impensable y acechante. Es reconocer lo maravilloso —en los términos imaginados por unos sacerdotes de Mesopotamia o por los griegos que veían toros embistiendo en las olas del mar— como parte de nuestra herencia, como un patrimonio de misteriosa belleza que llena el mundo de dobles y triples significados para las cosas de siempre. Así que, cuando alguna vez me hago esas preguntas sobre lo extraordinario que enseguida me llevan a responder mi habitual ¿por qué no?, y la parte profundamente inquisitiva que hay en mí se adelanta a preguntar ¿y por qué sí?, la respuesta que me doy es justamente esta. Lo acepto porque el mundo, de este modo, me es mucho más cercano, más creíble, más cierto. Porque fui el hijo de un hombre que veía en el cielo de las noches de verano la misteriosa danza de unas luces radiantes. Y porque nunca he dejado de escuchar en mi cabeza una frase con la que él solía rematar alguna historia en nuestras tardes de pesca, una frase que ignoro si era suya o si él había leído en alguna parte, y que ya entonces me parecía que explicaba las condiciones que han definido desde siempre mi lugar en el mundo: “Cuando miras las cosas de otra manera, no es el ciervo el que cruza la carretera, sino la carretera la que cruza el bosque”.
O dicho en otras palabras: no es el sueño lo que hace desaparecer la realidad, sino la realidad lo que hace desaparecer el sueño.
Y al que sueña también.
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