El escritor austríaco Robert Seethaler demuestra en su nueva novela que se puede aunar a la perfección la calidad literaria con la aspiración bestsellera. En El campo hace que un anciano se siente en un cementerio y, simplemente, escuche lo que 29 muertos susurran desde sus tumbas. Una historia sobre la belleza de la vida.
En Zenda reproducimos el primer capítulo de El campo (Salamandra), de Robert Seethaler.
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Las voces
El hombre miró las lápidas esparcidas por el prado. La hierba estaba alta y los insectos zumbaban en el aire. Un mirlo cantaba sobre el muro desmoronado del cementerio, invadido por saúcos, pero él no lo veía: desde hacía un tiempo no veía muy bien y, pese a que empeoraba cada año, se negaba a ponerse gafas. Había argumentos a favor, pero no quería oírlos. Si alguien se los mencionaba respondía que se había acostumbrado y se sentía a gusto viendo el entorno cada vez más borroso.
Era la parte más antigua del cementerio de Paulstadt. Muchos la llamaban simplemente «el Campo». Antes era un terreno perteneciente a un ganadero llamado Ferdinand Jonas; una parcela inútil, llena de piedras y de ranúnculos venenosos, que Jonas vendió encantado al municipio en cuanto tuvo ocasión. Si bien no servía para el ganado, era apta para los muertos.
Ya casi nadie lo visitaba: el último entierro había tenido lugar meses atrás y el hombre ya no se acordaba de a quién habían sepultado. Recordaba mejor un sepelio de muchos años antes, el de la florista Gregorina Stavac, a quien habían inhumado en un día lluvioso de finales de verano después de que su cuerpo permaneciera dos semanas, sin que nadie se diera cuenta, en el suelo del almacén de su floristería mientras el polvo se acumulaba en las flores marchitas de delante de la tienda. Él había asistido a la ceremonia junto con un puñado de personas, había escuchado las palabras del cura y luego sólo el rumor de la lluvia. Nunca había intercambiado más que unas pocas palabras con la florista pero, desde que sus manos se rozaron una vez mientras le pagaba, sentía un curioso vínculo con aquella mujer gris, así que, cuando los ayudantes del enterrador empezaron a palear la tierra, notó que las lágrimas corrían por sus mejillas.
Casi todos los días se sentaba bajo el abedul y dejaba vagar sus pensamientos. Pensaba en los difuntos. A muchos de los que yacían allí los había conocido en persona, o por lo menos se había cruzado con ellos alguna vez en la vida. La mayoría habían sido humildes ciudadanos de Paulstadt: obreros, comerciantes o empleados de una de las tiendas de la Marktstrasse o las callejuelas cercanas. Intentó visualizar sus rostros y formar imágenes con sus recuerdos, aunque sabía que esas imágenes no se correspondían con la verdad, que probablemente no guardaban ningún parecido con las personas que habían sido en vida. Pero le daba igual: le gustaba ver los rostros que aparecían y desaparecían en su cabeza, y a veces incluso se reía en voz baja, inclinándose hacia delante con las manos cruzadas sobre la barriga y la barbilla apoyada en el pecho. Si alguien lo observaba desde lejos en ese momento, tal vez uno de los ayudantes del enterrador o un visitante extraviado del cementerio, tendría la impresión de que estaba rezando.
La verdad es que estaba convencido de que oía hablar a los muertos. No entendía lo que decían, pero percibía sus voces con la misma claridad que el gorjeo de los pájaros y el zumbido de los insectos. A veces hasta imaginaba que distinguía palabras o fragmentos de frases entre el enjambre de voces, pero por mucho que aguzara el oído nunca conseguía dotarlos de sentido.
Fantaseaba con cómo sería si cada una de las voces tuviera otra oportunidad de hacerse oír. Por supuesto, hablarían de la vida. Le parecía razonable que un ser humano sólo pudiera emitir un juicio definitivo sobre su vida una vez que hubiera experimentado la muerte.
No obstante, podía ser que los muertos no sintieran ningún interés por lo que habían dejado atrás. Quizá hablaban del otro lado, de cómo era estar en el otro lado. Convocados, en casa, reunidos, transformados.
Luego rechazaba ese tipo de pensamientos: le parecían sensibleros y ridículos, y le asaltaba la sospecha de que los muertos, igual que los vivos, sólo decían banalidades, tonterías y fanfarronadas. Que se quejaban e idealizaban los recuerdos. Que daban la lata, ponían el grito en el cielo, difamaban y, naturalmente, hablaban de sus enfermedades. Tal vez sólo hablarían de sus dolencias, de su larga enfermedad y su muerte.
El hombre permaneció sentado en el banco bajo el abedul torcido hasta que el sol se puso tras la pared del cementerio. Entonces extendió los brazos como si quisiera medir el trozo de tierra que tenía delante y luego los dejó caer. Inspiró de nuevo: olía a tierra húmeda y a flores de saúco. Luego se levantó y se marchó.
En la Marktstrasse había terminado la jornada y los comerciantes volvían a colocar en sus tiendas cajas y estantes con ropa interior, juguetes, jabones, libros o baratijas. Por todas partes se oía el ruido de las persianas, y desde el final de la calle llegaban los gritos de los fruteros y verduleros que repartían los últimos melones entre la gente subidos en una caja.
El hombre caminó despacio. Le horrorizaba la idea de pasar la tarde sentado junto a la ventana mirando a la calle. De vez en cuando levantaba la mano para devolver el saludo a alguien a quien no reconocía. La gente debía de pensar que era un hombre feliz, que se alegraba con cada paso que daba en la acera caldeada por el sol; sin embargo, él se sentía inseguro y extraño en su propia calle.
Se detuvo ante el escaparate de lo que una vez había sido la carnicería equina de Buxter y se acercó a su reflejo. Le habría gustado verse joven; sin embargo, en los ojos que lo contemplaban ya no veía la chispa que podría haber encendido su imaginación. Su rostro era viejo y gris sin más, y bastante deformado. Una hojita de un verde claro se le había enredado en el pelo. Se la quitó y miró hacia atrás. En la otra acera caminaba la perturbada Margarete Lichtlein, tirando de su carrito lleno de compras que no había hecho. La saludó con un gesto de la cabeza y después siguió andando, aunque un poco más rápido. Se le había ocurrido una idea, o más bien había tenido una intuición en relación con su vida: de joven quería pasar el tiempo, más tarde quería pararlo, y ahora que era viejo no quería otra cosa que recuperarlo.
Era la reflexión de un viejo. No sabía qué hacer con ella, pero en todo caso tenía ganas de irse enseguida a casa, pues al ponerse el sol empezaba a hacer frío. Iría a la despensa y se tomaría un trago. Luego se pondría los pantalones marrones cómodos y se sentaría a la mesa de la cocina de espaldas a la ventana. Creía que ésa era la única manera de acabar de perfilar un pensamiento, de espaldas al mundo, en paz y sin distracciones.
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Autor: Robert Seethaler. Título: El campo. Traducción: Ana Guelbenzu de San Eustaquio. Editorial: Salamandra. Venta: Todos tus libros.
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