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El Canario (I)

El Canario (I)

La mujer que entró al despacho de Borgovo, sobre la calle Posadas, avenida Bioy Casares, no parecía de ese tiempo. Ni de ningún otro. Un rodete de platinado cabello cano se elevaba desde su cabeza como un hierático símil de algodón de azúcar.

—Mi nombre es Batsheva —le dijo al detective vocacional—. Ya han pasado sesenta años. Probablemente sea hora de saber la verdad.

Borgovo, sin intención paródica, miró el reloj de pared que le había regalado el profesor Plones, con Churchill y su habano, uno de los pocos confeccionados en Londres el día después de la victoria: eran las 10 de la mañana. Borgovo la consideraba su hora mágica: cuando el día y el mundo permitían una posibilidad.

La señora Batsheva había sido una niña de diez años en la década del sesenta del siglo veinte. Su padres, el señor Kudek, director de orquesta, y Greta, contrabajista, recorrían las capitales de Europa occidental ejecutando sus conciertos, participando de otras compañías, integrando elencos de Operas y obras teatrales.

Greta asumió el contrabajo como hija única de un famoso músico de polka, que le enseñó a ejecutarlo sobre la resignación de no poder legarle su oficio a un hijo varón.

"Dos posesiones conservaba Filomena en el segundo cuarto de su pequeño hogar de dos ambientes al fondo de un PH: su retrato junto a un novio checo, y un canario"

Durante un curso por el que viajó a Viena, en su juventud, Kudek la vio gitaneando virtuosamente en la calle y se enamoró. Greta no tardó en cambiar la acrobática polka familiar por las dos notas con las que podía ser parte de cualquier ópera. Su presencia en la orquesta suscitaba al mismo tiempo fascinación y controversia.

A Batsheva solía cuidarla en sus días a solas en Buenos Aires la cocinera Filomena, en una casa sobre la calle Cavia, a la vuelta de plaza Alemania. Filomena cocinaba para multitudes, ocasionalmente para celebridades, también para restaurantes de culto que guardaban celosamente el secreto. Políticos y embajadores habían probado sus recetas sin saberlo.

Dos posesiones conservaba Filomena en el segundo cuarto de su pequeño hogar de dos ambientes al fondo de un PH: su retrato junto a un novio checo, y un canario. Filomena, en la cincuentena de su vida, refería que aquel novio rubio, apuesto, fornido, había escapado de la dictadura comunista en los años 50, junto a ella, a su vez proveniente del exilio republicano español. No detallaba cómo se habían encontrado en Praga, pero sí que Jiri, fotógrafo, y ella, habían huido en barco. Jiri descendió en Brasil a fines de septiembre de 1955 —aunque habían zarpado originalmente rumbo a la Argentina—, con la promesa de un reencuentro en Buenos Aires, donde a Filomena la aguardaba su hermana. Evidentemente Jiri nunca había reaparecido: esa foto sostenía el aura y la belleza de los fantasmas de carne y hueso. El museo de un amor, y su último suvenir: el rumor de que Jiri trabajaba para una compañía química de rollos de fotografía de marca alemana en Sao Paulo.

—A lo largo de mi vida —reflexionó Batsheva con Borgovo, humanizando su rodete en el diálogo— me he preguntado por qué desarrollé semejante obsesión por la libertad del canario. Filomena le abría la puerta unos instantes para darle de comer, al mediodía. Y en esos segundos, yo apuntaba todos mis pensamientos a que el animalito escapara. ¿Sería porque me sentía sola? ¿Un modo de protesta por la ausencia de mis padres?

Borgovo movió negativamente la cabeza, pero no desafiando la hipótesis sino confesando su falta de respuesta.

—Inicialmente solo intentaba comunicarme… cómo decirlo… telepáticamente… con el canario, para persuadirlo de salir volando. Quizás se lo exigía. Pero luego empeoré: cavilaba durante horas cómo soltarlo. El canario era de Filomena, y yo sabía el perjuicio que podría causarle. Su canario y el portarretrato de marco dorado eran el tesoro de sus días.

—No es tan extraño que un niño quiera ver libre a un pájaro, o a un león —se interesó Borgovo—. En mi infancia, me resultaban hostiles los zoológicos, por el mismo motivo. Me alegré cuando liberaron a los animales del de Plaza Italia. En estos días precisamente festejamos la fiesta de la libertad. Hay algo de nuestra infancia en Pésaj.

Parte de los honorarios acordados consistían en que la señora Batsheva cocinaría —incluyendo algunas de las recetas heredadas de Filomena— por tiempo indeterminado, a lo largo de los siguientes años, el seder de Pésaj para Borgovo y Plones (que le había requerido a su amigo concurrir de allí en adelante), encargándose también de todo lo relativo a la ceremonia, sin exagerar el elemento ritual

"Como convocado por el apunte, Plones hizo su aparición en escena. El experto en tiempo abrió con su propia llave, y pidió disculpas por la irrupción"

—Pero era más que esa natural tendencia —precisó Batsheva—. El canario se convirtió en mi causa, como la de un político o un orate. Mi compañero de colegio Andrés era hijo del veterinario de la calle Viamonte. Una tarde, en su local, lo vi tranquilizar a un cachorro de leopardo. También en alguna ocasión, por mi recomendación, habían curado una patita del canario de Filomena, a domicilio. Andrés no solo era valiente sino ágil. Por momentos como un contorsionista, un artista de circo. Incidentalmente, el cachorro se lo había llevado al padre una pareja del circo Dellepiane, instalado por unos meses con sus carromatos en el predio de la calle Tronador, para dar sus funciones en Buenos Aires, como hacían en el resto de Latinoamérica y el mundo. Hice todo lo posible por conquistar a Andrés, pasear con él, conversar, intercambiar tareas del aula. Al terminar un recreo, lo retuve varios minutos, cuando ya debíamos estar en clase, en un aura clandestina e intensa, en un rincón oculto del patio: le anuncié que dejaría abierta la ventana del cuarto de Filomena que daba a la calle. Andrés debería ingresar, liberar al canario a como diera lugar, fugar y volver a cerrar la ventana. «El crimen perfecto», sonrió Andrés con un gesto viril. «El crimen de la libertad», le repliqué yo a los diez años, hija de músicos y medio loca.

—Parece el título de una película de Buñuel —acotó Borgovo. La anciana sonrió.

—Éramos los dos únicos judíos del colegio —declaró Batsheva—, Andrés y yo. En realidad, mi padre era judío, no mi madre. Pero yo siempre me he considerado judía. En cualquier caso, Andrés aceptó. No creo que haya influido especialmente mi estratagema femenina: gustaba de la aventura, el desafío. Pero de todos modos yo le había ofrecido pasear por tiempo indeterminado, como el seder que les prepararé, también fuera del colegio.

—Tiempo indeterminado —sonrió Borgovo—. Es una linda medida de tiempo.

Como convocado por el apunte, Plones hizo su aparición en escena. El experto en tiempo abrió con su propia llave, y pidió disculpas por la irrupción.

—Sería la hora en que Filomena estaría enseñándome algún prodigio en su cocina, cuando Andrés irrumpiría —Batsheva señaló a Plones, por su irrupción—. La traición total.

Los dos hombres callaron frente a aquel juicio demoledor.

Batsheva retomó.

—Yo no estaba segura de que le cumpliría mi promesa a Andrés. ¿Pasear con él? No sabría qué hacer fuera del colegio. Envidiaba la cercanía entre Andrés y sus padres. Cómo se comunicaban. La conexión entre los tres, padre, madre, hijo, y los animales. Yo quería formar parte de esa constelación invisible. ¿Quizás por eso lo convocaba?

—La tarde inolvidable de mi vida —exhaló Batsheva, al regresar de su pregunta y sus recuerdos—. Fue aquella a las 3. Desde entonces las tres de la tarde es para mí un horario muerto, infame, imposible.

—Para mí también —reconoció Plones—. Pero no porque me haya pasado algo en particular. Es una hora despreciable.

—Filomena pegó un grito al llegar al cuarto del canario —lo desatendió Batsheva—. Y aunque yo sabía lo que representaría para mi cuidadora encontrar la jaula vacía, igual me aterrorizó. Pero el canario estaba en su lugar, incluso más saludable o apacible. Faltaba el retrato de marco dorado de Filomena y Jiri.

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Este relato concluirá la próxima semana.    

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