Joan Margarit vino al mundo el día 11 de mayo de 1938. Es decir, era todavía un recién nacido cuando el frente de Aragón presionaba para terminar tomando Cataluña y decantar la Guerra Civil hacia el bando nacional. La comarca de Lérida que vio nacer al muchacho contempló, casi a la vez, una retirada feroz del ejército republicano. Uno de los soldados que huía dejó un capote, un abrigo propio de la milicia, tirado en el suelo. El frío invierno no perdonaba sus noches heladas, alguna al raso; así que, al encontrarse con la prenda abandonada, sus padres no dudaron en recogerla. Con ella arroparon al pequeño Joan, quien a sus pocos meses de edad ya había sufrido varias hipotermias. El tacto áspero de aquella manta improvisada se clavó en la memoria del crío, tanto que muchos años después le dedicó un poema: Autorretrato. El último verso define muy bien su velada melancolía: «La vida es un capote de desertor».
Quizá sea esta visión melancólica de un mundo apagado la temática que sustenta prácticamente toda su poética. Uno de sus libros más celebrados, que lleva por título Joana, recorre los últimos ocho meses de vida de su hija, fallecida a principios de siglo XXI tras una larga enfermedad. Aparte de la melancolía ya referida, en una de las entrevistas Margarit afirmó que su hija, que sufría una deficiencia psíquica desde el nacimiento, comprendió que necesitaba afecto, y que sólo con más afecto podría conseguirlo. Supongo que el paso de Joana por su vida le otorgó a su aspecto, a su estilo, y por ende a su poesía ese afecto del que hablaba. Además, como bien argumentaba la pequeña, Margarit encontró ese poder afectivo de manera recíproca, pues no todos los poetas, diría que prácticamente ninguno, consigue ser leído hasta la senectud. Todos sus versos desprenden ternura, y aun cuando emprende alguna reivindicación social, episodios recurrentes en su generación, no deja de transmitirnos esa bonhomía que tanto le caracteriza.
Su verso claro, alejado de gongorismos y retórica excesiva, se abraza más a la tradición machadiana que al modernismo juanramoniano. En su bilingüismo editorial prefería el idioma catalán, y pese a que afirmaba que el castellano le «ahogaba», lo cierto es que su manejo del mismo es una bombona de oxígeno en un océano de artificios. Si alguna vez su condición catalanista, innegable y visible, le animó a ondear banderas o pendones, acabó abandonando el impulso por puro desencanto con la realidad. «La independencia de Cataluña no se la creen ni los que hablan de ella», llegó a decir desde su tranquilidad octogenaria. Para entonces, cuando ya no creía en nada más allá del arte, cuando el país le hubo premiado con un Cervantes tan merecido como inesperado, Margarit ya era un hombre en retirada. Por suerte, como ocurrió con el soldado que huía en el poema reseñado al inicio, nos queda el capote de su poesía. Ya te hemos perdido de vista, Joan, pero tus estrofas nos siguen arropando.
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