Cuando Fernando Arrabal fue acusado de injuria y blasfemia en España, en su defensa salió un autor de ideas teatrales contrarias, José María Rodríguez Méndez. Este dramaturgo, condenado al olvido pero que tuvo gran influencia en el teatro social de la época del franquismo y la transición, defiende al Premio Zenda de Honor 2023-2024 en el artículo, publicado en El Noticiero Universal, que reproducimos a continuación.
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El mismo año en que alcanza el gran éxito en París con su obra El arquitecto y el emperador, Fernando Arrabal se ve procesado por injuria y blasfemia ante los tribunales españoles. He aquí un fenómeno muy típico, digamos bastante común, en el terreno del surrealismo. Porque nuestro compatriota, el dramaturgo Fernando Arrabal, es un surrealista rezagado sencillamente. Y bien sabemos que la actitud surrealista, amamantada allá por los años veinte, entraña un fenómeno que excede lo literario para convertirse en actitud personal. Un surrealista que se precie no sólo debe escribir automáticamente, reproduciendo todo aquello que pase por su caletre, sino que debe épater le burgeois mediante atuendos, actitudes y provocaciones. Al cabo los surrealistas son los padres de los beatniks, provos, hippies, etc, denominaciones variadas a tenor del tiempo para un fenómeno tan viejo como la humanidad, consistente en el inconformismo frente al confort, la extravagancia frente a la tiesura, el libertinaje ingenuo frente al puritanismo insoportable. Aquí cada cual hace su juego y el mismo derecho tiene —siempre que no se lesionen terceros— quien viste de corbata como el que se disfraza de gnomo.
Por todo ello siempre me ha parecido excesivo el trato que se está infligiendo a Arrabal, ese Arrabal que cuenta con tan pocas simpatías aquí, ese Arrabal que lleva con dignidad su difícil papel de surrealista francés en el año 1967 y que precisa de acudir a la blasfemia como aquel otro enfant terrible que quería ir a «escupir en las tumbas de sus antepasados». Esta actitud blasfematoria, de tanta tradición en la literatura europea, no resulta, a mi modesto juicio, lo suficientemente grave como para poner en marcha el mecanismo judicial, aun cuando la actitud pública desconozca los recónditos abismos de los fenómenos literarios (cosa que puede solucionar acudiendo a la prueba pericial), ricos siempre en actitudes de este tipo, tan pintorescas como desagradecidas.
Y soy de los que están en contra de Arrabal desde el mero punto de vista literario. Porque su teatro me parece anticuado, su teatro, aparte de conservar una estructura francesa surrealista que en los años veinte haría furor, ofrece una vertiente evasiva ante problemas tan acuciantes como los de hoy, que a mi juicio invalidan su obra, aun considerando que Arrabal es un innegable autor teatral y además un autor necesario como contrapunto. Pero estoy de parte de Arrabal y participo en la injusticia que se le está haciendo —más por desconocimiento que por otra cosa— al calificar una simple pirueta literaria con más o menos «malage» como un acto de gravedad antisocial.
Arrabal, con mucha dignidad, él solito, se ha apretado el dogal al cuello. Cumpliendo su «ceremonia», estampó violencias verbales en algún ejemplar de su obra y alguien decidió, en lugar de darle un buen tirón de las barbas, lanzar contra él la maquinaria jurídica. Pero Arrabal tenía que ser, a fuer de consecuente consigo y con su teatro, víctima de su propia obra. En este sentido lo encuentro admirable, aunque su obra escrita no me acabe de convencer.
Me ha extrañado mucho que mientras los insultos, el desprecio, el silencio y la insidia actúan contra el pobre escritor maltrecho, no se haya levantado ninguna voz clara a favor del desventurado —desventurado hasta cierto punto, pues tiene en marcha una obra en pleno éxito en París—, cuando bien es verdad que meses atrás se le proclamaba poco menos que el nuevo príncipe de los ingenios hasta por órganos de prensa de probado conservadurismo, que luego han enmudecido solemnemente. Lo malo de las piruetas tienen eso: que, al cabo, el que las da deja de tener importancia para el coro. Los que aplaudían y estimulaban a Arrabal desaparecen por el foro. Y el bufón en las obras de Shakespeare acaba siempre mal. Aunque lo que para ellos era bufón, acaso fuera en verdad un ser de mucha sensibilidad y de no menos talento, que al cabo resucitará en gigante.
Ahora recuerdo la única entrevista que yo tuve en un viejo café madrileño, con Fernando Arrabal. Me lo presentó Leopoldo Martínez Fresno. Arrabal ya había tenido algunos éxitos en esos países europeos. Me pareció una persona muy sencilla, muy tierna, e incluso tímida. Ya llevaba esa barba evocadora de los años 20 que pide la chistera sobre el rostro apayasado. Estuvimos hablando un par de horas de teatro. Se mostraba muy buen compañero y muy español. Soñaba con estrenar sus obras en España. Luego leí su obra y no me convenció. Hablé mal de esa obra. Porque me parecía retaguardia lo que todos proclamaban por vanguardia, aunque no dejara de gustarme ese eco infantiloide, lírico, que hace del surrealismo arrabaliano algo particular frente a tantos surrealismos objetivos. Hay una corriente de ternura que traspasa sus obras. Más tarde, el año pasado, recibí un libro suyo con una dedicatoria graciosísima, ingeniosa, sin nada ofensivo. Y ahora resulta que su afición por estampar dedicatorias originales le ha deparado un mal tropiezo. Que le sea leve quisiera.
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Artículo publicado en El Noticiero Universal el 1 de septiembre de 1967
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