El dragón dormitaba en el cementerio de barcos. Pronto moriría él también.
El espectáculo era impresionante. Magníficas carabelas, ya viejas, de colores descoloridos y palos rotos, se amontonaban entre las rocas en una amplia extensión de costa.
Se veían esqueletos de dragones. Algunos enormes, mayores que él. Él no era un dragón grande, sino pequeño; era un dragón joven… No tenía que estar allí, y él lo sabía, pero había sido condenado sin remedio a morir antes de tiempo. Morir de hambre, o de aburrimiento, porque allí no había nada que hacer, y lo que se podía hacer, ver los barcos, se hacía pronto.
Sí, la cara y los ojos de Tir, que así se llamaba nuestro dragón, eran reflejo de un gran aburrimiento. Pero ¿por qué estaba allí?
En la última migración de Europa a América había recibido el aviso de su madre de que había que ponerse en marcha. Él hizo caso, y con otros doscientos dragones, aproximadamente, se echó a volar. Durante el viaje no se permitía ninguna distracción, porque los dragones se estaban jugando la vida. Era necesario volar discretamente, todos en grupo, y por la noche, para no levantar las sospechas de sus enemigos, sus terribles enemigos. Pero Tir, inconsciente por su corta edad, se puso a lanzar bufidos, a hablar con sus compañeros de viaje, poniendo en peligro la misión.
El gran Rot lo sacó de la formación y sencillamente le dijo: “Ya me ocuparé de ti”.
Su madre no pudo hacer nada por salvarle. Tampoco su padre o sus hermanos. Tir fue confinado a este cementerio de barcos y dragones.
Su magnífica piel verde y roja estaba perdiendo el color, y él pensaba que ya no podría volar. Se le estaban atrofiando las alas, ya que llevaba semanas en aquel cementerio.
Había perdido toda la esperanza. Por eso no pudo creer cuando vio cómo un espléndido dragón negro, grande, se abalanzaba sobre él y lo levantaba en volandas, nunca mejor dicho:
—Como escarmiento ya está bien —dijo Rot sonriendo—, ¿o acaso pensabas que te iba a dejar aquí para siempre?
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