Dijo una vez Salvador Dalí que la estación de Perpiñán era el centro del mundo. Aunque cualquiera puede interpretar esto como una más de las célebres boutades del artista, en su cabeza tenía sentido: en los andenes de Perpiñán se detuvo Gala en el viaje que la arrancaría de los brazos de su entonces marido, Paul Éluard, para arrojarla en los del pintor, y en ellos se apearon también René Magritte, Luis Buñuel o Federico García Lorca cuando acudían a visitar a su estrafalario amigo en Cadaqués. El enclave ferroviario era, pues, el punto que lo comunicaba con el mundo y el lugar que metafóricamente señaló la salida y la llegada de todo lo que terminaría por hacer de él lo que fue. «La estación es el lugar de todas mis alucinaciones», declaró en una ocasión, «allí veo todo de nuevo claro». Es inevitable recordar esas palabras ahora que llegamos a Perpiñán, en la parte alta de un convoy de dos pisos que al que nos hemos subido en Barcelona, y descubrimos que lo que para Dalí fue el centro del mundo, un núcleo irradiador único e indivisible del que emanaban fuerzas capaces de configurar todo un destino, se ha desdoblado en dos mitades, encarnadas por dos terminales de estética antagónicas. Una se levantó hace pocos años y su fachada cristalina y policroma juega a dialogar de tú a tú con la contemporaneidad. Está orientada al oeste y quienes salen por ella se ven depositados en una periferia moderna e intercambiable por la de cualquier pequeña capital francesa. La otra es la de siempre, la que vieron Dalí y los invitados a sus veladas cadaquenses. Un edificio que responde a las hechuras de cualquier estación propia de un lugar de estas características, con su marquesina dando cobijo a los viajeros y su reloj presidiendo un ornamentado frontispicio. Por sus puertas, enmarcadas en gruesos arcos de medio punto, se sale a una larga y estrecha avenida que lleva el nombre de Charles de Gaulle y se presenta jalonada en su primer tramo por hoteles que debieron de conocer bastante trajín en su día y hoy languidecen abrumados por la decadencia y el olvido. Se abren a sus pies restaurantes de comida rápida y exótica ante cuyas puertas se congregan pequeños grupos de inmigrantes, y los aromas que remiten a sus países de procedencia acompañan nuestros pasos hasta que desembocamos en una amplia plaza presidida por un conjunto escultórico en el que el propio Salvador Dalí, encaramado sobre una silla altísima, vigila el ir y venir de los transeúntes, como si la ciudad hubiese querido presentar adecuadamente sus respetos a quien le otorgó unos galones que no parecen acomodarse mucho a sus circunstancias presentes.
Basta con dar un breve paseo por sus calles para intuir que, por mucho que Perpiñán pueda haber aspirado alguna vez a ser el centro de algo, no parece que su afán ahora sea otro que el de la mera supervivencia. Se respira aquí una languidez que parece hija del abatimiento en el que los tiempos han sumido a esta ciudad que desde el país vecino percibimos irremediablemente como próxima, merced a una historia que la tuvo dando saltos de uno a otro lado de los Pirineos. En 1172 se integró en la Corona de Aragón y hasta 1659 se resistió a entregar plenamente sus dominios a la administración francesa. Aunque tras la revolución de 1789 se convirtió en capital del recién creado departamento de los Pirineos Orientales, ese rimbombante estatus no sirvió para frenar un estancamiento que la privó de su universidad en 1749 y la mantuvo confinada dentro de unas murallas que sólo se demolieron cuando empezó a despertar el siglo XX. Seguramente ya era tarde para asumir más osadías que las estrictamente necesarias, y Perpiñán quedó adscrita a esa Francia provinciana que marcha en segunda fila, alejada de las grandes urbes que definen la idiosincrasia del país y un tanto desnortada por esa crisis de identidad que aqueja a los lugares forzados a definirse entre dos tierras. Porque, pese a su inclusión en los dominios galos, Perpiñán no dejó de anudar su andadura a la de España en trances que unas veces adquirieron tintes dramáticos y otros se envolvieron en los ropajes de lo pintoresco. Ocurrió, por ejemplo, en 1939, cuando el final de la guerra civil arrojó a sus predios a miles de republicanos obligados a hacinarse en los campos de concentración que, de Argelès-sur-mer a Rivesaltes, se extendían por toda la comarca. De aquella migración forzada provienen unos cuantos apellidos españoles que pueblan los listines telefónicos y una vinculación sentimental que lleva a que no resulte extraño escuchar palabras catalanas o castellanas en conversaciones captadas al paso en plena calle. El último hermanamiento oficioso entre la ciudad y el país del que se desgajó hace casi cuatro siglos tuvo un cariz más frívolo o picaresco y se dio no hace mucho, cuando en 1972 se estrenó El último tango en París y Perpiñán acogía durante los fines de semana a cientos de españoles que cruzaban la antigua frontera para encontrar en las peripecias sexuales de Marlon Brando y Maria Schneider el eco frívolo de una libertad que se antojaba una quimera en los predios desgobernados por el puño de hierro del franquismo.
De aquellas excursiones entre cinéfilas, erotómanas y seudointelectuales queda como vestigio el Cinéma Castillet, un edificio de trazas modernistas que, cosas del progreso, acoge hoy en su interior las dependencias de un banco. Toma su nombre del monumento que está justo al lado, que se erigió en el siglo XIV como puerta de la ciudad y terminó sirviendo de prisión. El Castillet son, en realidad, dos construcciones, porque a la original se anexó pronto el llamado Portal de Nuestra Señora del Puente. Es su único vano el que nos da acceso en esta tarde de domingo al verdadero corazón del núcleo urbano, una maraña de calles que preservan su disposición medieval pese a que poco queda en ellas de la época en la que se trazaron y el recorrido invite, más que a disfrutar de lo que va apareciendo ante los ojos, a preguntarse dónde habrá ido el fragor de la cotidianidad que debió de conocer Perpiñán en sus mejores y remotos tiempos. Por más que la soberbia lonja haya sabido conservar la esbeltez y la ligereza de sus formas góticas, apenas mantienen los alrededores el bullicio que tuvo que caracterizarlos cuando fueron escenario de confidencias y disputas entre mercaderes, artesanos y gobernantes. Por mucho que un silencio denso, casi físico, anide en las angostas venas que conducen desde allí hasta la catedral de San Juan Bautista, no deja de ser éste un templo poco agraciado, como erigido a desgana, al que deslucen tanto los frescos que el siglo XIX imprimió en sus paredes que incluso cuesta reparar en el soberbio órgano que se exhibe en el lado del evangelio. El recogimiento que pueda inspirar el claustro junto al que pasamos al abandonar el templo por su puerta meridional se ve irremediablemente mitigado por el maltrato y la suciedad que padece un entramado urbanístico que merecería mejor suerte, y ni siquiera en la Place de la République, un oasis de cielo abierto en medio de este laberinto de recovecos claustrofóbicos, encontramos otro aliciente que el poso melancólico de un vacío que se espesa y se antoja insoslayable. Parece Perpiñán una ciudad desentendida, como si a fuerza de sentirse postergada hubiese acabado claudicando de sí misma, y aun así se atisba en ella la dignidad de esos lugares cuyo principal atractivo consiste precisamente en carecer de iconos deslumbrantes, en ofrecerse a sí mismos con la parsimonia y la delicadeza de quien ha aceptado que nunca conseguirá ser más de lo que ya es.
No hay aquí nada especialmente memorable, como no sea el propio Castillet y el viejo castillo de los Reyes de Mallorca, al que se llega con alguna dificultad —está encaramado sobre un cerro que apenas despunta, y tampoco es fácil seguir el rastro de las señales que indican su paradero— después de subir calles empinadas y atravesar una fortificación horadada por una gran galería a la que las autoridades pertinentes quisieron dotar de una grandeza que queda algo impostada, pero que se olvida al superar el último pasadizo y salir a unos sencillos jardines que tratan de resaltar la majestuosidad del edificio. No es de extrañar, dado que es éste el mejor testigo de la que quizá fue la mejor época que haya conocido Perpiñán, aquélla en la que ostentó la capitalidad de la corona mallorquina. Una vez recorridos sus orgullosos salones y su coqueta capilla de elegancia marchita, en vez de regresar sobre nuestros pasos optamos por aventurarnos y encarar la ciudad moderna, de hechuras deslucidas y monótonas salvo por algún que otro edificio que de cuando en cuando llama nuestra atención —el conservatorio de música, una antigua nave industrial que acoge una especie de supermercado y un gimnasio— y ciertas calles que alguna vez quisieron tener cierta prestancia pero han terminado contagiándose del ostracismo general. Sólo los muelles que bordean el manso curso del canal que fluye de este a oeste concede la ilusión de una tregua, entre rincones dedicados a la memoria de ciertos episodios de la historia reciente, como la placa que recuerda a los primeros soldados que liberaron a la ciudad de los nazis, o la escultura que recuerda al astrónomo François Arago, que salió de esta comarca para convertirse en jefe del Gobierno de la República Francesa y descubrir el magnetismo rotatorio. A unos pocos pasos de su efigie, damos con la casa en la que residió el intelectual Justin Pépratx, reputado entusiasta de la cultura catalana que tradujo al francés L’Atlàntida, emblemática obra del sacerdote y poeta Jacint Verdaguer, quien acostumbraba a instalarse en este domicilio durante sus estancias a orillas del Têt. No falta junto al portal el consabido homenaje, más pertinente en este tiempo en que Perpiñán, o parte de ella, se esfuerza en reivindicar su catalanidad, como indican las senyeras que aquí y allá ondean junto a las enseñas tricolores.
Abandonamos la ciudad por el mismo lugar por el que llegamos a ella: esa calle que antes de verse bautizada con el nombre del héroe nacional por antonomasia del último gran pandemónium europeo se llamaba simplemente Avenue de la Gare y que nos obliga a dejar a nuestra espalda la mirada de Dalí para encaminarnos al anochecer —bullen los locales de kebabs y de comida india, hay dos hombres de raza negra inclinados sobre el capó abierto y humeante de un coche a medio desvencijar, en un bajo alquilado para la ocasión una política da un mitin a los fieles que la respaldarán con su voto en las inminentes elecciones municipales— hacia la misma estación a la que se dirigía él para recibir a sus amigos o para embarcarse sus delirantes exploraciones del mundo. «Dentro de la deriva de los continentes, la estación es un momento telúrico de permanencia», explicó a propósito del cuadro que con mucha pompa quiso titular Gala contemplando a Dalí en estado de ingravidez sobre su obra de arte «Pop, Op, Yes, Yes, Pompier», pero que ha quedado recogida en los anales con los lemas, mucho más sencillos, de La estación de Perpiñán o Mística de la estación de Perpiñán. Uno se pregunta, al cruzar otra vez sus puertas y salir de nuevo a sus andenes, entumecidos ahora por el frío de la noche, si no será ese momento telúrico de permanencia el que deja a Perpiñán sumida en la nostalgia de lo que acaso soñó con ser y nunca fue. En ese éter en el que naufragan los deseos imposibles y tratan de cicatrizar las llagas que acostumbran a quedar como recuerdo de las ilusiones perdidas.
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