Recuerdo que en la presentación de De los otros en Salamanca, Santiago Tobón comentó que en Sexto Piso estaban “muy contentos por publicar la primera novela de Mariano”. “La primera y la última”, añadí yo. En aquel momento, tras haberme pasado cuatro años —o cuarenta y cuatro— escribiendo aquel libro, no me parecía tener ningún motivo para volver a la novela.
Para mí, el motivo para escribir una novela no tiene nada que ver con tener una historia que contar; todos tenemos historias, más o menos entretenidas o emocionantes o instructivas. El motivo para escribir una novela —y para leerla— está en que resulte estimulante desde el punto de vista formal. O, por decirlo de otro modo, que lo que nos entretenga, emocione e instruya sea la manera de contar algo que puede ser una historia, o varias, o una visión del mundo o el deseo de un mundo.
Si unos meses después, contradiciéndome alegremente —con la alegría que supone aceptar las propias contradicciones—, empecé a escribir Los nombres de las cosas, fue porque encontré un motivo para hacerlo: comencé a imaginar una forma que me resultaba estimulante tratar de concretar, una manera de narrar que me suponía una especie de desafío, entendido como una forma de placer.
Por supuesto, ahora no soy capaz de explicar en qué consistía esa forma. La escritura siempre conlleva esa pérdida, una tachadura: el libro, cuando ya ha alcanzado un estado definitivo, borra su gestación, impone una presencia, fija lo que en algún momento se movía. Pero sé que esa forma tenía que ver con la posibilidad de crear algo que criticara precisamente esa fijeza, una fijeza que tal vez la relación entre los nombres y las cosas representa mejor que nada.
Si un hilo del libro iba a ser la relación entre las cosas y sus nombres, podía ser interesante que la narración, en vez de ser cronológica, se organizara en torno a diversos núcleos temáticos: una escena, por explicarlo más claramente, podía contarse en diversos capítulos distintos del libro, en función de los temas que aparecieran en ella. Esto además permitiría mostrar el entrelazamiento del presente, el pasado y el futuro, criticar otra fijeza, esa idea del tiempo que en realidad no procede de la experiencia humana. Sólo durante breves instantes, unos segundos, estamos exclusivamente en el presente, en un recuerdo o en una expectativa. Por lo general, vivimos atravesando los tres tiempos a la vez.
Para criticar esa fijeza, contaría con un narrador que no entendiera del todo lo que estaba relatando ni viviendo, un personaje dominado por la negación, el conformismo y el miedo: lo que nos lleva a ampararnos en la fijeza. Y su mirada ingenua y sentimental podía compensarse con otras miradas más irónicas. El libro, tal como yo lo sigo imaginando, ofrece una combinación de una mirada trágica y una mirada cómica que no supone una síntesis, un punto medio, sino que se sitúa en los dos extremos a la vez. Esta idea aparece citada por uno de los personajes, que recuerda una frase de Hugo Ball, uno de los fundadores del dadaísmo: “Lo que hacíamos era al mismo tiempo una ópera bufa y una misa de réquiem”. Y el dadaísmo desemboca en el punk. En muchos momentos, durante el proceso de escritura, me imaginé calificando mi libro de punk sin disfraz, punk ilustrado o punk con ternura.
¿Contradictorio? La contradicción, dice Man Ray, “es la única forma que tengo de afirmar mi libertad, la verdadera libertad que uno no encuentra en tanto miembro de la sociedad”. Caben aquí la angustia y la alegría de vivir, la misantropía y la fascinación por lo humano. Concibo la novela como un espacio para que se desarrolle la contradicción, para fomentar un diálogo entre sus términos.
Los temas de esta novela (la amistad, el amor, la fragilidad que genera un hijo, el lugar del arte en la sociedad, la muerte, el peso del paso del tiempo, la melancolía, lo cómico y lúdico de la vida, la relación imposible con lo político, la potencia del lenguaje para moldear nuestra visión de la realidad) son, en cierto modo, lo de menos. En cierto modo, son los temas de cualquier novela. Esto no significa que no se exploren y desarrollen, que no se intenten plantear desde un punto de vista distinto. Sólo significa que no son el centro de la novela. El centro de la novela, como ya he dicho, ahora es un vacío. Quizá esta sensación sea un buen motivo para escribir otra. Sólo falta que aparezca una forma, un deseo de forma.
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Autor: Mariano Peyrou. Título: Los nombres de las cosas. Editorial: Sexto Piso. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro
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