“—¿No me digas que has estado enamorada de mí?
—No, jamás te amé, Walter, ni a ti ni a nadie. Estoy podrida hasta el alma; te utilicé, como has dicho. No significabas nada… hasta hace un instante, en que no pude hacer el segundo disparo. Nunca pensé que pudiera ocurrirme tal cosa.
—Lo siento, no te creo.
—¡No te pido que me creas, solo que me abraces!
—Adiós, nena.”
Fragmento de Perdición, de Billy Wilder
El cine negro clásico está sentenciado a la cancelación por los vigilantes de la corrección política. Sus argumentos se basan, muchas veces, en clichés de género como el tipo duro o la femme fatale, roles que hoy en día se digieren con dificultad, si no se atascan directamente en el píloro del estómago social, que los rechaza como inverosímiles y ofensivos.
Como cronista de sucesos, para quien suscribe, el negro ha sido siempre un género —un color— fundamental, por su estética, su ritmo, su narrativa, sus historias y, también, sus personajes, que son clichés porque son mucho más reales de lo que nos gustaría, con o sin corrección política. Hay bastantes crímenes actuales que encajarían como el guante de Gilda en el torneado brazo de Rita Hayworth en argumentos de películas de cine negro, y cuyos protagonistas son ejemplares de los estereotipos de la mujer manipuladora y del hombre dispuesto a todo por ella que aparecen en muchos de esos filmes. Revísese, de los últimos tiempos, el caso del asesinato de Patraix y el tándem homicida que lo cometió: la seductora e irresistible Maje y el subyugado por un amor irracional, Salvador; o el de la Guardia Urbana de Barcelona, donde, de nuevo, nos encontramos a una mujer con un atractivo casi legendario, según retrataron los chicos de la prensa, a la que siguieron allá donde ella quiso toda una pléyade de amartelados.
La figura de la asesina inductora, pese a ser una categoría no reseñada en los manuales de Criminología ni tipificada en las clasificaciones académicas sobre criminalidad femenina, es persistente. La lista de mujeres que convencen a otro o pagan a otro para que maten por ellas es larga. Las que sí aparecen y son, asimismo, comunes, son las asesinas en equipo, es decir, las que participan en el crimen aunque no lo cometan solas. De la que les voy a hablar a continuación fue de las dos, en su versión ficcionada y en su versión real.
La película Double Indemnity, de Billy Wilder, de la que tomábamos un fragmento para encabezar esta exposición, estrenada en el año 1944, protagonizada por Fred MacMurray, Barbara Stanwyck y Edward G. Robinson, estableció los estándares del género y, desde 1992, está considerada por la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos “cultural, histórica y estéticamente significativa”. Se basa en una novela corta homónima de James M. Cain. Sin embargo, en su versión traducida al castellano, ninguna de las dos obras —ni película ni novela— respeta el título original, que es más acorde con la trama: la primera hay que buscarla como Perdición y la segunda como Pacto de sangre.
El relato de Cain cuenta la historia de Phyllis Nirdlinger, la joven y bella esposa de un acaudalado hombre de negocios, que seduce al agente de seguros Walter Huff para que la ayude a deshacerse de su marido. El plan, perfecto en apariencia, consiste en hacer al empresario un seguro de vida cuya beneficiaria sea la mujer, asesinarlo en complicidad simulando un accidente y disfrutar juntos después de su amor en libertad y de una suculenta doble indemnización. Pero, al poco de haber cometido el crimen, Huff descubre que ha sido utilizado en un complot mucho más malvado y elaborado. Mientras el círculo se estrecha a su alrededor, el amante y asesino deberá pensar cómo salir indemne de él y atrapar dentro a quien lo traicionó desde el principio.
Cain la escribió en 1936 y la publicó por entregas en la revista Liberty Magazine. Ya entonces intentó vender los derechos al cine, pero se encontró con un escollo insalvable en el Código Hays, vigente en la época.
El Motion Picture Production Code, llamado generalmente Código Hays por uno de sus principales promotores, era una censura cinematográfica que prohibía, por ejemplo, mostrar en la pantalla películas de crímenes cuyo móvil fuera la venganza, o que suscitasen imitación; se permitía un mínimo uso de armas de fuego en las historias llevadas al cine, en las que también había que evitar evidenciar detalles de los asesinatos o de cualquier otro delito.
Double Indemnity parecía atentar contra cada norma de esta reglamentación, así que el autor, en ese primer intento, no tuvo éxito. Pero siete años más tarde, en 1943, la novela se reeditó y se publicó, junto a otros dos relatos, en un libro titulado Three of a Kind, y pudo vencer la caución de los estudios Paramount Pictures, que compraron los derechos para llevar la historia al cine.
La adaptación estuvo a cargo del propio Billy Wilder y de otro grandísimo del género negro literario, Raymond Chandler, el creador del detective Philip Marlowe. Con respecto a la novela, cambiaron el final, el nombre de los protagonistas y algunos detalles para vencer a la censura Hays, pero, por lo demás, ambas historias son muy parecidas: ella induce y colabora, pero no se mancha, o lo hace lo mínimo imprescindible, al contrario que la mujer de carne y hueso de la que Cain sacó la inspiración para este relato —y hay quien dice que también para The Postman Always Rings Twice (El cartero siempre llama dos veces)—, un asesinato ocurrido en 1927, considerado durante largo tiempo como el crimen del siglo. El mundo no sabía aún cuánto iba a dar de sí la centuria.
A ese asesinato se lo conoció con el mal traído nombre de The Dumbbell Murder (el asesinato de la mancuerna). Ya saben de la afición o necesidad editorial que los periodistas tenemos por bautizar con sonoridad morbosa los sucesos. El padrino de este fue el escritor satírico neoyorquino Damon Runyon, quien firmó en The New York Times una crónica en la que hacía un juego de palabras: “The dumbbell murder, because it was that dumb”, que se traduciría como “el asesinato de la mancuerna, porque fue así de tonto».
Más que tonto fue un crimen chapucero, con una planificación penosa y una ejecución grotesca, y sin embargo, marcó algunos hitos en la historia del periodismo. Al menos, hay que reconocerle eso, aunque también sea, como veremos, en demérito de la profesión.
Albert Snyder, de Brooklyn, Nueva York, era un hombre feliz que trabajaba como director de arte de la revista náutica Motor Boating, de Hearts Publications. Estaba profundamente enamorado de su prometida, Jesse Guischard, de la que nada parecía poder separarlo, hasta que la muerte lo consiguió. Una neumonía se la llevó por delante en noviembre de 1912, sumiéndolo a él en una profunda pena.
Después de eso, no pudo ni intentó olvidarla, quiso seguir teniéndola presente en su vida: conservó sus fotografías; usó cada día el alfiler de corbata que ella le regaló con sus iniciales en el reverso; llamó a su barco con el nombre de la difunta; colgó en el corazón de la casa el gran retrato de la que había sido la mujer de su vida… Y, sin embargo, nada de esto fue un inconveniente para intentarlo con otra chica, una que el destino puso en su camino por una tonta, y pareció feliz en un principio, casualidad.
Habían pasado tres años desde la muerte de Jesse. El teléfono de su despacho sonó y una errada operadora quiso pasarle una llamada que no era para él. La interrupción le irritó de tal modo que espetó un improperio a la telefonista y colgó. Avergonzado de su propia grosería, minutos más tarde, descolgaba el auricular para disculparse con aquella señorita que, por otra parte, tenía una voz encantadora, lo suficiente como para mantenerse un buen rato de cháchara, tan agradable como para ofrecerle un trabajo como copista y correctora de textos en la revista. La joven al otro lado de la línea aceptó.
Se trataba de Ruth Brown y pronto se convertiría, además, en la señora Schneider, o Snyder, porque, antes de casarse, convenció a su prometido de que cambiase su apellido para sonar más americano, como había hecho su propia familia.
Ella había nacido Sorenson hacía 23 años, aunque reconocía sólo 19, en una familia de inmigrantes escandinavos.
La edad —el hombre era trece años mayor que la mujer— no era la única gran diferencia entre ellos: Ruth era extrovertida y alegre, Albert era taciturno; ella era superficial y divertida, él era un tipo sesudo con inquietudes intelectuales que su nueva esposa no compartía; a la joven le gustaba salir y confraternizar, pero, en cambio, su marido prefería quedarse en casa o pasar largos periodos de tiempo en soledad navegando en el yate que tenía el nombre de otra. Pese a ello, Ruth había aceptado casarse con aquel tipo porque era la aspiración de toda chica de su generación y su posición social, una especie de ascenso; y Albert lo había hecho porque era la condición que ella le imponía para ceder a sus pretensiones sexuales. La boda había tenido lugar el 23 de julio de 1915 y, por supuesto, el matrimonio fue un fracaso desde el principio.
El nacimiento de Lorraine, tres años después, la hija que tendrían los Snyder, muy a pesar de Albert, distanció aún más a la pareja en todos los sentidos, en el geográfico y el temporal, porque él procuraba pasar el mayor tiempo posible lejos de casa y de los llantos del bebé.
La desdichada familia se mudó en 1923 a Queens y lo primero que hizo él, a modo de declaración de principios, fue colgar el retrato de su añorada Jesse sobre la chimenea del salón. Había cierta ironía en que, trabajando ambos en una revista de náutica, pudiera decirse que su relación, más que hacer aguas, se estuviera yendo a pique sin remedio.
La madre de Ruth, recién enviudada, se mudó con ellos al poco de instalarse en la nueva casa. Esto dio mucha libertad a su hija, que dejaba a Lorraine a su cuidado y, mientras el marido pasaba días enteros olvidándose de ellas en el barco, Ruth se permitía salir a divertirse con sus propios amigos. En una de esas veladas, conoció a Judd Gray.
Él era un hombre de buena posición, hijo y nieto de empresarios, con una importante participación en el exitoso negocio familiar, dedicado a la lencería femenina. Estaba casado con la mujer a la que había conocido con dieciséis años. Sin embargo, también se sentía abandonado en su matrimonio, como le ocurría a Ruth. Por su trabajo, Gray tenía que viajar con frecuencia, hacer vida nocturna para relacionarse con clientes y proveedores, socializar como representante de la empresa. Pero, en esas situaciones, su mujer se sentía desplazada y dejó de acompañarle. Además, le molestaba tanto su aliento alcohólico al volver a casa que lo desterró y Judd solía permanecer en un hotel las noches que tenía algún evento. Y, evento tras evento en frías camas de hotel, predispusieron su mente, su corazón y, sobre todo, su moral para embarcarse en una aventura amorosa.
Judd y Ruth se conocieron en junio de 1925 y lo que comenzó entre ambos se diría que fue inevitable. No así la conclusión.
Sus encuentros, muy frecuentes, tenían lugar en el lujoso Waldorf Astoria de Park Avenue. Se veían tantas veces que mantenía en la guardarropía del hotel una maleta con enseres de baño, pijamas, batas y pantuflas, y, por supuesto, preservativos. Cuando la abuelita Brown no podía hacerse cargo de Lorraine, Ruth la dejaba jugando en el vestíbulo, mientras ellos tenían su anhelado y ardiente encuentro sexual.
Mientras este idilio crecía con loco frenesí, el matrimonio Snyder se iba deteriorando con idéntico entusiasmo. Ruth empezó a plantearse si podía seguir adelante y concluyó que no. Pero Albert no iba a concederle el divorcio. Así que la solución tendría que ser más definitiva.
Albert tenía un seguro de vida contratado con la compañía Prudential por una indemnización miserable de 1000 dólares. También tenía cierta propensión a los accidentes: durante el verano, estuvo a punto de morir aplastado por el coche en dos ocasiones porque falló el gato hidráulico que lo sostenía; en la otra, mientras lo arrancaba, la manivela salió disparada, le dio en la cabeza y lo dejó K.O. un buen rato. Luego estaban sus riesgos en el mar… Ruth lo convenció de que suscribiera una nueva póliza para no dejarlas desvalidas a ella y a su hija en el caso de que su torpeza o su temeridad se volvieran letales.
Snyder cedió, pero contrató sin saberlo dos seguros porque su mujer le hizo creer que firmaba el mismo documento por duplicado: uno valorado en 5000 dólares, del que él era consciente, y el otro, el de la chicha, de 45000 dólares, que contenía, además, una cláusula de doble indemnización —de ahí el título de la novela de Cain— que se cobraría en el caso de que Albert muriera por causa accidental.
A partir de ese momento, Ruth intentó varias veces provocar esa causa: con veneno para ratas en una bebida contra el hipo, con pastillas para dormir en su martini, con CO₂ cuando lo encontró inconsciente en el garaje la vez que la manivela le golpeó en la cabeza… Pero, como aquello no se le estaba dando bien a solas, sería mejor, pensó, inmiscuir en el cóctel el zumo de la otra mitad de su naranja, es decir, a Judd Gray.
Él se encargó de comprar una botella de cloroformo y un contrapeso para una ventana de guillotina, es decir, una pesada pieza de metal que pensaron usar como arma homicida, casi tres semanas antes de que tuviera lugar el crimen.
La noche de autos, aprovechando que su madre la pasaría fuera, Ruth ocultó en la habitación de la abuelita Brown el peso, unos alicates y una pequeña botella de whiskey para que Judd se infundiera ánimos durante la espera. Después, se fue a cenar a casa de unos amigos con el resto de la familia, dejando la ventana de aquella alcoba abierta.
Cuando regresaron, esperó a que su marido se retirara a descansar, acostó a la niña y fue al encuentro de su amante, que le esperaba escondido en el cuarto elegido como base de operaciones para el asesinato. Él había llevado consigo un maletín con el cloroformo, un periódico italiano, dos trozos de alambre, un pañuelo azul, unos trapos de algodón y una gasa.
Si dos se aman y sienten la atracción sexual que Judd y Ruth tenían el uno por el otro, y viceversa, a menudo se dice aquello de que saltan chispas entre ellos, pero ¡qué paradójico que, cuando la silla eléctrica asoma por la puerta, el amor se largue volando por la ventana! Ninguna pasión ni promesa ni pacto de enamorados impidió que el miedo a la justicia y, sobre todo, al ajusticiamiento desencadenara una deslealtad delatora y muy locuaz de esta pareja de amantes y asesinos a tiempo parcial en el tribunal. Pero el relato de Ruth fue más inverosímil e insostenible que el de Judd, por lo que la reconstrucción de los hechos, y lo que suponemos que ocurrió en realidad, responde a su confesión, en su mayor parte.
Según él, en el momento de entrar en acción, sintió pánico y sólo fue capaz de asestar el primer golpe en el cráneo a Albert, que había estado profundamente dormido hasta entonces, pero que reaccionó en su defensa más rápido de lo que esperaban. El marido de Ruth agarró a su amante por la corbata. Y entonces ella tomó el relevo en la tarea de abrirle la cabeza a base de testarazos.
Albert, aun así, se resistía; Judd seguía paralizado por el miedo; la mujer, resolutiva, paró lo que hacía para tomarse un momento y envolver la cabeza de su objetivo con una sábana.
Pero había que matarlo.
Los golpes no lo estaban consiguiendo, así que escogió el alambre del kit de asesinos que llevaban preparado, con previsión, en el maletín de Judd. Se montó a horcajadas sobre su esposo, le envolvió el cuello con el hilo de metal y tiró y apretó y resistió en su agarre, como quien doma un potro en un rodeo, hasta que su montura dejó de moverse, no doblegada, sino muerta.
Comenzó entonces la segunda fase del plan: la escenografía.
Tiraron muebles al suelo para simular que la muerte de un hombre que iba a aparecer en su cama, con la cabeza golpeada y estrangulado, era consecuencia de una pelea. En los días del suceso, estaban siendo noticia dos anarquistas de origen italiano, Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti, condenados a la silla eléctrica por robo a mano armada y asesinato, así que Judd y Ruth dejaron en el escenario de su propio crimen un periódico italiano porque pensaron que sería una pista falsa infalible para desviar la investigación hacia el colectivo inmigrante de esa nacionalidad. Su último despropósito fue esconder las joyas de la mujer bajo el colchón, pretendiendo simular un robo, donde la policía tardó poco más de cinco minutos en encontrarlas, preguntarse por qué unos ladrones las dejarían allí y encontrar la respuesta correcta.
Hasta que eso ocurrió, todavía quedaban algunas horas de simulación, en las que Ruth se hizo atar a una silla y amordazar por Judd, antes de que abandonase la casa en dirección a Siracusa, donde debía ocultarse unos días.
Ella comenzó a gritar y a llamar a su hija después de dar el tiempo suficiente a su amante para alejarse de allí. La niña, que ya tenía nueve años, la encontró en tan aterradora situación y, siguiendo las instrucciones de su madre, fue a pedir ayuda a los vecinos. Y entonces sí, llegó la policía y el final de esta historia, aunque sea uno muy largo.
A partir de aquí, el caso se convierte en un espectáculo como solo los estadounidenses saben hacer de sus crímenes: mil quinientas personas llenaban la sala del tribunal todos los días y hasta dos mil más se quedaban en la puerta esperando saber de primera mano lo que había ocurrido en la jornada. El juicio contra Ruth Snyder y Judd Gray fue el entretenimiento más codiciado y de moda durante meses. A él asistieron el cineasta D. W. Griffith, el compositor Irving Berlin, los productores del musical Chicago y, por supuesto, el mencionado James Cain.
Fuera de la sala, se vendían entradas falsas al tribunal por cincuenta dólares y souvenirs, como alfileres con la forma del arma homicida, por diez centavos.
El New York Times publicó una transcripción diaria del juicio y mantuvo la historia en la primera página durante meses. Los periódicos vespertinos vendían de cinco a ocho ediciones cada día. The New Yorker llegó a decir irónicamente que “al menos 70.000 millas cuadradas de bosque tuvieron que talarse para hacer suficiente pulpa de papel con los tabloides y la prensa legítima pudieran cubrir una orgía de asesinatos como nunca se ha visto en el mundo desde los días de Nerón y Catalina de Médicis”.
Incluso se avanzó e innovó en tecnología para poder cubrir la noticia y dar un enfoque diferente a los demás porque, durante este proceso, un fotógrafo llegó a contratar una avioneta para que hiciera un picado sobre Ruth a la salida de los juzgados y sacar la primera imagen aérea de la historia en la cobertura de un suceso.
El resultado del juicio fue el esperado: ambos fueron condenados a morir en la silla eléctrica y las sentencias se cumplirían el mismo día, el 12 de enero de 1928. De acuerdo con la tradición de Sing Sing, ejecutarían primero al prisionero más angustiado, es decir, a Ruth.
El día de la sentencia, ocurrió otro hecho singular que es historia del periodismo, aunque supusiera una nueva rebaja en la ya depauperada deontología profesional. ¡Y lo que te rondaré…!
La sala de ejecuciones tenía cabida para una veintena de personas, aunque en la calle se agolparon más de doscientos coches repletos de público. La mayoría de los que tuvieron acceso a Sing Sing eran periodistas. Cerca, la estación de tren de Ossining se convirtió en un improvisado gabinete de prensa desde donde efectuaban sus llamadas para dictar las crónicas.
Las fotografías estaban prohibidas y se tenía un estricto control para que nadie metiera una cámara en la sala, una labor sencilla en aquella época, cuando esos dispositivos todavía tenían las dimensiones de una caja de zapatos. Hasta ese día. El fotógrafo del Daily News, Tom Howars, consiguió que le hicieran una versión en miniatura y accedió con ella escondida bajo la pernera de su pantalón, sujeta con una tobillera.
A Ruth no se le afeitó toda la cabeza, pero sí se le hizo una tonsura para colocarle los electrodos. Tuvieron que ayudarla dos celadoras a llegar hasta la silla porque estaba aterrorizada. En cuanto la vio, comenzó a gritar fuera de sí. La sentaron mientras ella solo rezaba. Cubrieron su rostro con una máscara de cuero y se la oyó gritar “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” y, a continuación, comenzó a convulsionar mientras la electricidad pasaba por su cuerpo. Justo en ese momento, Howars accionó el disparador de su pequeña cámara y obtuvo una fotografía histórica que aparecería a toda plana al día siguiente en la portada del periódico, sobre un titular de una sola palabra: “Dead!”(¡Muerta!).
Diez minutos después del final de Ruth, llegó también el de Judd.
La abuela Brown se hizo cargo de la custodia de Lorraine. La póliza de doble indemnización fue anulada.
Fue un crimen ridículo, con un móvil absurdo, muy mal ejecutado y, como todos, gratuito, pero que contribuyó a cambiar la historia del mundo, o, al menos, la manera en la que la contamos, para bien y para mal, con el contraste expresionista tan del cine negro.
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