‘Charles Baudelaire’, Gustave Courbet.
Cómo nos gusta en la Escuela de Imaginadores traer nuevos talentos a Zenda. Difundir en exclusiva cada mes los relatos inéditos de aspirantes todavía desconocidos, que luego enseguida se confirman, publican libros de cuentos y novelas en editoriales grandes o pequeñas, y con ellos, en varias ocasiones ya, obtienen los premios más prestigiosos del panorama nacional.
Hoy presentamos un relato afilado y preciso, en el que la imaginadora Cristina Pérez Sánchez (Talavera de la Reina, 1987), licenciada en Traducción e Interpretación y correctora ortotipográfica y de estilo, logra volcar las principales cualidades de su voz, la acidez, la ironía, la mirada poética y acerada a un tiempo. «El chico de las poesías» cuenta con un lenguaje limpio, que corta el aire, lleno de matices y juegos; es una maquinaria exacta, donde acaban encajando a la perfección las distintas capas e hilos narrativos. Pero, sobre todo, durante la lectura nos atrapará cierta creciente sensación de familiaridad, porque ¿quién no ha conocido a un chico de las poesías?
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El chico de las poesías
«Hola, me llaman Romeo. Es un placer conocerla.
Dígame usted, ¿ha hecho algo travieso alguna vez?
Tengo lo que hace falta para hacerla enloquecer.
Soy el chico de las poesías, atentamente, su servidor».
El chico de las poesías nació una noche de principios del mes de mayo, cuando el Sol hacía su debut anual por la constelación de Tauro, recibiendo por parte de los astros los dones de ser terco, posesivo, lento para la acción, franco y amante de los placeres más terrenales que, unidos a una Luna en signo de agua, le llevaba a encapsular las emociones al vacío en canciones, libros y ríos de alcohol.
Aficionado al baloncesto y a la liga norteamericana, quiso emular a LeBron James desde el sofá de la habitación en la que se refugiaba en casa de sus padres. Se pasaba las noches analizando los pases, las mejores jugadas y los triples que le hacían saltar del asiento entre aplausos. Fue esa cicatriz en la muñeca la que frenó en seco su ensoñación de hacerse llamar The King, de seguir vistiéndose con el número 23 y de rozar los primeros puestos de la liga local desde su función de base. La retirada casi definitiva de los entrenamientos y de los partidos lo llevó de la mano a buscar consuelo en la luz de la nevera y en las noches en las que dejaba el timón al mando del ron añejo.
El chico de las poesías todavía no sabía que iba a ser el chico de las poesías, porque solo sabía leer narrativa ayudándose del dedo índice y su libro favorito era La metamorfosis de Kafka. No porque no conociera más géneros, sino porque creía que ese bicho panza arriba era él y que tenía que salir de aquella habitación y hacerse querer, que no era tan raro, pero en el fondo le gustaba sentirse como un extraterrestre. Así que se recortaba la barba frente al espejo del baño cada fin de semana cantándose que esa noche era noche de sexo. Se animaba dando palmas como un entrenador antes del partido. Las desgracias no iban a poder con él, lo que contaba era la actitud y los sábados eran sagrados. Tenía la manía de conjuntar los calzoncillos con las camisetas, porque creía que eso le daría el último empujón a su suerte, esa que la vida le debía. O eso se decía.
Su Venus mutable en signo de aire le hacía tan volátil en las relaciones como adaptable a las demandas del sexo opuesto, por eso, casi siempre, se veía envuelto en algún drama de faldas, hasta llegar a tener un debate a cuatro entre las que le arañarían el corazón por dentro. Por supuesto que antes de ellas hubo otras a las que escribió esbozos de los primeros versos de tunante de primer año, pero nunca salieron del cajón del escritorio. En esa etapa solo sabía ser el amigo que se ponía de alfombra, ofreciendo pañuelos sin entender por qué, si se portaba bien, era el que consolaba sin llevarse su premio.
La primera en profanar su corazón fue Ruth, quien lo adoptó como a un cachorro que sabe que va a ser su más leal amigo. Fotógrafa de la impostura con su Canon al cuello, se lo llevaba a jardines, campos, calles y escenarios en los que probar nuevos ángulos y sacar ramas tiradas en mitad del camino. Fotos en blanco y negro con la saturación a punto de salirse de todos los parámetros. Fotos indies que él exponía orgulloso en redes. Usaba la carta de la amistad idealizada porque tenía una competencia que hacía que le tambalearan las ilusiones y la autoestima. ¿Cómo se conquistaba a una artista que, además de hacer fotos, tocaba el piano cual Chopin? Participando de espectador de una orquesta de cuerda. Las entradas en el bolsillo de la chaqueta, ella frente a él, una mesa de bar y sus palabras «José me ha pedido salir por fin». Las entradas en el bolsillo, ella frente a él y él frente a la estupidez de haber tenido un detalle que no iba a abrir ninguna puerta que no fuera la de ser el paño de lágrimas.
Las poesías acababan de llegar a sus manos, pero aún no sabía que lo eran y que tenían forma de una ligera lluvia ácida que empapaba la almohada.
La segunda fue Laura. Llegó un sábado o un jueves, varias semanas después, con nocturnidad, alevosía y un piercing en la nariz. Era la típica niña de familia acomodada, acostumbrada a no quedarse en ninguna parte más de dos días seguidos, a llevar la contraria a la familia y a huir a la Costa Dorada en los días grises, estudiaba la misma carrera que su hermana mediana, así que coincidir con ella era tan fácil como hacerse el hermano protector, el salvavidas que podía acompañar en coche a quien hiciera falta. ¿Qué podía salir mal? Pero Ruth escocía y Laura no parecía la gran cosa. Así que decidió fugarse un mes para vivir su propia odisea y hacer caso a otras sirenas hasta que las rimas desaparecieran, pero a la vuelta estaba Laura esperando en el puerto al que él creía que no iba a atracar su barco. Cuando quiso darse cuenta, habían acumulado varios calendarios, bailado todas las canciones de los bares, habían hecho que se murieran todos de envidia, ella era suya, solo suya; habían acabado sendas carreras universitarias, dado la vuelta a Netflix, pisado varios países de la mano, visto el rojo atardecer desde la Alhambra y hecho una larga lista de planes para un futuro prometedor. Sus Soles brillaban en armonía. Les quedaba el resto de sus vidas, pero él giró el timón a babor. ¿Por qué iba a dejar de soñar la vida que quería y materializarla?
Laura no estaba. Laura se fue. Laura se escapó de su vida una fría noche de sábado, confundida, tirada en la calle, sin poder pasar a dormir a su casa porque él no quería oír hablar del futuro, ni de responsabilidades, ni de convivir fuera de su hogar, ni de lo que la sociedad les imponía a todos, ni mucho menos trabajar en la empresa del padre de ella. Ser un adulto funcional no entraba en su agenda. Él todavía tenía que quemar más noches y aferrarse a las barras de los bares como si se tratara del peor naufragio. Cuando comprobó que Laura no seguía en la calle esperando a que él se asomara por la ventana, se dio cuenta de que era verdad, que era un Romeo sin Julieta, el rey de las mentiras, un farsante que no podía vivir sin ella y jurándose no volver a enamorarse.
Se encerró en su habitación durante una semana, sin subir la persiana, sin comer ni ducharse. Dejó que las poesías le treparan al pecho y brotaran solas en la oscuridad. No había canción ni libro que entendieran su desesperación y desconcierto. Salió al mundo de los vivos una tarde para explicar a sus mejores amigos que Laura no existía ya, que fue un mal sueño, que a partir de ese día nadie volvería a nombrarla, que sería el chico de las poesías al que le rogarían una dedicatoria.
Las poesías se ocultaban detrás de las borracheras y las bachatas, pero no consiguieron reparar el dolor de perder una fantasía de futuro con Laura, así que pasó a dejarse crecer el pelo hasta hacerse coletas y marcarse cicatrices en la piel. Se tatuó Madrid, a su madre, a su perra, los siete pecados capitales, una brújula sin Norte y una M en la nuca para que no se le olvidara lo que era: un miserable.
«Hola, me llaman Romeo, es un placer conocerla». Sabía que esa carta de presentación en cada grupo de chicas le abría la puerta a ganarse la confianza de las más incautas y probar nuevas sábanas. Desplegaba su espléndida y perfecta sonrisa, esa en la que dejaba ver sus dientes brillantes, clavaba sus ojos verdes en la presa y dejaba que la charlatanería de vendehúmos hiciera todo lo demás. Aunque bien sabía que los mejores trofeos se disputaban en las ferias de Málaga, Córdoba, Albacete, Cádiz y Pamplona, seguidas de festivales que usaba con la excusa de ampliar la lista. Solo necesitaba un estante en su cuarto donde colocar las copas ganadas y, lo más importante, no repetir nunca con ninguna de las ya marcadas con la letra escarlata. Era una ley no escrita. El juego de hundir la flota llevado al siguiente nivel. No había tantos millones de personas en el mundo para malgastar el tiempo con las mismas chicas. Cualquier agujero era trinchera y la guerra se libraba entre callejones oscuros y el asiento trasero del viejo Corsa de su madre. La única norma que debía cumplir es que él —y solo él— podía elegir el sitio y la hora para poder dejar a sus víctimas en cualquier cuneta. Que detrás de él solo existiera un cementerio lleno de cadáveres emocionales era lo de menos, él no podía sentir, no iba a volver a caer en esa trampa de estar en pareja.
Pero los planetas avanzaban y los papeles se cambiaron. Fue así como pasó de dirigir el baile en la bachata a obsesionarse hasta los huesos con el tango de Carolina, la tercera espada que se le clavaría. Había encontrado el karma de su vida. Se reconocieron entre luces azules en un bar de la calle Barcelona. A sus ojos, ella había pertenecido a su peor enemigo del instituto, así que era un reto personal, tenía que sacar sus mejores armas, no había sabor más dulce que robar el oro a otros como un pirata. Esas mallas negras pedían suelo y estaba dispuesto a ir hasta el final así ardiera Madrid en el proceso. Carolina huía de las promesas y él estaba con una rodilla hincada en la acera pidiéndole el número de teléfono. El chico de las poesías, convertido en galán, ya había completado la primera estrofa con versos bisílabos.
Tenía claro que no se iba a enamorar, solo quería inflarse el ego al ver llorar a su enemigo. Y la inocente de Carolina escuchaba los versos que le dedicaba el chico de las poesías después de medianoche, bailaba a su ritmo, se reía después que él y llenaba la memoria del teléfono con fotos de los tatuajes que le bordeaban los calzoncillos. Cuando habían pasado unos meses y él no había conquistado a otra entre medias, desapareció. Estaba faltando a su ley sin saber cómo. Carolina se difuminó en cuanto se enteró de que el chico de las poesías ya no le escribía versos, que nunca tuvo que haberlo hecho y que solo deseaba que ella no hubiera existido en su vida. Pero a él le desquiciaba verla bailar con otros, que sus brazos rodearan otros cuellos, que las manos que le agarraban de la cadera no fueran las suyas, así que dejó de beber alcohol para emborracharse de celos, porque sí, sería un juguete que dejaría tirado más pronto que tarde, pero era suyo. Suya. Y no podía delatarse.
El tango se alargó a pesar de Lidia. Lidia llegó como una borrasca, le sacó de casa de sus padres y lo ató en corto casi dos años. La dulce y cándida Lidia empezaba una nueva vida a kilómetros de casa, todo era emocionante e instagrameable, pero no tenía edad para muchos de los planes que él le vendía y eso a él poco le importaba, porque tenía el trofeo de estar con una mucho más joven, la envidia de los demás. Así debía de sentirse Leonardo DiCaprio cuando cambiaba de proveedora de colágeno. Juntos recorrieron la costa cantábrica, visitaron los mejores bares, sonreían ampliamente en las fotos cual anuncio de dentífrico, se vestían como gemelos, se dedicaban más listas de música que apelativos cariñosos y se soltaban de la mano en presencia de Carolina. Lidia le exigió monogamia o plomo. Él accedió y cambió el nombre de sus amigas en la agenda por nombres de fontaneros, a fin de cuentas, no le trataba mal, podía manejarla a su antojo y compartían gastos. Lo que parecía encauzarse, era un espejismo, porque el chico de las poesías seguía escribiendo versos a Carolina sin que nadie lo supiera y la buscaba con la excusa de hablar, pero solo quería verla de cerca, olerla. Ojalá tocarla. ¿Qué le ocurría? El recelo de Lidia y la manía de él de girar el timón en el último momento, hizo que él levara el ancla y zarpara de nuevo por las aguas de las que nunca quiso salir, dejando a Lidia con las maletas en la puerta para que volviera con sus padres. Otra vez se autodenominaba Romeo sin Julieta, víctima de su destino.
Seis revoluciones solares después, ahí seguía él, en los mismos bares, con una copa en una mano y en la otra, la cintura de alguna chica de las nuevas remesas de la universidad. Si eran catorce o quince años menores que él daba igual, eso significaba que el juego funcionaba y podía seguir acumulando trofeos en una estantería que empezaba a desmoronarse. Renegaba de sus amigos por cumplir con los cánones establecidos por la sociedad, ¿casarse?, ¿irse a vivir con sus parejas fuera de su barrio? Eso no es lo que se supone que hacen los mejores amigos. Pocas gestas se han cantado a tan infame afrenta como lo hacía él cada fin de semana. Y aunque lo intentaba, a pesar de esforzarse, sentía que no hacía tope con ninguna chica. Todas eran válidas, todas eran maravillosas, todas podían exponerse en vitrinas, pero ninguna era suficiente para que se quedara a dormir con él.
Se escondía en todas esas canciones machaconas de puertorriqueños llorones que, mientras gimoteaban por no tener a la que querían, iban desabrochándose el cinturón a la mínima presión. Se sentía representado en aquellas letras, él quería sentir algo, lo que fuera, y no entendía cómo poco a poco se iba quedando cada vez más solo, ya ni siquiera Ruth le felicitaba por su cumpleaños. Las poesías no fluían como antes, las chicas ya no reían tanto, intentaba esconderse tras la máscara de la ligereza de ese muchacho que un día quiso ser, pero en cuanto daban las cinco de la mañana de cualquier sábado, escribía a Carolina deseando que ella volviera a hacerle hueco en su cama y entre sus piernas, que le dejara dormir en su pecho, que le agarrara de las manos y, acariciándole el pelo, le dijera que la tormenta no iba a durar para siempre, pero ella no contestaba o lo hacía varios días después, cuando su desesperación se esfumaba. Le agobiaba pensar que ella hubiera aprendido que su palabrería insustancial solo la llevaba a un callejón sin salida, al rincón donde él podía poseerla, usarla, abusar de su compañía, apagar su brillo y, después, arrepentirse alegando delante de los pocos amigos que le quedaban que era ella quien lo buscaba y no le dejaba tranquilo.
Su Marte cardinal en signo de tierra le confería determinación para la acción, energía que aprovechó para acercarse a ella una de las últimas noches que coincidieron en el mismo bar. Ella le dijo que había perdido el tiempo en esos años dándole un espacio que no merecía y que, desde que no se veían, por fin podía ser ella misma, que siguiera en su tónica de desesperado pederasta no reconocido. Él solo quería saber si había alguien más, si había encontrado al hombre que la quisiera como él nunca quiso ni supo, pero ella no soltaba prenda y su investigación en la sombra por redes sociales no le era suficiente. No lo estaba rechazando, no, solo quería hacerse la difícil, era un simple castigo ahora que él se acercaba después de tanto tiempo, lo sabía porque le había sonreído y tocado el brazo y dado dos besos para saludarlo. No podía repetir versos bisílabos pasados, tenía que mejorar los endecasílabos, y era consciente de que la lírica de ella podía tumbarlo con solo una mirada. Decidió tirar por la carta que nunca fallaba: la amistad, ponerse de alfombra si fuera necesario. Lo que empezó siendo el robo a su peor enemigo, se había alargado demasiado en el tiempo, pero es que no podía ser de nadie más que de él. Por eso, llegó a difundir rumores entre los chicos que se le acercaban para acorralarla y controlarla. No era perfecta, no iba a volver a cumplir los veintitrés, ni siquiera le brillaban ya los ojos cuando lo miraba, ni se hacía la ofendida con sus bromas, pero había una magia, un algo en ella que no podía compartir con nadie más.
Cada noche, después del gimnasio, pasaba con el coche por su calle y observaba si ella estaba en casa, si había alguna luz encendida, y se imaginaba que aparcaba frente a su portal, subía a su casa y abría esa puerta con sus llaves. Fantaseaba con descalzarse en la entrada, ir a la cocina y abrazarla por la espalda mientras ella empezaba a hacer la cena, entonces ella se giraría y le agarraría la cara con las dos manos para darle un beso y preguntarle qué tal le había ido el día. Verían series para cenar, tendrían un perro tumbado entre los dos, le alcanzaría el libro de la mesilla de noche para que leyera un rato más y la haría suya entre sus brazos cada mañana mientras preparaba café. Qué distinto habría sido todo si no hubiera elegido acumular trofeos ridículos, pensaba.
El chico de las poesías sigue siendo el chico de las poesías, pero nadie le pide ya dedicatorias ni nuevos versos. Se conforma con hacerse el encontradizo con Carolina en los festivos nacionales y así, acompañarla a casa dando un paseo, a ver si, en un descuido por el alcohol, la fiesta, el recuerdo de los años en los que nada era tan importante, ella se confiase y él pudiera volver a tenerla, y, dándole la mano, decirle «soy el chico de las poesías, atentamente, su servidor».
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