Como algunos de ustedes saben, me gusta mucho la Historia; sobre todo, porque sin ella es imposible considerar el presente. Sin Tácito, sin Pérez del Pulgar, sin Michelet, se haría muy cuesta arriba saber cómo diablos, para bien o para mal, el ser humano ha llegado hasta aquí. Diversión y amenidad aparte –elementos nada desdeñables–, la Historia proporciona claves para comprender y comprendernos. También, lucidez crítica y cierto analgésico consuelo. Una especie de resignación culta ante lo inexorable. Por eso en casi todas mis novelas, de forma explícita o implícita, late la Historia como enigma, como clave. Como elemento de fondo.
Sin duda, desde el principio, la Historia ha sido manipulada por unos y otros. Nada escapa a eso. De ahí que sea importante no tragarse una fuente a palo seco, sino abrir el abanico, leer mucho, comparar y oponer autores diversos. Diferentes puntos de vista. Nada hay menos digno de confianza ni más peligroso que quien lee un solo libro. Leer muchos otorga lucidez crítica, fundamental a la hora de moverse por el impreciso paisaje de la memoria y de la vida. Ayuda a extraer lecciones, digerir contenidos, detectar manipuladores. Y también a detectar imbéciles.
Hay en Cataluña un chiringuito subvencionado, Instituto Nova Historia, que, aunque no se adorna con los laureles del rigor, proporciona en cambio un material humorístico de primer orden. Que sus miembros carezcan de sentido del humor lo hace más divertido todavía. Ese Instituto celebró hace poco un congreso financiado por ERC, con objeto de demostrar científicamente que la nación catalana –de cuya existencia, por otra parte, no dudo– está detrás de cada una de las principales gestas y personajes de la Humanidad. Desde aquel congreso hasta hoy, animados por el éxito de público y crítica, esos historiadores se han crecido, recreándose en la suerte, y con admirable periodicidad nos aportan algún descubrimiento nuevo. Por ejemplo, según los investigadores del INH, el humanista Erasmo de Rotterdam y el navegante Magallanes eran catalanes hasta las cachas, pero los perversos historiadores españoles ocultaron su verdadera patria. En cuanto al Cantar del Cid y El lazarillo de Tormes, son anónimos porque sus autores, por miedo a la Inquisición y al Estado español, decidieron ocultar su identidad claramente catalana. Hasta la bandera norteamericana es de origen catalán, directamente inspirada –ojo al dato– no en la señera, sino en la estelada. Y lo que algunos indocumentados llamamos España no es sino una creación artificial, inexistente, aunque de génesis esencialmente catalaúnica.
Concretando más: un tal Jordi Bilbeny, del INH ese, ha descubierto, él solo y a pulso, que Cristóbal Colón procedía, en realidad, de la familia barcelonesa Colom, y que el supuesto veneciano Marco Polo no era veneciano, sino un conocido explorador catalán que viajaba bajo seudónimo porque era tímido. También, para redondear la cosa, ha probado que los textos de Santa Teresa de Ávila, catalana de toda la vida, nacieron originalmente en lengua de allí, aunque luego fueron víctimas de una mala traducción al castellano. Por su parte, Lluis Batle, otro brillante colega del INH, acaba de demostrar con solvencia absoluta que el autor anónimo de La Celestina, aunque ocultó su nombre por razones de seguridad, era catalán sin lugar a dudas. Se le nota en el prólogo. Por su parte, Manel Capdevila, otro fino rastreador de fuentes históricas, sostiene que Leonardo da Vinci descendía de los monarcas catalanes del reino de Catalunya, falsamente llamado de Aragón en los documentos de la época. Y un figuras llamado Pep Mayolas –primer espada de la neohistoria– afirma sin despeinarse que el filósofo Erasmo de Rotterdam era en realidad hijo del catalán Cristófol Colom, descubridor de América. Zasca.
Dirán ustedes que ya vale, que se hacen idea. Que les duelen los ijares de reírse. Pero la cosa no acaba ahí. Según los artistas del INH, Miguel de Cervantes se llamaba Miquel Servent y su Quijote lo escribió en catalán, perdiendo mucha calidad en la torpe traducción que se hizo al castellano. Por su parte, las cosas claras, el Gran Capitán no se llamaba Gonzalo Fernández de Córdoba, sino Ferrán Folch de Cardona. Y Ponce de León era de Gerona, cuidado. Tampoco la reconquista empezó en Asturias, sino en Cataluña, así que menos lobos. Y la guinda se la pone a todo el neohistorietas Lluís Mandado: la lista de los reyes godos es, en realidad, una lista de reyes catalanes. Y el Cid no era de Vivar, sino de Biure dEmpordà; su título, Cid, pertenecía a un linaje catalán y pasaba de padres a hijos. Con dos cojones. Como el traje del Hombre Enmascarado.
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Publicado en XL Semanal el 19 de junio de 2016.
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