Otro 16 de julio, el de 1925, hace hoy 98 años, la humanidad asiste a uno de sus momentos estelares porque el cine, la manifestación cultural más importante del siglo XX, verifica que ha alcanzado la plenitud de su arte, la perfección de su lenguaje, en las primeras proyecciones públicas de La quimera del oro, el segundo largometraje dirigido por Charles Chaplin.
A la gente ya no le hacen falta rótulos que reproduzcan los diálogos de los personajes o expliquen las acciones. La quimera del oro apenas tiene y El último (1924), estrenada por F. W. Murnau hace unos meses, sólo incluye uno. El lenguaje cinematográfico ha alcanzado la perfección porque la gente lo entiende: saben del dramatismo de un primer plano de la actriz y del dinamismo de un travelling precediendo a unos caballos al galope. Y el lenguaje del cine es universal, una suerte de esperanto que se entiende por igual en Madrid que en Vladivostok.
Sí señor, aquel día como hoy fue grande para la humanidad porque el cine, que ya empezaba a ser su mirada, se libró definitivamente de su influencia más nefasta: el teatro. Los días en que un supuesto cineasta se limitaba a colocar su tomavistas frente a la escena a retratar y dejaba que los actores evolucionasen ante el objetivo —como si la cámara fuera esa cuarta pared que llaman los dramaturgos al público— sólo son el recuerdo del primer obstáculo que tuvo que superar la pantalla para inventar su propio lenguaje, el mismo que hoy, con La quimera del oro, alcanza la perfección.
Habida cuenta del fracaso de crítica y público de su primer largometraje, Una mujer de París (1923), para Chaplin era de suma importancia no volver a fallar. El paso de las cintas de una o dos bobinas, de cortometraje en definitiva, a las de largometraje, es toda una prueba de fuego para los cineastas de la pantalla silente. Tanto como lo será para los actores la conversión a la parlante, cuando, en apenas cuatro años, el viento de la historia barra el mutismo. De hecho, habrá muchos que no se adaptarán a la nueva tesitura. David W. Griffith, sin ir más lejos, será uno de ellos. Socio de Chaplin en la United Artist, Griffith —uno de los artífices del lenguaje fílmico que hoy se celebra en La quimera del oro— es, igualmente, uno de los pilares de la industria estadounidense: rueda varios títulos al año. Sin embargo, con la implantación del sonido, verá su filmografía ralentizada hasta la total extinción. Al gran Tod Browning le aguarda una suerte muy parecida.
Chaplin, que como todos los genios es capaz de prever la situación, sabe que los cortometrajes, el slapstick —el género por excelencia del mutismo— y Charlot —el vagabundo que le ha dado renombre mundial— tienen las horas contadas. Su público no le perdonó que La mujer de París fuese un drama, sin un ápice de humor, que ni siquiera protagonizaba: se limito a incorporar al portero de una estación. De modo que necesita un éxito para congraciarse con el respetable e irá a encontrarlo en una anécdota tan sombría como el destino de la caravana Donner. Eso sí, en La quimera del oro, el hambre, que obligó a los pioneros atrapados en la Sierra Nevada de California a saciarla de la peor manera, en la cinta de Chaplin —quien cambia las nieves de las cumbres de la ruta hacia el Oeste por las de Alaska— dará lugar a una de las grandes secuencias rodadas por el maestro del slapstick: aquella en la que su vagabundo se come una bota con la misma delicadeza que si fuera un manjar. Big Jim es ese matón de proporciones colosales, aquí encarnado por Mack Swain, que tan a menudo quiere acabar con el pequeño Charlot.
Aunque el baile de los panecillos de La quimera del oro nos recuerde demasiado al que Roscoe Arbuckle lleva a cabo, con unos zapatos de tacón, en The Rough House (1917), los cordones del buscador solitario, el vagabundo de La quimera se transforman en deliciosos espaguetis de idéntica manera que Big Jim McKay cree que el pobre vagabundo es un pollo. Y si La quimera del oro es grande en cuanto a sus formas, su fondo no le va a la zaga: se trata de un canto a la esperanza, a los sueños imposibles.
En unos años, cuando el viento de la historia comience a soplar y el cine abandone esa imagen silente en la que nació su lenguaje —del que, aún ahora, se valen todos los medios de comunicación audiovisual—, sin haber llegado a experimentar con el mutismo hasta sus últimas consecuencias, Charles Chaplin —junto con René Clair y algunos otros— será uno de los grandes defensores de la imagen silente. De hecho, ya con el sonoro implantado, el maestro rodará cintas sonoras, pero no habladas. Verbigracia, Luces de ciudad (1931) y Tiempos modernos (1936)
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