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El circo de papel (Arresto domiciliario 82)

El circo de papel (Arresto domiciliario 82)

De entre los juegos que nunca jugué, recuerdo uno que no terminé de inventar porque nadie se interesó en acompañarme: el circo de papel. ¿En qué consistía el juego? Según yo, se empezaba por construir una carpa con tijeras, pegamento y trozos de periódico. Lo que venía después nunca lo supe, a lo mejor por eso nadie quiso jugar, pero la pura idea de cortar, doblar y pegar los papeles se me antojaba ya divertidísima. ¿Y no lápices, plumas y papeles eran casi los únicos juguetes con los que uno podía entrar en el colegio?

Una vez que he transcrito el altero de páginas del manuscrito y me permito el lujo de imprimirlas, tras unos cuantos días de corrección neurótica, sé que llega la hora del circo de papel. Solamente cargar el tambache de hojas, contemplarlo entre la incredulidad y la avaricia y calcular que pasa de tres pulgadas, es ya motivo de una estupefacción que sería fronteriza con la imbecilidad si no quedara tanto trabajo por hacer. Echo un ojo al proyecto: no sólo está pendiente poco más de un capítulo, sino que faltan cientos de horas de corrección a mano sobre el papel. No conozco quehacer más absorbente, ni más gratificante. Todo con “banderitas” autoadheribles, tinta de tres colores y más flechas que en una película de apaches. Lo decía bien claro la canción inicial del show de Porky Pig: Ya llegó la diversión.

Cuentan los alpinistas que al conquistar la cumbre sobreviene una especie de estado de gracia que hace valer todos los sacrificios invertidos. Imprimir tu novela no te equipara con esas alturas, pero te da el consuelo terapéutico de saber dónde están los dos últimos años de tu vida. Digamos que construyes un coche prototipo: lo interesante empieza cuando le plantas el motor y las ruedas. Puede que un par de veces te accidentes, pero la mayoría de las autoestimas sobreviven sin más a esos percances. La noticia es que el monstruo está de pie, del primero al penúltimo capítulo, sobre una mesa para jugar backgammon. Ábrelo en cualquier página y verás que se mueve.

"Del plato a la boca, dicen, se cae la sopa. El infierno está lleno de libros inconclusos, lo de menos es cuántas páginas les falten"

Sé que puedo hacer esto en una tableta, pero insisto en pensar que no es lo mismo. El papel tiene cuerpo, aroma, peso, color, textura, vulnerabilidad. Unas veces se arruga, otras se moja, otras se traspapela. Ya podrás saturar el disco duro de archivos desbordantes de caracteres, que ninguno tendrá la presencia imperiosa e imperial de tantos episodios apilados. Un porrazo bien dado con ese bulto de hojas tendría que dejarte al menos turulato, y de una vez entérate que acabo de golpearte la cabeza con mi próximo libro.

Ríete si eso quieres, Cuarentenario, pero ver la montaña de papeles me pone entre la espada de la cursilería y la pared de la solemnidad (diríase dos veces idiota), tanto así que en mi mente hay una orquesta interpretando Pompa y circunstancia. ¿Sentiría lo mismo mi mamá en la fiesta escolar del Día de Madres?

–¡Alto ahí! –truena una voz entre los músicos. –Me informan que este señor no ha terminado todavía su novela. ¡No podemos seguir con esta farsa!

Del plato a la boca, dicen, se cae la sopa. El infierno está lleno de libros inconclusos, lo de menos es cuántas páginas les falten. Cuando los músicos terminan de irse, resuena en lontananza cierta vetusta música circense. Recuerdo de repente que trabajo ahí de fiera, domador, payaso, trapecista, bastonera, equilibrista, mago, animador y chango. A esto quería jugar, y con puro papel. Siempre supe que sería entretenidísimo.

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