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Don Quijote de la Mancha, por Ignacio Zuloaga

En este artículo, publicado en El País Semanal en 2004, Arturo Pérez-Reverte recorre la obra de Cervantes y demuestra cómo la obsesión de la cobardía convierte a Don Quijote en un bravo caballero.

Don Quijote, o mejor dicho, el hidalgo Alonso Quijano, no es valiente. Sólo cree serlo. Ni siquiera el valor insensato que nace de su locura sobrevive al mundo real que se introduce, implacable, por los resquicios de su armadura anacrónica y abollada. Todo ello, que el lector vislumbra en destellos rápidos a lo largo de la primera parte de la obra, resulta evidente en la segunda. Sólo cerca del final, en Cataluña, nuestro héroe encuentra la aventura de verdad. La muerte de verdad. Sangre auténtica, empezando por el bandolero al que mata Roque Guinart, ante cuyo valor, que sí es real, calla y mira el héroe loco. Y ahí empieza a encogérsele el coraje. Cuando el ataque de los bergantines turcos, él sigue mirando. Oye cañonazos, que no había oído nunca, y de nuevo calla. Se espanta. En realidad, cuando poco después el bachiller Sansón Carrasco vence a Don Quijote -lo mata, en cierto modo- no hace sino liquidar a un héroe agonizante.

Quien sí fue valiente, sin fisuras, es Miguel de Cervantes. Y se nota. Cuando arremete con denuedo, Don Quijote no hace sino utilizar lo que le presta el corazón del hombre que lo alumbra. Cervantes era el joven de Lepanto, el soldado de Urbina honrado y pobre, el gallardo esclavo de Argel; el novelista genial que, pese a cuanto él mismo afirma, sabe perfectamente que es falso que los libros de caballerías estén en su época dorada. Porque el Quijote no liquida nada. Según nos hace notar Martín de Riquer, cuando Cervantes escribe su obra, el género ya está de capa caída. Los pensadores serios, los moralistas, los erasmistas, llevan mucho tiempo repitiendo que los libros de caballerías son depósito de mentiras y vanidades. Su siglo áureo ha sido el XVI, cuando eran leídos lo mismo por el emperador Carlos que por santa Teresa y viajaban hacia poniente en el equipaje de conquistadores que, ellos sí, vivían aventuras desaforadas y bautizaban las nuevas tierras con nombres sacados de esos libros: Patagonia o California. Entre el cañamazo de la parodia genial, por los vericuetos serenos de su prosa, Cervantes nos muestra que no está tan lejos de todo eso como pretende. Ni siquiera, descubre el lector a poco que se fije, el autor se burla de todos los libros de caballerías. Sólo ataca a los malos. Otros los aprueba y subraya sus virtudes, sobre todo el elogio del valor, salvándolos del expurgo de la librería y de la hoguera.

"El viejo soldado admira el heroísmo, y lo venera. Es la degeneración del género lo que satiriza, y sobre todo la decadencia extranjerizante, pues siempre menciona con respeto las antiguas crónicas españolas"
Es un error creer que Cervantes desprecia la caballería. El viejo soldado admira el heroísmo, y lo venera. Es la degeneración del género lo que satiriza, y sobre todo la decadencia extranjerizante, pues siempre menciona con respeto las antiguas crónicas españolas. Y es cierto: lord Byron se equivocó en su juicio quijotil. El soldado de Lepanto no ahuyentó con una sonrisa la caballería española, sino que la puso en su lugar y en su tiempo. Hoy es difícil, fuera de contexto, captar los ingeniosos matices de la parodia, que los lectores contemporáneos entendidos captaron perfectamente. De ahí el éxito comercial de la obra, aunque su prestigio literario aún tardara un siglo en afirmarse. Como ha señalado Francisco Rico, hasta el carácter grotesco de los arreos de Don Quijote es importante, pues el héroe anda suelto, a principios del siglo XVII, vestido con armadura de sus bisabuelos, de finales del XV. Arcaísmo viviente, el ingenioso hidalgo sale a buscar aventuras vestido como un caballero de los tiempos de la guerra de Granada.

Así, en el ‘Quijote’, Cervantes no se burla del valor caballeresco que su héroe anhela más que posee, sino de la inadecuación de ideal y realidad, del engarce de ese supuesto valor con el tiempo y mundo que moran él y su personaje. Cervantes, recordémoslo, fue soldado; y su hermano Rodrigo, alférez, había muerto peleando en Flandes en 1600. Nunca se insistirá demasiado sobre la necesidad de tener presente todo eso a la hora de leer el libro. El mismo Cervantes insiste en ello, dándonos codazos de continuo. Está orgulloso de su valor y sus heridas «en la más alta ocasión que vieron los siglos», y aparte la mención directa en el prólogo a la segunda parte, en los dos bellos y sentidos sonetos a los muertos de La Goleta -«primero que el valor faltó la vida»-, y en la casi autobiográfica historia del cautivo, nos recuerda varias veces indirectamente, con orgullo, su comportamiento en la jornada de Lepanto y durante el cautiverio de Argel.

«Las feridas que se reciben en las batallas antes dan honra que las quitan», dice Don Quijote molido a palos por los yangüeses. El soldado Miguel de Cervantes nos salta a la cara al volver cada página. El primer elogio a la milicia aparecía ya en el capítulo 13 de la primera parte. Más tarde, en el discurso de las armas y las letras del capítulo 37, donde sitúa la pluma por debajo de la espada, Don Quijote hace una conmovedora descripción del valor del soldado en el combate con galeras turcas, donde resulta difícil no ver el retrato del autor y de sus camaradas. Y cuando, en el capítulo 1 de la segunda parte, Cervantes lamenta por boca de Don Quijote la falta de caballeros andantes en el mundo, a quien oímos hablar no es al hidalgo loco, sino al soldado que a los veinticuatro años quedó manco peleando a bordo de la galera Marquesa. Por eso, cuando Don Quijote es valiente, Cervantes respeta el valor de su héroe de ficción: porque es el suyo propio. Rigurosamente cierto. El 10 de octubre de 1580, en Argel, al procederse al interrogatorio de once testigos para el famoso documento de fray Juan Gil, quedó probado, negro sobre blanco, el temple y el temperamento del veterano de Lepanto. A fin de cuentas, en una novela ocurre como en el amor, en la amistad o en la vida. Nadie pone lo que no tiene.

"Su lanza en ristre contra los molinos, que termina haciéndolo rodar por el suelo, es la misma de esa España ya imposible que va de Lepanto a la Invencible y de ahí a Rocroi..."
El oscuro funcionario que se gana la vida en un oficio ingrato, pateando caminos, durmiendo en ventas, posadas y cárceles, trabaja como recaudador: lo más opuesto al heroísmo. Tiene nostalgia del soldado que en otro tiempo fue. En el siglo que empieza, la gloria sabe a cenizas. Sus compañeros mutilados peleando contra el turco mendigan en la puerta de las iglesias, y los grandes aventureros del XVI han envejecido, murieron, se han matado entre ellos o fueron ahorcados por la justicia real. A América van funcionarios y curas. A Cervantes ni siquiera le permiten probar fortuna allí: «Busque por acá en qué se le haga merced» –sin sospecharlo, el rey Felipe II le hace un gran favor a la literatura, a España y al mundo–. Lepanto está lejos, y sus héroes, olvidados. Juan de Austria, el último Amadís, ha muerto. El poema es al mundo antiguo lo que la novela al moderno. El poema y su héroe mueren con Héctor y Aquiles, y nace la novela moderna. Se impone Ulises. Cuando los dioses abandonan al hombre, para sobrevivir hay que llamarse Nadie. Dámaso Alonso decía siempre que Cervantes es un instrumento ciego creando el último gran poema de la fe, y al mismo tiempo tiene los ojos abiertos para crear la primera y máxima gran novela moderna. Su lanza en ristre contra los molinos, que termina haciéndolo rodar por el suelo, es la misma de esa España ya imposible que va de Lepanto a la Invencible y de ahí a Rocroi, para hundirse, con los viejos tercios destrozados por la artillería francesa, entre las carcajadas de la nueva Europa.

Don Quijote lucha contra los molinos de viento, ilustración de Gustave Doré

Una de las virtudes extraordinarias del Quijote es que su autor nos suministra, página tras página, sutilísima información útil para asomarnos al corazón de su principal personaje. Como buen monomaníaco, el hidalgo es hombre sensato, prudente y entendido –cultísimo, a los simples ojos de Sancho– en todo menos en lo que afecta a su locura. Bueno, inteligente, de agudo espíritu, admirable conversador, sólo denuncia su insania al creerse caballero y amoldar la realidad al ficticio mundo de las caballerías. Cervantes, con su inteligencia y su instinto finísimo, lo subraya oponiéndole, en el personaje del caballero del Verde Gabán, un prototipo de hidalgo y caballero rural cabal. También sabemos que Don Quijote no es bueno en aritmética –con Juan Haldudo, vecino de Quintanar, se equivoca al sumar–, que no tiene derecho al «don», como aclara Teresa Panza en el capítulo 5 de la segunda parte, que es mediocre o sólo razonable poeta; que goza de buenos dientes hasta la pedrada de los rebaños, que tiene un extraordinario concepto de sí mismo, que no es un hidalgo pobre del todo, que su honradez es extrema, y que considera el valor, la dignidad y la firmeza virtudes principales del perfecto caballero y de sí mismo, como expone en el magnífico alegato, el mejor salido de su boca, al final del capítulo 45 de la primera parte. Cierto es que más adelante, consciente de su fama y celoso de ella por causa del ruín Avellaneda, alardea un poco más de la cuenta; e incluso, en delicioso quiebro que ya quisieran para sí Unamuno o Pirandello, además de leer él mismo el libro del que es protagonista, exagera el número de ejemplares impreso sobre su propia vida: el bachiller Carrasco dice 12.000, y él habla de 30.000. También sabemos, y esto es clave para considerar el valor real o supuesto de Don Quijote, que está loco, pero no tiene un pelo de tonto. Y de loco, a veces, lo justo.

La imagen por excelencia del Quijote, los molinos, el valor y la locura, es vulgar y poco exacta. En numerosos pasajes del libro, el hidalgo muestra una lucidez extrema, como en el capítulo 25 de la primera parte cuando habla de Dulcinea reconociendo que no es una princesa -«Para lo que yo le quiero, tanta filosofía sabe, y más, que Aristóteles»-, y cuando reconoce su propia locura al decirle a Sancho: «No estás tú más cuerdo que yo». Lo que hace inevitable que el lector, maravillado, se pregunte si Don Quijote está loco, o se lo hace.

Al principio, el valor de Don Quijote es simple, sin fisuras. O lo parece. Su primer acto de valor se da cuando está velando armas y le abre la cabeza al arriero en el patio de la venta -«Acorredme, señora mía»- y luego se enfrenta a los otros con «tanto brío y denuedo» y tal ánimo «que si lo acometieran todos los arrieros del mundo, no volviera el pie atrás». En el capítulo siguiente se enfrenta a los mercaderes invitándolos a entrar con él en batalla «uno a uno, como pide la orden de caballería, o todos juntos». Y arremete, cae y le sacuden. «No por culpa mía, sino de mi caballo, estoy aquí tendido». El tercer y más grande acto de valor es el del capítulo 8, el ataque a los molinos de viento -«Voy a entrar con ellos en fiera y desigual batalla»-; y después, derrotado, le dice a Sancho que no se queja del dolor porque es impropio de caballeros andantes «quejarse de herida alguna, aunque se le salgan las tripas por ella». Lo mismo puede decirse del ataque al rebaño de ovejas y carneros, a los que toma por un ejército, en medio del cual se mete «alanceando con coraje y denuedo». Incluso cuando en la aventura de los batanes Don Quijote tiene miedo y se encomienda a Dios, quiere acudir, y sólo la argucia de Sancho se lo impide. Otro momento de claro valor es cuando se enfrentan a los yangüeses: Sancho dice que son más de veinte, y ellos uno y medio, y Don Quijote replica «Yo valgo por ciento», echa mano y acomete. Y lo mismo hace Sancho, «movido del ejemplo de su amo». Esa fe ciega de Sancho en el valor de Don Quijote se irá resquebrajando también a lo largo de la historia.

Lo mismo ocurre con el lector. En toda la primera parte, el valor de Don Quijote es casi inmutable; pero a medida que progresa la historia, y autor y lector conocen mejor al personaje, se pone de manifiesto que Cervantes considera el valor idealista de su personaje, aparte de poco sólido, inútil y equivocado tanto en la victoria como en la derrota. A cada paso nos recuerda la imitación grotesca del héroe que no es; como cuando, tras enfrentarlo nada menos que a trece enemigos en la aventura de los mercaderes, lo humilla ante la compasión de los amos que piden al mozo de mulas que no le pegue más al pobre loco. Rasgo humano en un libro cruel donde la caridad, excepto la de la buena Maritornes y pocos más, no resulta abundante. Y aún así, Don Quijote sigue empeñado en imitar al héroe que pretende ser, hasta en la desgracia y sobre todo en ella –paradójicamente cada molimiento refuerza su ilusión–, como advertimos en la extrema comicidad de la queja caballeril del capítulo siguiente, cuando se revuelca por tierra imitando a Valdovinos: «¿Dónde estás, señora mía / que no te duele mi mal?».

No es tampoco, el de Don Quijote, un valor inspirado por la religión y creer a Dios de su parte, aspecto nada baladí en la época. Cervantes es católico correcto, pero no practicante en exceso. Esto se transmite a su personaje, sobre todo en la primera parte. En ella Don Quijote se encomienda menos a Dios que a Dulcinea, y no resulta hombre de muchos rezos. Sabemos que es amigo del cura de su lugar y que éste lo tiene por hombre de bien, pero no es sujeto que se entretenga demasiado en la oración. Ni en la primera ni en la segunda parte va a misa, y en la primera sólo reza en una ocasión -y porque tiene miedo- encomendándose a Dios cuando la aventura de los batanes; pues la segunda vez, en el capítulo 26, lo hace por imitar a Amadís y a los caballeros enamorados. No es por devoción.

En la segunda parte del ‘Quijote’, el hidalgo no se encomienda a Dios hasta el episodio del león, y también poco después, cuando la pelea del rebuzno entre los dos pueblos -al verse en peligro y huir-, quizá porque Cervantes es consciente de que en la primera parte lo hizo rezar poco. Don Quijote ni siquiera lleva rosario, según propia confesión, hasta que en la segunda parte, contradiciendo eso mismo, el autor le coloca uno. Ahí sí aparecen ya más alusiones religiosas; es evidente que entre ambas entregas del Quijote alguien le ha dado un toque a Cervantes, y éste cree oportuno dejarlo claro. A Dios lo nombra dos veces en los tres primeros capítulos de la segunda parte. Hay otras menciones piadosas aquí y allá, y varias veces el autor se tienta la ropa con la Inquisición: Sancho y Don Quijote hacen claras declaraciones de fe católica, y al final hasta Sancho acaba predicando santidad e insistiendo en que su amo es católico y escrupuloso cristiano. En el capítulo 22 de esta segunda parte vemos a Don Quijote arrodillarse por primera vez y rezar de verdad; y en el 29, santiguarse. Pero aún así, Cervantes se permite por boca de Don Quijote una diatriba contra el eclesiástico de los duques, en representación de los curas que se meten a consejeros políticos, y no llega a partirle la cabeza, según propias palabras, porque es sacerdote. Con ese motivo, por cierto, hace nuestro héroe una bella profesión de fe de caballero andante, y plantea una interesantísima y significativa comparación entre virtud religiosa y virtud caballeresca: «Voy por la angosta senda de la caballería andante».

Hay en el ‘Quijote’ dos episodios admirables de valor probado de caballero a caballero. Ahí no cabe duda alguna. Los combates con el caballero de los espejos y con el caballero de la Blanca Luna, Don Quijote los afronta de igual a igual, con valor frío e indiscutible, lo mismo que el otro episodio -león desenjaulado aparte, pues éste es menos un acto de valor que un capricho insensato- en que Don Quijote lucha de verdad, en serio, como un valiente. Se trata, además, del único duelo real en toda la obra: el combate con el vizcaíno, que arranca en el capítulo 8, donde Don Quijote arremete a su enemigo «con determinación de quitarle la vida», y allí los deja un trecho Cervantes a ambos, espadas en alto. Ésta es la verdadera pelea a vida o muerte del hidalgo, y entra en ella con valor indiscutible y perfecto. Además, vence casi en buena lid.

"... en la segunda parte las cosas cambian mucho. Allí, por ejemplo, Don Quijote ya no confunde las ventas con castillos, aunque Cervantes lo afirme."

Pero a medida que nos acercamos a la segunda parte, las cosas cambian. Don Quijote, cuyo óptimo concepto de sí mismo -cree, además, que las damas se mueren por sus pedazos- es abrumador, duda, y eso empieza a inquietar al lector avisado. Respecto a la realidad, en la primera parte ya tenemos barruntos de que no está tan loco como parece, y que su cordura llega al extremo de saber perfectamente que Dulcinea es una labradora. Pero en la segunda parte las cosas cambian mucho. Allí, por ejemplo, Don Quijote ya no confunde las ventas con castillos, aunque Cervantes lo afirme. No ocurre ni una sola vez. También Don Quijote es más retórico, más reflexivo, más sabio. Como Sancho, resulta consciente de su fama y de la importancia cobrada ante el lector. Ahora lleva dinero, o lo lleva su escudero, y paga con generosidad. Tanta, que esta tercera salida le sale al hidalgo manchego, azotes de Sancho incluidos, por un ojo de la cara. Menos mal que el duque les entrega doscientos escudos de oro. Por lo menos esta vez los infames duques pagan algo.

También el valor se diluye a menudo. Ahora Don Quijote se muestra cuerdísimo a veces, como cuando no ataca a los ocupantes del carro. Y después, incluso con agravio, es prudente, reflexiona y al final no actúa. Aún es valiente absoluto en ocasiones, como cuando el episodio del león-«¿Leoncitos a mí?»-, o ante el jabalí con la duquesa; pero las cosas son muy diferentes ahora. Al principio, Don Quijote estaba seguro de su valor -«Yo soy aquel para quien están guardados los peligros, las hazañas, los valerosos hechos»-, y el propio Cervantes, irónico sin duda, sostenía que los mazos de batanes «pusieran pavor a cualquier otro corazón que no fuera el de Don Quijote». La aventura de los batanes es decisiva para penetrar la verdadera naturaleza del valor de nuestro héroe: el deseo de poseer un valor del que realmente carece, pero cuya obsesión lo convierte en valiente. Cuando Sancho dice «pues no hay quien nos vea, menos habrá quien nos note de cobardes», Don Quijote, a pesar de todo, asustado como está, quiere acudir en mitad de la noche. «A mí ningún peligro me pone miedo», afirma. A partir de ahí, a medida que pasamos las páginas y ocurren más cosas, esa firmeza se resquebraja poco a poco, surgen más dudas y contradicciones.

Ilustración de Don Quijote. Acuarela y tinta china sobre papel (1945)El valor de Don Quijote no responde sino a la obligación de tenerlo, y eso lo fuerza a ser fiel al caballero que ha inventado para sí mismo. En realidad esa valentía es tan ambigua como el personaje y como toda la obra. Es precisamente la cautela y la ironía con las que Cervantes cuenta su historia, sin definir nunca nada del todo, lo que transmite al lector la emoción de que el valor del personaje es real, o lo parece, pero que siempre se halla sujeto a los avatares de la vida. Valor, sí, pero no de cartón piedra, sino humano e imprevisible. Martín de Riquer ha subrayado, entre otros, la importancia de que sólo haya muertes violentas en la segunda parte: la de Claudia Jerónima que acaba de matar a su burlador don Vicente Torrellas y la del bandolero disconforme al que Roque Guinart abre la cabeza de un espadazo. Sangre de verdad, mientras Don Quijote mira y calla. Y en los siguientes capítulos aún sigue mirando y callando. Las aventuras de Guinart, las de la galera que se enfrenta a los corsarios, son auténticas. Las suyas, no.

La actitud de Sancho respecto al valor de su amo y el suyo propio es también reveladora. En él tenemos el contrapunto del héroe. En principio es cobarde y no ve la necesidad de fingir valor. Cuando el episodio del león, se va lejos a aguardar el desenlace. También huye del jabalí de los duques. Cuando la carreta de la Muerte se niega en redondo a arriesgarse, y más porque el propio Don Quijote tampoco se involucra a fondo. Pero es capaz del valor interesado cuando pelea por los despojos del barbero en la venta; y Don Quijote se enorgullece tanto de lo bien que defiende sus posesiones, que hasta llega a pensar en armarlo caballero. Otras veces, las más, Sancho muestra el enternecedor coraje de quien debe cumplir con su obligación: el valor real, popular, que no busca gloria; como cuando le gastan la broma del ataque nocturno a la ínsula: podía haberse escondido, pero se deja armar y llevar al combate. Y ya en la primera parte, cuando la riña con los desalmados yangüeses, sigue a Don Quijote cuando éste los acomete, «movido del ejemplo de su amo». En su medida, a veces se contagia de la honrada dignidad del hidalgo.

Es mentira que Sancho encarne el materialismo frente al idealismo de quien lo guía. Sancho es tan ingenuo y tonto, que pese a conocer a Don Quijote «desde su nacimiento», se traga cuanto dice éste, o casi. Su fe es inquebrantable al principio. Pasará once capítulos junto al hidalgo antes de hablar por primera vez de regresar a la aldea. Su inocencia resulta comparable a la del amo, aunque luego se va maliciando hasta el punto de que llega a faltarle al respeto y a engañarlo, y hasta le pone las manos encima. Aun así, los verdaderos Sanchos, los materialistas, son Sansón Carrasco, el barbero, los duques, el cura. El buen escudero, leal siempre que puede, oscila entre ambos mundos, y a menudo queda atrapado por el fantástico de su señor. Aunque, a veces, Don Quijote le pega cuando ve que se burla de él -en lo de los batanes, el propio hidalgo se ha reído antes de sí mismo, cosa infrecuente en la historia-, y el escudero vuelve a burlarse cuando el yelmo de Mambrino. En el capítulo 52 de la primera parte, Sancho defiende a su amo a golpes. Este capítulo es significativo por la crueldad que todos los presentes, hasta los amigos, muestran hacia Don Quijote. Sólo Sancho es noble aquí. Tampoco podemos dejar de lado el orgullo del asendereado escudero cuando describe a su mujer las hermosuras de su oficio; o cuando, embriagado de aventura, valeroso al fin y al cabo, incita al amo a salir de nuevo.

La dignidad y el valor de Sancho también evolucionan en la pluma de Cervantes, no sólo porque el autor perfila y mejora al personaje, sino porque se le pega el ingenio del amo y se contagia de su ansia de gloria y su locura. Según el propio Cervantes, en el capítulo 46 de la primera parte Sancho ya está también medio loco. Y más adelante, aunque conoce el engaño del encantamiento de Don Quijote, sigue ofuscado y no lo interpreta. Esa locura y aquel valor cuajarán espléndidamente en la segunda parte, cuando Sancho, pese a sus numerosas profesiones pacíficas como tras los yangüeses o la carreta, ahora, siendo gobernador de la ínsula, se resigna a ser heroico -«Ármenme norabuena»-, honrado como su amo hasta el final, pues deja el gobierno con sólo un poco de cebada para el rucio y medio queso y medio pan para él, y aún lo que lleva lo comparte con los mendigos del siguiente capítulo.

Es cierto que hay mayor vileza sanchopanzesca en la segunda parte; pero también es verdad que los momentos de respeto y de amor a Don Quijote son más vivos. Antes sólo era rústico y tonto, con ciertos resabios pícaros. Ahora tiene más vueltas y revueltas para lo bueno y para lo malo. Su cinismo con las tres labradoras, cuando lo de los requesones o cuando los azotes, su desprecio al amo cuando se hallan ante los duques, su frecuente insolencia, están desprovistos de ingenuidad, como lo está su censura de Don Quijote ante el vecino Tomé Cecial, que suena a traición aunque luego la temple sacando a relucir el cariño que le tiene; o cuando, llegados al colmo, en el capítulo 60, le pone la mano encima a su amo. Sin embargo, la lealtad del escudero se mantiene inquebrantable en las crisis. «No es loco sino atrevido», afirma en el capítulo 17. Y cinco capítulos más tarde, Sancho admira y alienta a su amo cuando entra en la cueva de Montesinos con el más bello exhorto que le dirige en todo el libro. Y cuando el combate con Tosilos, lo anima orgulloso con el magnífico exhorto: «¡Dios te guíe, nata y flor de los andantes caballeros!».

Las dudas sobre el valor de Don Quijote se instalan desde muy pronto en el lector avisado. Ya se advierten grietas en la coraza del héroe cuando hace ante Juan Haldudo y el muchacho azotado un juramento que nunca cumplirá: lo intenta sin mucho entusiasmo más tarde, y lo olvida por completo en la tercera salida. Cuando el manteo de Sancho, Don Quijote se abstiene de intervenir mientras su escudero es escarnecido. Y luego, en el capítulo 44 de la primera parte, cuando el incidente de la venta con los clientes atacando al ventero, mientras la hija y Maritornes piden ayuda, Don Quijote se muestra por primera vez pasivo y cobarde. La excusa puede ser no batirse con gente baja, pero ahí el mismo Cervantes menciona directamente «la cobardía de Don Quijote». Por primera vez, el héroe cae mal hasta al propio autor. Ocho capítulos más tarde, cuando Sancho recomienda de nuevo volver a la aldea, el hidalgo tiene un claro momento de resignación y de cordura: «Bien dices, Sancho». Precisamente ese proceso vivo del valor quijotesco, sujeto a la transformación que la vida y el tiempo imponen, depara al lector esa inesperada sorpresa, la quiebra de lo que al principio parecía más firme y seguro: el valor del héroe. Don Quijote va perdiendo fuerza y confianza en sí mismo, y asume, a ratos, la verdad que se impone sobre sus propias fuerzas y coraje.

"La fuerza de voluntad que sostiene la ficción de un valor inexistente empieza a resquebrajarse, y el mito se desvanece entre relámpagos de lucidez del hombre derrotado"

En la segunda parte, en la batalla de los dos pueblos vecinos por la historia del rebuzno, ya no es que Don Quijote no intervenga, sino que directamente huye y abandona a Sancho en el campo de batalla, cosa que éste le reprochará varias veces. Es su más infame aventura, pues huye para salvar la vida temiéndose un arcabuzazo, y reza mientras huye. Antes había caído honrosamente por tierra, varias veces; pero ahora, aunque sigue a caballo, el lector se avergüenza. Y el propio Cervantes proclama: «cuando el valiente huye, la superchería está descubierta». Incluso Don Quijote tiene necesidad de justificarse con Sancho, diciendo que «la valentía que no se basa en la prudencia se llama temeridad», y que retirarse no es lo mismo que huir. Pero para el lector, Don Quijote nunca será el mismo. Es más humano y menos heroico. Al final su valor es más de maneras que de hechos, como cuando arroja el guante para defender el honor de la hija de la dueña doña Rodríguez y se dispone a enfrentarse al lacayo Tosilos. Al caballero andante le hemos perdido el respeto: hasta Sancho se amotina y lo sujeta al final, cuando lo de los azotes. Y así, Don Quijote termina dudando de sus aventuras y de sí mismo. Con tales ambigüedades y contradicciones, además de humanizar al personaje y marcar su locura, Cervantes prepara la derrota, el final, la caída del héroe. La fuerza de voluntad que sostiene la ficción de un valor inexistente empieza a resquebrajarse, y el mito se desvanece entre relámpagos de lucidez del hombre derrotado.

En el capítulo 29 de la segunda parte, cuando el episodio de los pescadores, Don Quijote confiesa abiertamente, por primera vez, su impotencia. Se rinde, y lo dice. El hidalgo está tocado de muerte; ello se manifiesta con más claridad a partir del capítulo siguiente, cuando queda de manifiesto que algo se enrarece entre amo y criado. Sancho ya no piensa en volver a casa con su amo, sino en desertar. Cada vez son mayores sus ruines mañas y trampas, mientras el ánimo de Don Quijote se torna melancólico. Junto a los duques, durante el episodio del jabalí o a lomos de Clavileño, se cree valiente de nuevo; pero tal seguridad se desvanecerá poco después, frente a los toros, donde el héroe hace el ridículo y es consciente de ello. Y para colmo y sonrojo del lector, hasta lo vemos adulando al bandolero Roque Guinart, en el capítulo 60.

Todo ello, sutilmente, va anunciando el triste final de Barcelona. Allí, en el mar, Don Quijote, que nunca había estado a bordo de una galera, «se estremeció y encogió de hombros y perdió la color del rostro». Por fin, cuando aparece la guerra de verdad y el héroe encuentra la ocasión que buscó toda su vida, Don Quijote permanece inactivo y casi ausente de las páginas. Tiene miedo. No es su mundo. Se calla y mira, desplazado, inseguro. Con estos galeotes regidos por gente de mar y guerra no saca a relucir el argumento de la libertad; sombra de lo que fue, los deja con sus cadenas. Ahora hay guerra de verdad, y él mira de lejos, rebasado, héroe de cartón piedra frente a la realidad, bufón que ha pasado a segundo plano con la historia de la morisca. Hasta don Antonio se burla del hidalgo. Y cuando, acabada la acción, Don Quijote farolea diciendo que sería mejor lo pusieran a él en Berbería con su caballo y sus armas, nadie le hace caso. Tanto los personajes que lo rodean como el lector son conscientes de que su arrojo es imaginario, y que junto a hombres valientes de verdad no tiene peso alguno. Ahora ni siquiera hace gracia con sus locuras. El final se intuye. Cervantes, despiadado a ratos con el valor falso de su personaje, aún le dedicará alguna otra humillación, además de una cruel ironía en el episodio de los cerdos: «a los dos temerosos, a lo menos, al uno, que al otro, ya se sabe su valentía».

Al fin, cuando Don Quijote es vencido por el caballero de la Blanca Luna -la revancha de Sansón Carrasco, que se la tiene jurada- el infeliz hidalgo se quita la máscara libresca. Lo que dice lo expone sin arcaísmos ni parodias cervantinas, con lenguaje claro y de su tiempo. El héroe loco, perdida la fe en la quimera de sí mismo, se había desvanecido mucho antes de rodar por tierra. Sin embargo, el genio de Cervantes obra el milagro de infundirle, en pleno desastre, otra suerte de nobleza y valor que nos subyuga aún con más fuerza. Cuando, con la lanza del caballero de la Blanca Luna sobre la celada, el hidalgo descarta renegar de Dulcinea y responde, sereno: «aprieta la lanza, caballero, y quítame la vida, pues me has quitado la honra», ese valor sí se lo cree el lector, porque proviene del cansancio, el crepúsculo y el fracaso. Ahora sí que nuestro héroe es digno adalid, cumplido hidalgo, valiente al fin, a dos dedos de la muerte que cree inevitable. En esta hora suprema, da igual que el de la Blanca Luna apriete el hierro, o no. El hombre cuerdo que se extinguirá en la aldea manchega, diez capítulos más tarde, se llamará Alonso Quijano, en efecto. Pero Don Quijote de la Mancha, el de la Triste Figura, muere como siempre se soñó, heroico al fin, en la playa de Barcelona. Y el lector, contagiado de la sonrisa melancólica de Cervantes, asiente, aprobador, ante el cadáver del caballero valiente.

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