Simpaticona. Estupidón. Guapetonas. Simplones. Gigantón. Es como si el sufijo caricaturizara la palabra y le arrancara parte de su peso. A la gente engreída no tiene uno por qué soportarla, pero si solamente es engreidona puede que en una de éstas nos entendamos. Y lo mismo al revés, quien me crea un hipócrita tratará de evitar mi compañía, pero si me degrada a hipocritón es posible que hasta le caiga bien.
Recuerdo una campaña para niños donde un primo sociópata del Pato Donald iba por la calle lanzando desperdicios a granel, con una gabardina, un sombrero y un gesto pensados para hacerle lucir como maleante, aunque más parecía un exhibicionista de callejón. Al pie del personaje se leía “El Cochinón no hay que ser”, y en letras más pequeñas “Conserva limpia la ciudad”.
Creía en esos años, y todavía no cambio de opinión, que llamarle cochinón al cochino era ya una manera de hacerle ver gracioso y amigable, o cuando menos socialmente lícito. Recuerdo a cierta amiga de mi madre, de quien mi abuela decía que era “medio puerquita”. O sea cochinona, restando la fracción y el diminutivo. No te iba a dar estiércol de cenar, pero tal vez hubiera migajas en los platos y un par de lamparones a medio mantel.
Hace un par de semanas, pensando en estas líneas, pedí a mi correclusa que describiera en sólo una palabra a nuestro Ludovico, y para mi sorpresa dijo eso: cochinón. Nótese, en este caso, la gran carga de afecto que soporta el sufijo. No se le quiere menos al perrote porque viva embarrado de quién sabe qué, coma con los modales de una guacamaya o salpique babotas en todas direcciones, si en realidad se acaba por quererlo más. Por eso es cochinón y no cochino: antes que denostarlo, está uno celebrándolo.
Nunca planeamos quedarnos con Ludovico, pero algo había en él de áspero y silvestre que lo hacía especialmente entrañable. No fue, pues, a pesar sino a causa de su proverbial deseaseo que se fue convirtiendo en mi compinche, puesto que no me cabe la menor duda de que ya a estas alturas han sido varias veces las que mis amistades me han sumado a su lista de cochinones. Con cariño, quisiera yo pensar.
No es momento de entrar en detalles, aunque mi correclusa puede dar fe de que suelo bañarme y mudar ropa todos los días, si bien de cuando en cuando recaigo en actitudes vagabundas, como sería guardar uno o dos platos sucios debajo de la cama. O sea no muy sucios y no por muchas horas, y tampoco totalmente a propósito. Por eso cada vez que veo a Ludovico sacudir inocentemente los mofletes y colgar una nueva estalactita del mero techo de la camioneta, me siento de algún modo representado. Como quien dice, representadón.
Al pecoso Ludovico no le gusta que lo peinen, y yo lo entiendo tanto que ni peine tengo. Y no porque queramos estar despeinados, sino porque tenemos la costumbre de andar despeinadones. Desastradones. Salpicadones de quién sabe qué, aunque las evidencias arrojen a menudo idénticas babotas. ¿Qué hace una mujer limpia y ordenada para compartir rejas con más de un cochinón y no perder el juicio al tercer mes? Precisamente aquí el sufijo indica que el perro o la persona estamos siempre listos para negociar, puesto que preferimos hacernos querer a hacer nuestra cochina voluntad. Nunca seremos tiernos, pero a tiernones nadie va a ganarnos.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: