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El collar del hombre errante, de H. Rider Haggard

El collar del hombre errante, de H. Rider Haggard

Henry Rider Haggard, autor de aquel clásico de la literatura de aventuras titulado Las minas del rey Salomón, llega a nuestras librerías con un título inédito en español hasta la fecha, El collar del hombre errante, novela en la que cuenta la historia de un vikingo que encuentra el collar de una mujer que ha viajado a través de los siglos.

En Zenda reproducimos las primeras páginas de El collar del hombre errante (Albo & Zarco), de Henri Rider Haggard, con portada de Fernando Vicente.

***

LIBRO I

AAR

 

CAPÍTULO 1

EL COMPROMISO DE OLAF

Yo, que en otro tiempo fui Olaf, poco puedo recordar de mi infancia. Sin embargo, me viene algún recuerdo de una casa, rodeada de un foso y situada en un gran valle cerca de mares o lagos, tierra adentro, rodeada de colinas que yo conectaba con los muertos. No entendía muy bien qué eran los muertos, pero deducía que eran personas que, habiendo caminado y es­tado despiertas, ahora estaban tumbadas en una cama de tierra y dormían. Recuerdo mirar una gran colina que se decía que cubría a un líder conocido como el Hombre Errante, de quien Freydisa, la mujer sabia, mi niñera, me dijo que había vivido hacía cientos o miles de años. Recuerdo pensar también que tanta tierra sobre él debía de darle mucho calor por las noches.

También recuerdo que la construcción llamada Aar era una casa larga, techada, con césped en el que crecía hierba y a veces pequeñas flores blancas, y que dentro había vacas atadas. Vivía­mos en un lugar allende, separado de donde estaban las vacas con vigas de maderas irregulares. Solía observarlas, mientras las ordeñaban, a través de una grieta entre dos de los travesa­ños, donde había un nudo que dejaba un agujero idóneo para poder mirar más o menos a la altura de un bastón del suelo.

Un día vino mi hermano mayor y único de sangre, Ragnar, que era pelirrojo, y me alejó del agujero porque quería mirar a una vaca que siempre daba una patada a la chica que la orde­ñaba. Grité, y Steinar, mi hermano adoptivo, que tenía el pelo claro, ojos azules y era mucho más grande y fuerte que yo, vino a ayudarme, porque siempre nos quisimos. Luchó contra Ragnar y lo hizo sangrar por la nariz, tras lo cual mi madre, la señora Thora, que era preciosa, lo golpeó en las orejas. En­tonces todos lloramos y mi padre, Thorvald, un hombre alto y más bien desgarbado, que había llegado de cazar, pues llevaba la piel de algún animal cuya sangre había escurrido hasta sus mallas, nos regañó y le dijo a mi madre que nos mantuviese callados porque estaba cansado y quería comer. Esa es la única escena de mi infancia que recuerdo.

La siguiente visión que me viene es una de una casa parecida en cierto modo a la nuestra en Aar, en una isla llamada Lesso, en la que estábamos todos visitando a un líder que se llamaba Athalbrand. Era un hombre con un as­pecto feroz y una gran barba hendida, por la que le llamaban Athalbrand Barba Hendida. Una de las fosas nasales era más grande que la otra y tenía el ojo izquierdo caído, ambas peculiaridades le venían de alguna o varias heridas que había recibido en la guerra. En aquellos días, todos luchaban contra todos y era bastante raro que alguien viviese hasta que su pelo encaneciera.

El motivo de nuestra visita a Athalbrand era intentar que mi hermano mayor, Ragnar, se prometiese en matrimonio con la única hija que le quedaba viva, Iduna, pues todos sus hermanos habían muerto en alguna batalla. Puedo ver aho­ra a Iduna tal y como era cuando apareció por primera vez delante de nosotros. Estábamos sentados a la mesa y entró por una puerta de la parte principal de la casa. Llevaba unas vestiduras azules, el cabello rubio, largo y abundante, estaba peinado en dos trenzas que le colgaban casi hasta las rodillas, y alrededor del cuello y los brazos lucía enormes anillos de oro que tintineaban mientras caminaba. Tenía la cara redon­da, del color de una rosa salvaje, e inocentes ojos azules que contemplaban todo, aunque siempre parecía mirar más allá y no ver nada. Los labios eran intensamente rojos y parecían sonreír. En general, pensé que era la criatura más bonita que había visto y que caminaba como un ciervo irguiendo la cabeza con orgullo.

Sin embargo, a Ragnar no le gustó y me susurró que era ladina y que traería desgracias a todo aquel que tuviese que ver con ella. Yo, que en ese momento tenía veintiún años, me preguntaba si se habría vuelto loco para hablar así de aquella bella criatura. Entonces recordé que justo antes de dejar nuestra casa había pillado a Ragnar besando a la hija de uno de nuestros esclavos detrás del cobertizo donde se guardaban los becerros. Era una chica de pelo castaño, bien parecida, como mostraban claramente sus rugosas vestiduras atadas debajo del pecho con una cinta, y tenía grandes ojos oscuros de mirada soñolienta. Además, nunca había visto besar con tanta pasión como a ella; Ragnar mismo estaba sobrepasado. Creo que por eso ni siquiera la gran dama, Iduna la Justa, le gustaba. Todo el tiempo pensaba en la chica de ojos pardos con vestiduras rojizas. Aun así, es verdad que, con chica de ojos pardos o sin ella, leyó correctamente a Iduna.

Además, si a Ragnar no le gustaba Iduna, Iduna odia­ba a Ragnar desde el principio. Así que, aunque mi padre, Thorvald, y el padre de Iduna, Athalbrand, estaban furiosos y los amenazaron, los dos declararon que no tendrían nada que ver el uno con el otro y el proyecto de su matrimonio llegó a su fin.

La noche anterior a nuestra partida de Lesso, de donde Ragnar ya se había ido, Athalbrand me vio mirando fija­mente a Iduna. Esto no era algo sorprendente, pues no podía apartar mis ojos de su bonito rostro y, cuando ella me miró y sonrió con aquellos labios rojos, me convertí en un pájaro es­túpido hechizado por una serpiente. Al principio pensé que él se enfadaría, pero de repente parecía que había dado con una idea y llamó a mi padre fuera de la casa. Después mandaron a buscarme y encontré a los dos sentados en una piedra lisa con tres esquinas, hablando a la luz de la luna, ya que era verano, cuando todo parece azul por la noche y el sol y la luna viajan por el cielo juntos. Cerca estaba mi madre de pie, escuchando.

—Olaf —me dijo mi padre—, ¿te gustaría casarte con Iduna la Justa?

—¿Si me gustaría casarme con Iduna? —susurré—. Sí, más que ser gran rey de Dinamarca, porque ella no es una mujer, es una diosa.

Ante esta expresión, mi madre se rio y Athalbrand, que conocía a Iduna cuando no parecía una diosa, me llamó loco. Entonces hablaron entre ellos, mientras yo esperaba tembloroso por la esperanza y el miedo.

—No es más que un segundo hijo —dijo Athalbrand.

—Ya te he dicho que hay tierra suficiente para los dos, también será suyo el oro que vino con su madre, y no es una cantidad pequeña —respondió Thorvald.

—No solo no es un guerrero, sino que es un escaldo —re­batió Athalbrand de nuevo—; un absurdo medio-hombre que compone canciones y las toca con el arpa.

—A veces las canciones son más fuertes que las espa­das —respondió mi padre—, y, al fin y al cabo, es el juicio quien gobierna. Una mente puede gobernar a muchos hom­bres; además, con el arpa se hace música alegre en un festín. Encima, Olaf tiene valentía suficiente. ¿Cómo podría ser de otra manera viniendo de la estirpe que viene?

—Es delgado y debilucho —rebatió Athalbrand, con una expresión que enfadó a mi madre.

—No, señor Athalbrand —dijo ella—. Es alto y recto como un dardo, e incluso será el hombre más guapo en esta zona.

—Todo pato cree que ha nacido cisne —se quejó Athalbrand, mientras yo imploraba con los ojos a mi madre que se callase.

Entonces él pensó durante un rato, tirando de su barba hendida, y dijo al fin:

—Mi corazón no me dice nada bueno de este matrimonio. Iduna, que es la única hija que me queda, podría casarse con un hombre con mayor riqueza y poder que el que este joven creador de runas nunca podrá conseguir. Sin embargo, ahora mismo no conozco a nadie que me guste para que tome mi lugar cuando me haya ido. Además, se ha difundido a lo largo y ancho de estas tierras que mi hija se desposará con el hijo de Thorvald e importa poco con cuál. Al menos, no dejaré que se diga que ha sido desairada. Por lo tanto, dejemos que Olaf la tome, si ella lo acepta. Pero —añadió con un gruñido—, no lo dejemos jugar como a ese jovenzuelo pelirrojo, su herma­no Ragnar, si no quiere que una lanza le atraviese el hígado. Ahora iré a conocer el parecer de Iduna.

Tras esto se fue, también mi padre y mi madre, que me dejaron solo, pensando y agradeciendo a los dioses la oportu­nidad que me llegaba. Y sí, también bendiciendo a Ragnar y a aquella joven de ojos pardos que le había lanzado un hechizo.

Permanecía de pie cuando escuché un sonido y, al girar­me, vi a Iduna deslizarse hacia mí en aquel crepúsculo azul, más hermosa que un sueño. Se detuvo a mi lado y dijo:

—Mi padre dice que deseas hablar conmigo —se rio suave­mente y me sostuvo la mirada con sus bellos ojos.

(…)

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Autor: Henry Rider Haggard. Título: El collar del hombre errante. Editorial: Albo & Zarco. Venta: Todos tus libros.

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