En 1852, Francis Guthrie, un estudiante londinense que dibujaba el mapa de Inglaterra, se dio cuenta de que con cuatro lápices de colores tenía suficiente para colorearlo por completo sin repetir color en regiones adyacentes. Experimentó con otros mapas y obtuvo el mismo resultado, lo que le hizo pensar que quizás cuatro colores bastarían para colorear cualquier mapa imaginable, fuera real o inventado.
El caso llegó a oídos del profesor de matemáticas Augustus de Morgan, importante figura de aquellos tiempos en el campo de la lógica, quien, tras sacarlo a la luz en Europa a través de las publicaciones de la época, en poco tiempo trascendió hasta el otro lado del Atlántico. La Conjetura de los cuatro colores ha dado mucho que hablar desde entonces.
Se trata en realidad de un problema de topología y de teoría de grafos, en principio abordable mediante razonamiento inductivo. Todo se reduciría a probar que, si un mapa con n regiones puede colorearse con tan solo cuatro colores, añadiendo una región más, sea cual sea n, sería posible colorear también el mapa resultante sin requerir un color adicional.
Desgraciadamente el método inductivo se ha mostrado aquí muy poco eficaz, porque añadir una región más a un mapa exige siempre partir de cero y recombinar los colores previamente asignados a las otras regiones, sin que exista para hacerlo un procedimiento lógico generalizable.
Algún valiente podría arrojarse a probar la conjetura verificándola en todos los mapas concebibles, pero pronto se percataría de que tendría que comprobar infinitas alternativas. Aun así, en 1879, Alfred Bray Kempe, un abogado aficionado a las matemáticas, anunció en la revista Nature que había conseguido demostrar la conjetura de los cuatro colores, lo que le abrió las puertas de la Royal Society, permitiéndole además acceder al título de caballero. Once años más tarde, el reconocido matemático británico Percy John Heawood encontró un fallo en su demostración.
Desde entonces, han sido muchos los que se han otorgado supuestas demostraciones, todas ellas erróneas. Tal es el caso del prestigioso matemático alemán Hermann Minkowski, o de curiosos personajes como Frederick Temple, arzobispo de Canterbury, o el poeta francés Paul Valery.
La realidad es que nadie hasta la fecha ha sido capaz de resolver este problema, al menos de manera aceptable y satisfactoria para toda la comunidad científica. Consecuentemente, no se puede decir que el postulado de los cuatro colores haya adquirido ya la consideración de teorema, manteniéndose de momento en mera conjetura.
Es evidente que la conjetura de los cuatro colores no representa en absoluto un problema para los que se dedican a dibujar mapas, porque no suele estar entre sus prioridades economizar colores; se trata más bien de un reto un tanto irresistible para matemáticos y expertos en lógica, aunque tampoco ellos lo consideran como uno de los grandes desafíos pendientes. Lo he traído aquí porque, en lo que hoy nos incumbe, constituye un ejemplo sencillo de entender y a la vez revelador de las dificultades que plantea demostrar un postulado que se abre a infinitas posibilidades. Por ello me voy a servir también de él para introducir una conjetura muy similar en cuanto a tratamiento que, sin embargo y a diferencia de los cuatro colores, ha sido calificada por muchos como el gran reto del siglo XX: la hipótesis de Riemann.
Dicen que, de ser probada esta hipótesis, el secreto de los números primos quedaría al descubierto.
En el colegio nos enseñaban que los números primos son aquellos que solo pueden dividirse por sí mismos o por la unidad. Es una forma muy simple y no menos injusta de definirlos.
Los números primos son mucho más que eso: constituyen la base de la aritmética, son los ladrillos con los que se construye el sistema de numeración. Todo número natural es hijo de números primos, porque ha sido engendrado multiplicando varios de ellos entre sí. Por ejemplo, el 78 es el resultado de multiplicar tres números primos: 78 = 2 x 3 x 13; el 51 es 3 x 17; y así todos los demás: 105 = 3 x 5 x 7, 308 = 2 x 2 x 7 x 1, …
Los números primos son maravillosos y enigmáticos. Nadie sabe cómo van apareciendo al contar, ni cuántos encontraremos al hacerlo. Su distribución en el sistema de numeración es un misterio y no se puede explicar por qué unos números son primos y otros no.
De lo poco que sabemos, es conocido que hay infinitos números primos; así nos lo mostró Euclides hace más de dos mil años con un elegante razonamiento: supongamos que existen solo n números primos; multipliquemos todos entre sí y sumemos 1 al resultado. El número obtenido debe ser también forzosamente primo, porque nunca podría obtenerse como producto puro de otros números primos. En consecuencia, pasaríamos del supuesto inicial de n números primos a n + 1, y así podríamos continuar eternamente.
Algunos números primos están muy juntitos, como el 2 y el 3 o el 5 y el 7, mientras que otros parecen soportar peor la compañía de su vecino inmediato; por ejemplo, el 10.000.019 y el 10.000.079.
Desconocemos a ciencia cierta cuántos primos hay en cualquier bloque de números, porque la forma en que se distribuyen es muy enigmática. En el intervalo de diez números comprendido entre el 10 y el 20 encontramos cuatro primos y, sin embargo, en el intervalo de cien números entre el 10.000.000 y el 10.000.100, solo encontramos dos.
El gran matemático, astrónomo y físico alemán Carl Friedrich Gauss elaboró, siendo todavía un adolescente, un ingenioso artificio para calcular de forma aproximada los números primos que se encuentran en un intervalo dado. Si queremos saber cuántos primos incluyen los cien primeros números naturales, dividamos el límite superior del intervalo (100) entre su logaritmo neperiano (Ln 100 = 4,6). El resultado es 21,7, cercano a 25, que es el valor real. La precisión de esta aproximación aumenta con la amplitud del intervalo.
Lo que Gauss nos regaló es en realidad un curioso método de adivinanza, resultado sin duda de muchas pruebas y experimentos. Se trata de lo que hoy es conocido como Teorema de los números primos.
Sin embargo, cuando nos desplazamos entre los infinitos números naturales, este teorema es incapaz de decirnos dónde aparecerá el siguiente número primo ni nos desvela la ley de recurrencia que siguen.
Para encontrar una respuesta a esta cuestión vamos a necesitar la ayuda de la llamada función zeta de Riemann.
Esta función, planteada por el gran matemático del siglo XVIII Leonhard Paul Euler, contiene infinitos sumandos en los que se dejan ver todos los números naturales (1, 2, 3, 4 …) y tiene este bello aspecto:
Operando con ella, la función puede transformarse en un producto de factores (denominado Producto de Euler, en reconocimiento a su descubridor), donde solo aparecen ya los números primos (2, 3, 5, 7, 11, 13…):
No, no es mi voluntad entrar ahora en cálculos farragosos ni en complicados razonamientos matemáticos. Por el contrario, voy a trivializar todos mis argumentos, aun a riesgo de ser acusado de falta de rigor y exactitud. Lo importante es que el lector capte y comprenda el concepto, las ideas y las conclusiones de lo que sigue.
Euler concibió la función zeta aplicada al conjunto de números reales (enteros, decimales, positivos y negativos). En este escenario, cuando probamos con diferentes valores de la variable “s”, la función ζ (s) va arrojando lógicamente resultados que son también números reales. Por ejemplo:
Para s = 2, la función zeta vale: ζ (2) = 1.645
Para s = 3, la función zeta vale: ζ (3) = 1.202
etc.
Si se representan estos valores gráficamente, se obtiene una espectacular figura, que, para nuestros propósitos, resulta no obstante irrelevante.
Los números reales son los que habitualmente manejamos y con los que estamos totalmente familiarizados. Se trata, por así decirlo, de números que podríamos considerar “unidimensionales”, idóneos para representar magnitudes físicas tales como el tiempo, la temperatura, el peso o las distancias.
Existen, sin embargo, otras magnitudes físicas que requieren números “bidimensionales”. Por ejemplo, una onda (como esas que recibe y emite tu teléfono móvil) lleva implícitos siempre dos parámetros: amplitud y frecuencia. Para representar matemáticamente una onda no nos valen los números reales, necesitamos algo que manifieste esa dualidad de parámetros amplitud/frecuencia. Utilizamos en este caso los llamados números complejos, que constan de una parte llamada real y otra llamada imaginaria.
Un número complejo se representa así (se trata solo de un ejemplo): 3 + i5, donde el primer término de la suma es la parte real y el segundo la imaginaria. La letra “i” es la llamada unidad imaginaria (la raíz cuadrada de -1).
Riemann aplicó la función zeta al conjunto de números complejos, obteniendo como resultados números también complejos.
Dentro de esos resultados se pueden identificar unos muy particulares: los que corresponden a la llamada línea crítica, que se obtienen al aplicar la función zeta ζ (s) solo a variables (s) complejas cuya parte real es ½. Si representamos ese subconjunto de resultados, obtenemos una figura como la adjunta (la parte real se dibuja en rojo y la imaginaria en azul).
Lo sorprendente de este dibujo es que los puntos donde la gráfica de la parte real y de la imaginaria (líneas roja y azul) cruzan simultáneamente el eje horizontal, es decir donde la función zeta se hace cero, aparecen distribuidos en una forma y con una frecuencia que coinciden con las de los números primos. En otras palabras, la función zeta nos muestra cómo aparecen los números primos en la secuencia infinita de los números reales.
La hipótesis del postulado de Riemann consiste en suponer que todos estos peculiares e infinitos ceros de la función zeta se encuentran precisamente en la línea crítica, siendo todos ellos, en ese caso, armónicos de los números primos.
Esta hipótesis no solo contiene la clave para entender los números primos; es también la base de miles de teoremas que se desbaratarían si alguna vez se demostrara que es falsa.
Como sucedía con la paradoja de los cuatro colores, nadie ha sido capaz de probar todavía mediante razonamiento lógico o matemático esta hipótesis. Al igual que entonces, los valientes tienen también la puerta abierta a calcular los infinitos ceros de la función zeta y echarla por tierra encontrando uno fuera de la línea crítica.
Desde que existen ordenadores, trillones de ceros de la función zeta se han calculado y todos ellos se han obtenido en la línea crítica. Incluso así, la hipótesis no puede considerarse todavía probada.
David Hilbert, quizás el matemático más importante del siglo XIX, identificó en 1899 los que a su juicio consideraba los veintitrés problemas de matemáticas más importantes planteados y todavía sin solución. La conjetura de los cuatro colores no estaba en esa lista, pero sí la hipótesis de la función zeta de Riemmann; de hecho, es el único de aquellos problemas que aún permanece sin resolver. Es también uno de los siete que actualmente optan al premio del milenio del Instituto Clay de Matemáticas. La solución de cualquiera de ellos tiene una recompensa de un millón de dólares.
En cuanto a nuestros cuatro colores, se abandonó ya hace tiempo la estrategia de crear millones de mapas y probar en ellos que se cumple la conjetura. Se adoptó por el contrario la estrategia de buscar posibles contraejemplos para desbaratarla, es decir, configuraciones de mapas en los que potencialmente podría no cumplirse la regla.
Mientras que el número de mapas es infinito, el número de contraejemplos posibles no lo es, lo que hace entonces el camino más fácil de recorrer.
Desde los albores del siglo XX se han ido encontrando ingeniosas formas de crear contraejemplos y de cerrarlos, pero todo con gran esfuerzo y enorme carga de trabajo, hasta que se pudo disponer de la ayuda de un ordenador. En 1976, tras varios años de trabajo, un matemático de la Universidad de Chicago, Wolfgang Haken, y un programador, Kenneth Appel, consiguieron elaborar un algoritmo de ordenador que permitía encontrar, según ellos, todos los posibles contraejemplos de la conjetura y cerrarlos. Sin embargo, debido al hecho de que la demostración se basó en la utilización del ordenador (sin transparencia en lo relativo a su configuración, a los programas utilizados, etc.) y quizás a lo novedoso del procedimiento, no toda la comunidad matemática lo acepto como una demostración irrefutable.
La conjetura de los cuatro colores sigue siendo, por tanto, eso: una conjetura.
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